“La metamorfosis” [Fragmento], Franz Kafka
Una mañana, tras un sueño intranquilo, Gregorio Samsa se despertó convertido en un monstruoso insecto. Estaba echado de espaldas sobre un duro caparazón y, al alzar la cabeza, vio su vientre convexo y oscuro, surcado por curvadas callosidades, sobre el que casi no se aguantaba la colcha, que estaba a punto de escurrirse hasta el suelo. Numerosas patas, penosamente delgadas en comparación con el grosor normal de sus piernas, se agitaban sin concierto.
- ¿Qué me ha ocurrido?
No estaba soñando. Su habitación,
una habitación normal, aunque muy pequeña, tenía el aspecto habitual. Sobre la
mesa había desparramado un muestrario de paños - Samsa era viajante de
comercio-, y de la pared colgaba una estampa recientemente recortada de una
revista ilustrada y puesta en un marco dorado. La estampa mostraba a una mujer
tocada con un gorro de pieles, envuelta en una estola también de pieles, y que,
muy erguida, esgrimía un amplio manguito, asimismo de piel, que ocultaba todo
su antebrazo.
Gregorio miró hacia la ventana;
estaba nublado, y sobre el cinc del alféizar repiqueteaban las gotas de lluvia,
lo que le hizo sentir una gran melancolía.
«Bueno –pensó–; ¿y si siguiese
durmiendo un rato y me olvidase de todas estas locuras?» Pero no era posible,
pues Gregorio tenía la costumbre de dormir sobre el lado derecho, y su actual
estado no le permitía adoptar tal postura. Por más que se esforzara volvía a
quedar de espaldas. Intentó en vano esta operación numerosas veces; cerró los
ojos para no tener que ver aquella confusa agitación de patas, que no cesó
hasta que notó en el costado un dolor leve y punzante, un dolor jamás sentido
hasta entonces.
- ¡Qué cansada es la profesión que
he elegido! –se dijo–. Siempre de viaje. Las preocupaciones son mucho mayores
cuando se trabaja fuera, por no hablar de las molestias propias de los viajes:
estar pendiente de los enlaces de los trenes; la comida mala, irregular;
relaciones que cambian constantemente, que nunca llegan a ser verdaderamente
cordiales, y en las que no tienen cabida los sentimientos. ¡Al diablo con todo!
Sintió en el vientre una ligera
picazón. Lentamente, se estiró sobre la espalda en dirección a la cabecera de la
cama, para poder alzar mejor la cabeza. Vio que el sitio que le picaba estaba
cubierto de extraños puntitos blancos. Intentó rascarse con una pata; pero tuvo
que retirarla inmediatamente, pues el roce le producía escalofríos.
- Estoy atontado de tanto madrugar
–se dijo–. No duermo lo suficiente. Hay viajantes que viven mucho mejor. Cuando
a media mañana regreso a la fonda para anotar los pedidos, me los encuentro
desayunando cómodamente sentados. Si yo, con el jefe que tengo, hiciese lo
mismo, me despedirían en el acto. Lo cual, probablemente sería lo mejor que me
podría pasar. Si no fuese por mis padres, ya hace tiempo que me hubiese
marchado. Hubiera ido a ver el director y le habría dicho todo lo que pienso.
Se caería de la mesa, ésa sobre la que se sienta para, desde aquella altura,
hablar a los empleados, que, como es sordo, han de acercársele mucho. Pero
todavía no he perdido la esperanza. En cuanto haya reunido la cantidad
necesaria para pagarle la deuda de mis padres –unos cinco o seis años todavía–,
me va a oír. Bueno; pero, por ahora, lo que tengo que hacer es levantarme, que
el tren sale a las cinco.
Volvió los ojos hacia el
despertador, que tictaqueaba encima del baúl.
- ¡Dios mío! -exclamó para sí.
Eran más de las seis y media, y las
manecillas seguían avanzando tranquilamente. En realidad, ya eran casi las
siete menos cuarto. ¿Es que no había sonado el despertador? Desde la cama se
veía que estaba puesto a las cuatro; por tanto, tenía que haber sonado. Pero
¿era posible seguir durmiendo a pesar de aquel sonido que hacía estremecer
hasta los muebles? Su sueño no había sido tranquilo. Pero, por eso mismo, debía
de haber dormido al final más profundamente. ¿Qué podía hacer ahora? El tren
siguiente salía a las siete; para cogerlo tendría que darse muchísima prisa. El
muestrario no estaba aún empaquetado, y él mismo no se sentía nada dispuesto.
Además, aunque alcanzase el tren, no evitaría reprimenda del amo, pues el mozo
del almacén, que había acudido al tren a las cinco, debía de haber dado ya
cuenta de su falta. El mozo era un esbirro del dueño, sin dignidad ni
consideración. Y si dijese que estaba enfermo, ¿qué pasaría? Pero esto, además
de ser muy penoso, despertaría sospechas, pues Gregorio, en los cinco años que
llevaba empleado, no había estado nunca enfermo. Vendría el gerente con el
médico del Montepío. Se desharía en reproches, delante de los padres, respecto
a la holgazanería de Gregorio, y refutaría cualquier objeción con el dictamen
del doctor, para quien todos los hombres están siempre sanos y sólo padecen de
horror al trabajo. Y la verdad es que, en este caso, su diagnóstico no habría
sido del todo infundado. Salvo cierta somnolencia, fuera de lugar después de tan
prolongado sueño, Gregorio se sentía francamente bien, además de muy hambriento.
Mientras pensaba atropelladamente,
sin decidirse a levantarse, y justo en el momento en que el despertador daba
las siete menos cuarto, llamaron a la puerta que estaba junto a la cabecera de
la cama.
- Gregorio –dijo la voz de su
madre–, son las siete menos cuarto. ¿No tenías que ir de viaje?
¡Qué voz tan dulce! Gregorio se
horrorizó al oír en cambio suya propia, que era la de siempre, pero mezclada
con un penoso y estridente silbido, en el cual las palabras, al principio
claras, se confundían luego y sonaban de forma tal que uno no estaba seguro de
haberlas oído. Gregorio hubiera querido dar una explicación detallada; pero, al
oír su propia voz, se limitó a decir:
- Sí, sí. Gracias, madre. Ya me
levanto.
A través de la puerta de madera, la
transformación de la voz de Gregorio no debió notarse, pues la madre se
tranquilizó con esta respuesta y se retiró. Pero este breve diálogo reveló que
Gregorio, contrariamente a lo que se creía, estaba todavía en casa. Llegó el
padre a su vez y, golpeando ligeramente la puerta, llamó:
- ¡Gregorio! ¡Gregorio! ¿Qué pasa?
Esperó un momento y volvió a
insistir, alzando la voz:
- ¡Gregorio!
Mientras tanto, detrás de la otra
puerta, la hermana le preguntaba suavemente:
- Gregorio, ¿no estás bien?
¿Necesitas algo?
- Ya estoy bien –respondió Gregorio
a ambos a un tiempo, esforzándose por pronunciar con claridad, y hablando con
gran lentitud, para disimular el insólito sonido de su voz. El padre reanudó su
desayuno, pero la hermana siguió susurrando:
- Abre, Gregorio, por favor.
Gregorio no tenía la menor
intención de abrir, felicitándose, por el contrario, de la precaución
–contraída en los viajes– de encerrarse en su cuarto por la noche, aun en su propia
casa.
Lo primero que tenía que hacer era
levantarse tranquilamente, arreglarse sin que le molestaran y, sobre todo,
desayunar. Sólo después de hecho todo esto pensaría en lo demás, pues se daba
cuenta de que en la cama no podía pensar con claridad. Recordaba haber sentido
en más de una ocasión un vago malestar en la cama, producido, sin duda, por
alguna postura incómoda, la cual, una vez levantado, se disipaba rápidamente; y
tenía curiosidad por ver desvanecerse paulatinamente sus imaginaciones de hoy.
En cuanto al cambio de su voz era simplemente el preludio de un resfriado, enfermedad
profesional del viajante de comercio.
Apartar la colcha era cosa fácil.
Le bastaría con arquearse un poco y la colcha caería por sí sola. Pero la
dificultad estaba en la extraordinaria anchura de Gregorio. Para incorporarse,
podía haberse apoyado en brazos y manos; pero, en su lugar, tenía ahora innumerables
patas en constante agitación y le era imposible controlarlas. Y el caso es que
quería incorporarse. Se estiraba; lograba por fin dominar una de sus patas;
pero, mientras tanto, las demás proseguían su anárquica y penosa agitación.
«No es bueno haraganear en la
cama», pensó Gregorio.
Primero intentó sacar la parte
inferior del cuerpo. Pero dicha parte inferior –que no había visto todavía y
que, por tanto, no podía imaginar con exactitud– resultó sumamente difícil de
mover. Inició la operación muy lentamente. Hizo acopio de energías y se
arrastró hacia delante. Pero calculó mal la dirección, se dio un fuerte golpe
contra los pies de la cama, y el dolor subsiguiente le reveló que la parte
inferior de su cuerpo era quizá, en su nuevo estado, la más sensible. Intentó,
pues, sacar la parte superior, y volvió cuidadosamente la cabeza hacia el borde
del lecho. Hizo esto sin problemas y, a pesar de su anchura y su peso, el
cuerpo siguió por fin, lentamente, el movimiento iniciado por la cabeza. Pero
entonces tuvo miedo de continuar avanzando de aquella forma, porque, si se
dejaba caer así, sin duda se haría daño en la cabeza; y ahora menos que nunca
quería Gregorio perder el sentido. Prefería quedarse en la cama.
Pero cuando, después de realizar a
la inversa los mismos movimientos, en medio de grandes esfuerzos y jadeos, se
halló de nuevo en la misma posición y volvió a ver sus patas moviéndose
frenéticamente, comprendió que no podía hacer otra cosa, y volvió a pensar que
no debía seguir en la cama y que lo más sensato era arriesgarlo todo, aunque sólo
tuviera una mínima posibilidad. Pero en seguida recordó que meditar serenamente
era mejor que tomar decisiones drásticas. Sus ojos se clavaron en la ventana; pero,
por desgracia, la niebla que aquella mañana ocultaba por completo el lado
opuesto de la calle, pocos ánimos le infundió.
«Las siete ya –pensó al oír el despertador–.
¡Las siete ya, y todavía sigue la niebla!»
Durante unos momentos permaneció
echado, inmóvil y respirando lentamente, como si esperase que el silencio le
devolviera a su estado normal.
Pero, al poco rato, pensó: «Antes
de que den las siete y cuarto es indispensable que me haya levantado. Además,
seguramente vendrá alguien del almacén a preguntar por mí, pues abren antes de
las siete.» Se dispuso a salir de la cama, balanceándose sobre su borde.
Dejándose caer de esta forma, la cabeza, que pensaba mantener firmemente erguida,
probablemente no sufriría daño ninguno. La espalda parecía resistente, y no le pasaría
nada al dar con ella en la alfombra. Únicamente le hacía vacilar el temor al estrépito
que esto habría de producir, y que sin duda asustaría a su familia. Pero no quedaba
más remedio que correr el riesgo.
Ya estaba Gregorio con casi medio
cuerpo fuera de la cama (el nuevo método era como un juego, pues consistía
simplemente en balancearse hacia atrás), cuando cayó en cuenta de que todo
sería muy sencillo si alguien viniese en su ayuda. Con dos personas robustas (y
pensaba en su padre y en la criada) bastaría. Sólo tendrían que pasar los brazos
por debajo de su abombada espalda, sacarle de la cama y, agachándose luego con la
carga, dejar que se estirara en el suelo, en donde era de suponer que las patas
se mostrarían útiles. Ahora bien, y prescindiendo del hecho de que las puertas
estaban cerradas con llave, ¿convenía realmente pedir ayuda? Pese a lo apurado
de su situación, no pudo por menos de sonreír.
Había adelantado ya tanto, que un
solo balanceo, algo más enérgico que los anteriores, bastaría para hacerle
bascular sobre el borde de la cama. Además pronto no le quedaría más remedio
que decidirse, pues sólo faltaban cinco minutos para las siete y cuarto. En ese
momento, llamaron a la puerta del piso.
«Debe ser alguien del almacén»,
pensó Gregorio, mientras sus patas se agitaban cada vez más rápidamente. Por un
momento permaneció todo en silencio. «No abren», pensó entonces, aferrándose a
tan descabellada esperanza. Pero, como no podía por menos de suceder, oyó
aproximarse a la puerta las fuertes pisadas de la criada. Y la puerta se abrió.
A Gregorio le bastó oír la primera palabra del visitante para percatarse de quién
era. Era el gerente en persona. ¿Por qué estaría Gregorio condenado a trabajar
en la cual la más mínima ausencia despertaba inmediatamente las más terribles
sospechas? ¿Es que los empleados eran todos unos sinvergüenzas? ¿Es que no
podía haber entre ellos algún hombre de bien que, después de perder un par de
horas en la mañana, se volviese loco de remordimiento y no estuviera en
condiciones de abandonar la cama? ¿Es que no bastaba con mandar a un chico a
preguntar (suponiendo que tuviese fundamento esa manía de averiguar), sino que
tenía que venir el mismísimo gerente a enterar a una inocente familia de que sólo él tenía autoridad
para intervenir en la investigación de tan grave asunto? Y Gregorio, excitado
por estos pensamientos más que decidido a ello, se tiró violentamente de la
cama. Se oyó un golpe sordo, pero no demasiado. La alfombra amortiguó la caída;
la espalda tenía mayor elasticidad de lo que Gregorio había supuesto, y esto
evitó que el ruido fuese tan estrepitoso como había temido. Pero no tuvo
cuidado de mantener la cabeza suficientemente erguida; se lastimó y el dolor le
hizo frotarla furiosamente contra la alfombra.
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