En un recodo de la vereda, donde el aire se hace remolino, Juá Shotá, el otomí, echó raíces. Entre el peñascal, donde el sol se astilla, el vagabundo hizo alto. Una roca le brindó sombra a su cuerpo, como el valle le ofreció reposo y deleite a su vista. En torno de él, las cañas de maíz crecían si acaso dos cuartas y se mustiaban enfermas de endebleces. El indio fue testigo impávido de las lágrimas y del sudor vertidos sobre la sementera para apagar la sed de los sembradíos y el hambre de los sembradores. Pegado a la roca, aclimatado como los árboles peruleros, viviendo como el maguey, sobre la epidermis de un manto calcáreo, Juá Shotá hacía su vida a un ritmo vegetal. Ofrecía al peregrino una jícara de pulque, en los precisos instantes en que las piernas flaqueaban y la lengua se pegaba al paladar. La gratificación por el servicio era modesta, aunque constante, tanto, que un día del peñasco brotó un techado que era flor del temple, nata del clima. Un techado que ...
Como mujer que, a pesar suyo, rinde los párpados al pesado soplo del sueño, la tarde campesina ensombrecía sus pupilas de esmeralda, y lentamente se adormecía. Por la vereda serpenteadora henchida de rumores desde el remoto caserío, asomaba la erguida figura de una joven indígena cuyo suave ropaje al modo primitivo, vése ondular mecido por la brisa. Sus brazos broncíneos estrechan rojo cántaro de barro que balancéase sobre robusta cadera al compás rítmico de los pies desnudos. - Señor – susurra tímidamente la muchacha – he venido a que me hagas justicia – mientras sus torcacinos ojos parecen rebuscar en el tupido henequenal una invisible huella de serpiente. - ¿Qué ocurre, Tina? Dime sin temor… ¿Quejas de Juan? Tu choza fue siempre apacible; él y tú os quisisteis como dos tórtolas. - Señor – yo crecí como tú sabes, en casa de mi madrina, ella me inculcó voluntad de ser cuidadosa y trabajadora. Yo quiero tener algo de dinero para comprar rop...
El Infierno de Dante es un anchuroso valle de figura cónica, con la punta al centro de la tierra, cuya superficie le cubre. Está dividido en nueve grandes círculos, muy distantes uno de otro, pero que sucesivamente van estrechando, de modo que le dan la apariencia de un anfiteatro. Sobre las mesetas de aquellas plataformas, que entre sus dos lados comprenden un grandísimo espacio, están las almas de los condenados. Caminando siempre los dos Poetas a la izquierda, recorren una parte de cada círculo, de suerte que ven qué clase de pecadores hay allí, y cuáles son sus penas, y aún reconocen a algunos. Después se inclinan hacia el centro, y buscando la entrada, bajan por ella al siguiente círculo. Así van continuando su viaje hasta el fondo, salvo algún que otro incidente, que se advertirá en su lugar. o-o-o-o-o-o-o-o-o-o-o El infierno. Canto tercero [fragmento]. Por mí se llega a la ciudad del llanto; por mí a los reinos de la eterna pena, y a los que sufren inmort...
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