“Una justicia”, Dolores Bolio Cantarell

 

Como mujer que, a pesar suyo, rinde los párpados al pesado soplo del sueño, la tarde campesina ensombrecía sus pupilas de esmeralda, y lentamente se adormecía. 

Por la vereda serpenteadora henchida de rumores desde el remoto caserío, asomaba la erguida figura de una joven indígena cuyo suave ropaje al modo primitivo, vése ondular mecido por la brisa. 

Sus brazos broncíneos estrechan rojo cántaro de barro que balancéase sobre robusta cadera al compás rítmico de los pies desnudos. 

- Señor – susurra tímidamente la muchacha – he venido a que me hagas justicia – mientras sus torcacinos ojos parecen rebuscar en el tupido henequenal una invisible huella de serpiente. 

- ¿Qué ocurre, Tina? Dime sin temor… ¿Quejas de Juan? Tu choza fue siempre apacible; él y tú os quisisteis como dos tórtolas. 

- Señor – yo crecí como tú sabes, en casa de mi madrina, ella me inculcó voluntad de ser cuidadosa y trabajadora. Yo quiero tener algo de dinero para comprar ropitas a mis hijos, y leche y medicinas cuando se me enfermen. 

¡Sólo para eso! Aquí pagan todas las noches a la tía Pab, que viene de Maní a rezar novenas a los santos, 50 centavos, que yo podría ganar fácilmente aprendiendo a leer… Por eso después de cumplir mis obligaciones, con mi Tomasito en brazos comencé a estudiar un rato en la escuela que nos dio el gobierno. Señor, ya casi puedo leer y sumar; conozco todas las letras… Pero Juan no quiere que yo aprenda más. 

- ¿Por qué Tina? 

Crujió el suelo de rojiza tierra bajo las alpargatas del buen Juan, mi vaquero. 

- Señor, yo tengo razón. No quiero que sepa leer ni escribir, porque yo no sé absolutamente, y si ella se empeña en aprender, señor, la quiero mucho, pero… voy a devolvérsela a su “tata” – exclama sombrero en mano y palabra enérgica el mocetón. 

- ¡Señor – gimió la joven – si el dinero será para los dos! Además, podría yo luego apuntar lo que gastamos, y la edad de mis chiquitos… Yo no sé ni cuántos años tengo; recuerdo que vi cosechar la milpa de mi padre diez y seis veces, ¿pero antes? ¡Quiero saber, señor, quiero ganar dinero! 

- Pues ya lo oístes, Tina – respondió el marido con actitud colérica de que no le hubiese creído capaz –; si tú insistes te arrojaré de mi lado. 

- Tina, tiene razón Juan: él es tu marido, él te mantiene; debes obedecer. Confórmate con lo que él gana; Dios lo quiere así… La ley lo dispone. 

- ¿Y voy a perder mi trabajo, señor? Ya casi leo – interrumpe la joven plegando sus abultados labios mientras dos lágrimas le despuntaban entre sus pestañas. ¡Era tan lindo, me divertía tanto! Estudiando olvidaba yo el trabajo y hasta el hambre… Otras mujeres beben aguardiente; yo, no. 

- Tina, te prohíbo tocar un libro; esa es mi justicia, por lo que tu obligación es obedecer a tu marido. 

El indio me enseñó dos hileras de apretados dientes iguales al macizo grano de elote, y tomando a su entristecida consorte por los flecos del rebocillo de algodón añil, se la llevó paso a paso hasta la vieja noria. Allí la jarra fresca se llenó de líquidas perlas, y de nuevo sobre la cadera robusta fue mecida por los brazos de bronce fuerte, satinado. 

El paso de la pareja desgarrando las hojas secas, cruje como el cauteloso deslizarse de una serpiente. Las sombras han envuelto el campo, y en cada copa obscura hay un sordo rumor de quejas. 

Suspiro, sintiendo en mi pecho como la fría presión de una laja yucateca, una de esas lajas que convierten mis llanuras en desiertos. 

¡Qué triste me ha dejado el alma la Justicia! 

 

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