La divina comedia. El infierno [Fragmento]. Dante Alighieri

 


El Infierno de Dante es un anchuroso valle de figura cónica, con la punta al centro de la tierra, cuya superficie le cubre. Está dividido en nueve grandes círculos, muy distantes uno de otro, pero que sucesivamente van estrechando, de modo que le dan la apariencia de un anfiteatro. Sobre las mesetas de aquellas plataformas, que entre sus dos lados comprenden un grandísimo espacio, están las almas de los condenados. Caminando siempre los dos Poetas a la izquierda, recorren una parte de cada círculo, de suerte que ven qué clase de pecadores hay allí, y cuáles son sus penas, y aún reconocen a algunos. Después se inclinan hacia el centro, y buscando la entrada, bajan por ella al siguiente círculo. Así van continuando su viaje hasta el fondo, salvo algún que otro incidente, que se advertirá en su lugar. 

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El infierno. Canto tercero [fragmento].

Por mí se llega a la ciudad del llanto; 
por mí a los reinos de la eterna pena, 
y a los que sufren inmortal quebranto. 
Dictó mi autor su fallo justiciero, 
y me creó con su poder divino, 
su supremo saber y amor primero 
y como no hay en mí fin ni mudanza, 
nada fue antes que yo, sino lo eterno... 
Renunciad para siempre a la esperanza. 

Estas palabras vi escritas con letras negras sobre una puerta, y exclamé: — Maestro, me espanta lo que dice ahí. —Y él, como quien sabía la causa de mi terror, respondió: —Aquí conviene no abrigar temor alguno; conviene que no desmaye el corazón. Hemos llegado al sitio que te había dicho, donde verás las almas acongojadas de los que han perdido el don de la inteligencia. —Y después, asiéndome de la mano, con alegre semblante, que reanimó mi espíritu, me introdujo en aquella mansión recóndita. 
En medio de las tinieblas que allí reinaban, se oían ayes, lamentos y profundos aullidos, que desde luego me enternecieron. La diversidad de hablas y horribles imprecaciones, los gemidos de dolor, los gritos de rabia y voces desaforadas y roncas, a las que se unía el ruido de las manos, producían un estrépito, que es el que resuena siempre en aquella mansión perpetuamente agitada, como la arena revuelta á impulso de un torbellino. 

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El infierno. Canto quinto.


Así bajé desde el primer círculo al segundo, que contiene menor ámbito y dolores tanto mayores, cuanto que se truecan en alaridos. Allí tiene su tribunal el horrible Minos, que rechinando los dientes, examina mientras entran a los culpables, y juzga y destina a cada uno según las vueltas que da su cola. 

Digo que cuando se le presenta el alma de un pecador, le hace confesar todas sus culpas, y como tan conocedor de ellas, ve qué lugar del Infierno le corresponde, y enrosca su cola tantas veces, cuantas indica el número del círculo a que la destina. En su presencia están siempre multitud de al-mas, que unas tras otras van acudiendo al juicio; declaran, oyen su sentencia y caen precipitadas en el abismo. « ¡Oh tú, que vienes a esta dolorosa mansión!» gritó Minos al verme, suspendiendo el afán de su terrible ministerio. «Advierte cómo entras, mira de quién te fías, y no te engañe lo anchuroso de la entrada.» 

Y mi Director le dijo: — ¿Por qué gritas tú también? No te opongas a una empresa que han resuelto los hados: así lo han querido allí donde pueden cuanto quieren; y excusa preguntar más. — 

Entonces comenzaron a hacérseme perceptibles las dolientes voces; entonces llegué a un punto donde hirieron grandes lamentos mis oídos. Encontreme en un sitio privado de toda luz, que mugía como el mar en tiempo de tempestad, cuando se ve combatido de opuestos vientos. El infernal torbellino, que no se aplaca jamás, arrebata en su furor los espíritus, los atormenta revolviéndolos y golpeándolos; y cuando llegan al borde del precipicio, se oyen el rechinar de los dientes, los ayes, los lamentos, y las blasfemias que lanzan contra el poder divino. Comprendí que los condenados a aquel tormento eran los pecadores carnales que someten la razón al apetito; y como en las estaciones frías y en largas y espesas bandadas vienen empujados por sus alas los estorninos, así impele el huracán a aquellos espíritus perversos, llevándolos de aquí allá y de arriba abajo, sin que pueda aliviar-los la esperanza, no ya de algún reposo, mas ni de que su pena se aminore. Y a la manera que pasan las grullas entonando sus gritos y formando entre sí larga hilera por los aires, del mismo modo vi que llegaban las almas exhalando sus ayes, a impulsos del violento torbellino. 

Por lo cual dije: Maestro, ¿qué sombras son esas tan atormentadas por el aire tenebroso? 

Y él entonces me respondió: —La primera de esas por quienes preguntas, fue emperatriz de muchas gentes, y tan desenfrenada en el vicio de la lujuria, que promulgó el placer como lícito entre sus leyes, para librarse de la infamia en que había caído. Es Semíramis, de quien se lee que dio de mamar a Nino y llegó a ser esposa suya, reinando en la tierra que el Soldan rige. La otra es aquélla que se mató de enamorada, violando la fe jurada a las cenizas de Siqueo. Después viene la lujuriosa Cleopatra. —Y vi a Elena, por quien tan calamitosos tiempos sobrevinieron; y al grande Aquiles, que al fin murió víctima del Amor. Vi a Paris, a Tristán; y me mostró, señalándolas con el dedo, otras mil almas que perdieron sus vidas por causa del mismo Amor. — 

Al oír a mi sabio Director los nombres de tantas antiguas damas y caballeros, sentí gran lástima, y casi perdí el sentido. 

Pero le dije: —Poeta, de buena gana hablaría a esos dos que van volando, y parecen tan ligeros con el ímpetu del viento. — 

Y me respondió: —Aguarda a que estén más cerca de nosotros: ruégaselo entonces por el Amor que los conduce; y vendrán al punto. — 

Luego que el viento los trajo hacia donde estábamos, les dirigí así la voz: ¡Oh, almas apenadas! venid a hablar con nosotros, si no os lo veda nadie. — 

Y como palomas que incitadas por su apetito vuelan al dulce nido, tendidas las fuertes alas y empujadas en el aire por el amor, así salieron del grupo en que estaba Dido, cruzando la maléfica atmósfera hasta nosotros: que tan eficaces fueron mis afectuosas palabras. 

« ¡Oh, cuerpo animado, tan gracioso como benigno, que vienes a visitar en este negro recinto a los que hemos tenido con nuestra sangre el inundo! Si nos fuese propicio el Rey del universo, le pediríamos por tu descanso, ya que te compadeces de nuestro perverso crimen. Oiremos y os hablaremos de cuanto os plazca oír y hablar, mientras el viento esté sosegado, como lo está ahora. Yace la tierra en que vi la luz sobre el golfo donde el Po desemboca en el mar para descansar de su largo curso, con los ríos que le acompañan. Amor, que se entra de pronto en los corazones sensibles, infundió en éste. El de la belleza que me fue arrebatada, arrebatada de un modo que todavía me está dañando. Amor, que no exime de amar a ninguno que es amado, tan íntimamente me unió al afecto de éste, que, como ves, no me ha abandonado aún. Amor nos condujo a una misma muerte; y Caín aguarda al que nos quitó la vida.» 

Estas palabras nos dijeron; y al oír a aquellas almas laceradas, incliné el rostro, y permanecí largo tiempo de esta suerte, hasta que el Poeta me dijo: —¿En qué piensas?— 

Y le respondí exclamando: — ¡Ay de mí! ¡Qué de dulces ensueños, qué de afectos los conducirían a su doloroso trance!— 

Y volviéndome después a ellos para hablarles, dije: —Francisca, tus tormentos me arrancan lágrimas de tristeza y de compasión. Mas dime: cuando tan dulcemente suspirabais, ¿con qué indicios, de qué modo os concedió el Amor que os persuadierais de vuestros deseos todavía ocultos?

Y ella me respondió: «No hay dolor más grande que el recordar tiempos felices en la desgracia; y bien sabe esto tu Maestro. Pero si tanto deseas saber el primer origen de nuestro amor, haré como el que al propio tiempo llora y habla. Leíamos un día por entretenimiento en la historia de Lanzarote, cómo le aprisionó el Amor. Estábamos solos y sin recelo alguno. Más de una vez sucedió en aquella lectura que nuestros ojos se buscasen con afán, y que se inmutara el color de nuestros semblantes; pero un solo punto dio en tierra con nuestro recato. Al leer cómo el gentilísimo amante apagó con ardiente beso una sonrisa incitativa, éste, que jamás se separará de mí, trémulo de pasión, me imprimió otro en la boca. Galeoto fue para nosotros el libro, como era quien lo escribió. Aquel día ya no leímos más.»

Mientras el espíritu de ella decía esto, el otro se lamentaba de tal manera, que de lástima estuve a punto de fallecer; y caí desplomado, como cae mi cuerpo muerto.




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