“La cabra en dos patas”, Francisco Rojas González
En un recodo de la vereda, donde el
aire se hace remolino, Juá Shotá, el otomí, echó raíces. Entre el peñascal,
donde el sol se astilla, el vagabundo hizo alto. Una roca le brindó sombra a su
cuerpo, como el valle le ofreció reposo y deleite a su vista. En torno de él, las
cañas de maíz crecían si acaso dos cuartas y se mustiaban enfermas de
endebleces. El indio fue testigo impávido de las lágrimas y del sudor vertidos
sobre la sementera para apagar la sed de los sembradíos y el hambre de los
sembradores.
Pegado a la roca, aclimatado como
los árboles peruleros, viviendo como el maguey, sobre la epidermis de un manto
calcáreo, Juá Shotá hacía su vida a un ritmo vegetal.
Ofrecía al peregrino una jícara de
pulque, en los precisos instantes en que las piernas flaqueaban y la lengua se
pegaba al paladar. La gratificación por el servicio era modesta, aunque
constante, tanto, que un día del peñasco brotó un techado que era flor del
temple, nata del clima. Un techado que se ofrecía todo al caminante, quien nunca
soslayaba la satisfacción de permanecer un ratito bajo su sombra.
Cuando al fondo del jacal apareció
un armazón de maderos atados con cabos de fibra de lechuguilla y sus huecos
cubiertos con botellas de etiquetas polícromas: “limonada”, “ferroquina”, “frambuesa”,
o con paquetes de cigarros de tabaco bravo o con latas de galletas endurecidas
o con mecapales y ayates — utensilios estos últimos indispensables en el
ventorro, cuya clientela de cargadores y buhoneros los reclamaba—, entonces
llegó María Petra, obediente al llamado de Juá Shotá, su marido.
Una tarde, de entre los peñascos,
como un hongo, surgió la mujer. Venía fatigada; sobre su frente caían madejas
negras de pelo; su cuerpo trasudaba la manta que lo cubría; los pies
endurecidos se montaban alternativamente uno sobre otro buscando descanso. Doblegada
por el peso de la impedimienta envuelta en un ayate, las tetas campaneaban al
aire. La viajera no traía las manos vacías; en ellas jugaba un malacate que
torcía, torcía siempre un cordel que acariciaba pulgar e índice; hilo de ixtle,
que es urdimbre y es trama de la vida india.
Juá Shotá salió a su encuentro y
tuvo para ella palabras de bienvenida. Luego preguntó por algo que no veía;
ella, haciendo una mueca, se descargó y del bulto extrajo un atado del que
brotaban vagidos. A poco Juá Shotá acariciaba a la hija desmedrada y feúcha
María Agrícola.
La madre, sin osar mirarlos,
sonreía.
La grieta donde se encajaba la
vereda se fue ensanchando al paso del atajo de años. La venta de Juá Shotá
había crecido y cobrado crédito: caminante que pasaba por aquella vía huraña,
caminante que detenía su paso en el tenducho para echar al gaznate un trago de
aguardiente o para refrescarse con una tinajilla de pulque. Juá Shotá era ya un
hombre gordo, de ademanes y decir desparpajados. Vestía ropa blanquísima y
calzaba huaraches de vaqueta. Para estar a la altura de su nueva condición,
había traducido su patronímico, ahora la clientela lo conocía por don Juan
Nopal. En cambio, María Petra se agostaba en las duras labores de puerta
adentro, en lucha eterna con los pétreos cachivaches que formaban el menaje
doméstico.
La niña creció entre riscos y
abras. Sus carnes cobrizas asomaban por entre los guiñapos que vestía, la cara
chata hacía marco a los ojos de cervatilla y su cuerpo elástico combinaba
líneas graciosas con rotundeces prietas.
María Agrícola vivía aislada del
mundo; don Juan Nopal y María Petra, el uno absorbido por las atenciones del
ventorro y la otra entregada a los cuidados del hogar, se olvidaban de la rapaza,
quien pasaba todo el día en el campo. Allí corría de peña en peña, mientras
llevaba el ganado al abrevadero. Comía tunas y mezquites; reñía con el lobo,
espantaba al tigrillo y lapidaba, despreciativa, al pastor su vecino que con
sospechosas intenciones trató, más de una vez, de salirle al paso. Cuando la
tarde se iba, echaba realada y canturreando una tonadita seguía a su rebaño,
para dejarlo seguro en el corral de breñas, no sin antes conjurar a las bestias
dañinas con palabras solemnes y misteriosas. Entonces regresaba a casa,
consumía una buena ración de tortillas con chile, bebía un jarro de pulque y se
echaba sobre el petate, cogida por las garras del sueño.
La clientela de don Juan Nopal iba
en aumento. Por la venta desfilaban los caminantes: arrieros de la sierra, mestizos
jacarandosos y fanfarrones, que llegaban hasta las puertas del tenducho,
mientras afuera se quedaban pujando al peso de la carga de azúcar, de
aguardiente o de frutas del semitrópico, las acémilas sudorosas y trasijadas.
Aquellos favorecedores charlaban y maldecían a gritos, comían a grandes
mordidas y bebían como agua los brebajes alcoholizados. A la hora de pagar se
portaban espléndidos.
O los indios que cargaban en propios
lomos el producto de una semana entera de trabajo: dos docenas de cacharros de
barro cocido, destinados al tianguis más próximo. Ocupaban aquellos tratantes
el último rincón del ventorro. Ahí aguardaban, dóciles, la jícara de pulque que
bebían silenciosamente. Pagaban el consumo con cobres resbaladizos de tan
contados, para irse, presto, con su trotecillo sempiterno.
O los otomíes que, en plan de pagar
una manda, caminaban legua tras legua, llevando en andas a una imagen a la que
escoltaban diez o doce compadritos, los que, por su cuenta, arrastraban una
ristra de críos, en pos del borrico cargado con dos botas de pulque cada vez
más ligeras, ante las embestidas de los sedientos. Entonces los cohetes
reventaban contra el cielo, las mujeres gimoteaban llenas de piedad y los
hombres alternaban alabanzas con canciones muy profanas, acompañadas por una
guitarra sexta y un organillo en melódica pugna. Llegados a donde Juan Nopal,
se olvidaban del pulque para dar contra el aguardiente. A poco aquello echaba humo;
los hombres festejaban a carcajadas la fábula traviesa y la ocurrencia escatológica
o se empeñaban en toscos juegos de manos. Las hembras se apretaban unas contra
otras y, con la vista vidriada por las lágrimas vertidas, seguían bebiendo con
el mismo fervor con que elevaban plegarias y jaculatorias. El santo de las
andas yacía maltrecho en medio del recinto.
O la caravana que acompañaba a un
cadáver de tres días, encaramado sobre los hombros de los deudos que íbanse
turnando periódicamente. A un cadáver que había trepado montañas, atravesado
valles, vadeado ríos y oscilado en la negrura de los abismos, con afán de
cortar la distancia medianera entre el pueblito perdido en la sierra y la
cabecera del municipio donde el “derecho de panteones” constituía el tributo
más productivo. Esta multitud doliente llegaba a la casa de Juan Nopal y,
después de repetidas libaciones por “la saud del fiel difuntito”, limpiaba la
bodega, mientras el féretro, tendido en medio camino, tronaba macabramente.
Con aquella clientela, Juan Nopal
hacía su vida. La paz cubría el techo del hogar montero. El horizonte se hacía
mezquino, porque se estrellaba en la falda del cerro interpuesto entre los
terrenos del otomí y el valle anchuroso.
Cuando aquella pareja instaló su
tienda de campaña frente al ventorro de Juan Nopal, éste, sin saber por qué,
sintió hacia los recién llegados una gran simpatía. El hombre era de un color
blancucho, prominente abdomen y movimientos un poco amanerados. Usaba lentes
como aquellos tipos que tanto hacían reír al indio, cuando los miraba
retratados en los periódicos que casualmente llegaban a sus manos.
Todas las mañanas, el nuevo vecino
salía paso a paso en busca de piedras, que traía después a su tienda. Por las
tardes remolía los pedruscos y observaba el polvo cuidadosamente.
Ella era una joven delicada y tímida.
Su físico no cuadraba con la indumentaria: pantalones de burda tela que hacían
resaltar grotescamente las protuberancias glúteas, para regocijo de Nopal y de
su clientela; botas de cuero aceitado y un sombrero de paja que se ataba al
cuello con un listón rojo. Sin embargo, cuando el dueño del ventorro observaba
las desazones que la vida cerril provocaba a la mujercita, sentía por ella
inexplicable compasión.
El hombre parecía más acostumbrado
a las molestias de la rusticidad; iba y venía con pasos inalterables. En
ocasiones cantaba con voz ronca y potente algo que a Juan Nopal le parecía muy
cómico.
Las actividades del extraño tenían
intrigado al indígena. Los arrieros serranos le dijeron que, por las botas, los
pantalones bombachos y el sombrero de corcho, se podía sacar en claro que el
vecino era ingeniero. Desde ese día don Juan Nopal señaló al hombre de la casa
de campaña con el nombre de “ingeniero”.
Una tarde, María Agrícola llegó
sofocada.
— Eh, viejo —dijo al padre en su
lengua—, ése, al que tú llamas ingeniero, me siguió por el monte.
— Querría que le ayudaras a coger
esas sus piedrotas que a diario pepena…
— ¿Piedrotas? No, si parecía chivo
padre… Daban ganas de persogarlo con bozal debajo de un huizache y voltearle en
el lomo un cántaro de agua fría…
Los ojos del indio se encapotaron.
El “ingeniero” entró en la venta.
Pidió limonada y empezó a beberla lentamente. Habló de muchas cosas. Dijo que
era minero, que venía a buscar plata entre el lomerío. Que su esposa lo
acompañaba nada más para servirlo… Que era rico y poderoso.
El indio sólo escuchaba: “Puesto
que mucho habla, mucho quiere” — rumiaba para sí la sentencia que le enseñaron
sus padres—. “Pero el que mucho habla, poco consigue”, agregaba como coletilla
de su propia cosecha.
Cuando María Agrícola pasó frente a
ellos, el indio notó en el “ingeniero” un sacudimiento y descubrió en sus ojos
el brillo inconfundible.
Al otro día, el hombre repitió la
visita, sólo que esta vez venía acompañado de su esposa. A don Juan Nopal le
cautivó la suavidad de modales de la hembra, igual que la tristeza que había en
el fondo de sus ojos verdes. La voz apagada de ella acarició el oído del
ventero, al mismo tiempo que las manos largas y transparentes atrapaban su
voluntad. Esa tarde la visita del minero fue grata.
Las estancias del “ingeniero” en la
tienda menudeaban. Bebía limonada mientras decía cosas raras que el indio
apenas si penetraba… Más, de todas suertes, reía y reía por lo mucho de cómico
que encontraba en el palique.
— Bien, don Juan —dijo el minero
por fin—, tengo para ti un buen negocio.
— Tu mercé dirás —respondió el
otomí.
— ¿Está muy caro el ganado por acá?
¿Cuánto, por ejemplo, sale costando una cabrita?
— El ganado en esta tierra no se
vende. Los pocos animales que tiene nosotros, los guardamos para cuando nos toque
la mayordomía del Santo Nicolás, al que rezamos los de Bojay que es mi tierra,
allá, trastumbando el cerro más alto que devisas detrás de las ramas de aquel
pirul… O para el día en que vesita el Santo Niño del Puerto. Entonces hacemos
matanza y no respetamos ni las cabras de leche, porque viene harta gente.
— Bien, bien, ¿pero si yo te
ofrezco diez pesos por una cabrita, tú serías capaz de vendérmela?
— Pos pué que ni así —respondió el
indio aparentando pocas ganas de tratar.
— Diez pesotes, hombre; nadie te
dará más… Porque lo que yo quiero pagar más bien es un capricho.
Don Juan no respondió; pero hizo
una mueca que, de tan equívoca, cualquiera la hubiese tomado por una aceptación.
— Hay entre tu ganado, don Juan,
una cabra que me gusta mucho, tanto, que ya ves el pago que por ella te
ofrezco.
— Si tu mercé la queres, tienes que
pagarme en centavos y quintos de cobre… A nosotros no me gusta el billete.
— En cobres tendrás los diez pesos,
hombre desconfiado.
— Si ya tu mercé tienes visto el
animalito, vé por él al monte.
— Solo que —dijo el minero con
desfachatez— la cabra que yo quiero tiene dos patas.
— Ja, ja, ja, —rió el indio
estrepitosamente—. Y yo que no quería creer a los arrieros serranos, ora sí
estoy cierto; tu mercé estás loco… ¡y bien loco! Chivas con dos patas. ¡Será la
mujer del demonche, tú!
— Chiva de dos patas llamo a tu
hija… ¿No lo entiendes, imbécil? — preguntó amoscado el forastero.
El indio borró la sonrisa que le
había quedado prendida en los labios después de su carcajada y clavó la vista
en el minero, tratando de penetrar en el abismo de aquella propuesta.
— Di algo, parpadea siquiera, ídolo
—gritó enojado el blanco—. Resuelve de una vez. ¿Me vendes a tu hija? Sí o no.
— ¿No te da vergüenza a tu mercé?
Es tan feo que yo la venda, como que tú la merques… Ellas se regalan a los
hombres de la raza de uno, cuando no tienen compromisos y cuando saben trabajar
la yunta.
— Cuando se cobra y se paga bien no
hay vergüenza, don Juan —dijo el ―ingeniero‖ suavizando el acento—. La raza no
tiene nada que ver… y menos cuando se trata de la raza que ustedes los indios quieren
conservar… ¡Bonita casta que no sirve más que para asustar a los niños que van
a los museos!
— Pos las chivas de esa clase no ha
de ser tan feas, ya que tu mercé te interesas tanto por una.
— Te he dicho que es tan sólo un
capricho mío… A lo mejor tú sales ganando un nieto mestizo. Un hijo de blanco
que será más inteligente que tú. Un mestizo que valdrá más de diez pesos en cobres.
— No, ese ganado no está a la venta
—repuso don Juan con un tonillo que denotaba no haber entendido o no haber
querido entender las últimas palabras de su cliente.
— Se necesita ser estúpido para no
tratar. En la costa regalan a las indias vírgenes, sólo con la esperanza de que
tengan un hijo blanco, porque aquella gente entiende que la mezcla de los
hombres es tan útil como una buena cruza en los ganados; pero ustedes los
otomíes son tan cerrados, que ni pagándoles acceden a mejorarse.
Ahora en los ojos de don Juan había
una chispa. Chispa en la que no reparó en su fogosidad el blanco.
— Bueno, en vista de tu necedad,
doblo la oferta. Veinte pesos por ella. ¡Veinte pesos en cobres de a cinco! No,
no me la voy a llevar, porque las criadas en la ciudad son inútiles y puercas.
Solamente quiero que le digas que se bañe y que la aconsejes para que no sea mala
conmigo, que no me arañe ni me tire de patadas… Después te la dejo. No pago más
que el silencio, porque a mí no me convendría que nadie se enterara, ¿sabes?
—dijo mientras miraba hacia la tienda de campaña, donde la mujer blanca recosía
ropa, sentada cerca de la puerta.
— No, tu mercé eres mala gente. Ya
te digo que por‘ay no l‘entro… ¡Y de paso, pos pagas tan pocos fierros!
— Veinticinco pesos en cobres… En cobre,
oíste —ofreció terminantemente el comprador.
— Te voy a enseñar a tu mercé a
tratar ganados —dijo pachorrudamente el otomí, mientras sacaba una bolsa gruesa
del cajón del mostrador—. Aquí hay cien pesos en cobres… Y como yo creo con tu
mercé que las cruzas son buenas, quisiera yo también mejorar mi casta. Pero la
mía, no la ajena. Cien pesos que te doy por tu mujer. Tráimela, yo no pongo
condiciones… Aunque me arañe, me muerda y me patié. Yo no pago el silencio, eso
te lo doy de ribete; puede tu mercé contarlo a todo el mundo. Tampoco te pido
que la bañes, déjamela así.
Entonces el que permaneció en
silencio fue el “ingeniero”.
— Tu mercé te la llevas, a mí aquí
en el monte no me sirve… ¡Capaz de que se quebré! Tu mercé cargas con ella;
pero eso sí, con la garantía de que pronto tendrás un mestizo bonito y
trabajador que te diga papá… Son buenas las cruzas de sangre; pero lo mejor de
ellas es que se pueden hacer lo mesmo de macho a hembra que de hembra a macho…
¿O qué opinas tu mercé?
— Pero esto es bestial… Se te ha
soltado la lengua, ídolo.
— Resuelve luego —continuó Juan—,
porque yo cuando me alboroto luego me da por retozar. Cien pesos en cobres;
nenguna de dará más, porque está tan canija, si apenas con su peso levanta la
vara de la romana. No merco ni la carne ni el pellejo, sólo te compro a tu mercé
el modito de ella… Pero si no te gusta este trato, tengo otro que proponerte…
¡Tú dirás!
La mirada de ambos coincidió
entonces en un solo punto. Cuatro ojos se clavaron en un machete que colgaba
del mostrador al alcance de la mano del indio.
— ¡Cien pesos por un modito, señor
ingeniero! —repitió con retintín don Juan. En su boca había una sonrisa que
rivalizaba en frialdad con la hoja de acero.
A la mañana siguiente, don Juan
Nopal se sorprendió de no encontrar frente a su casa la tienda de campaña del
―ingeniero‖. Había sido desmontada precipitadamente antes de la media noche. El
amanecer había sorprendido a los fugitivos blancos en la cumbre el cerro de “El
Jilote”.
María Agrícola, irguiendo el cuerpo
fino y flexible, como las armas de los flecheros, dejaba que el aire revolviera
el negror de sus trenzas, mientras veía cómo una polvareda se alzaba por allá,
cerca de la barranca de “El Cántaro”, punto cercano a la vía del ferrocarril.
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He leído La Cabra De Dos Patas...y me encantó.
ResponderEliminarHace ya varios años que la leí, y hoy que vi el título me gusto tanto que la volví a leer completa.
Muchas gracias a los que hacen posible que a través de éste medio tengamos acceso a esas lecturas tan bellas.
Gracias...
Leí el diosero completo, hace años estando en la secundaria. Hay una película con cuatro narraciones del libro, entre estas la cabra de dos patas que en la película se titula la potranca, dirigida por Benito Alazraki, en 1954. Leer el libro es mejor. Vean la película, también vale la pena.
ResponderEliminarLos pou no saben enseñar
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