“El extranjero” [Fragmento], Albert Camus
Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer.
No lo sé. Recibí un telegrama del asilo: «Falleció su madre. Entierro mañana.
Sentidas condolencias.» Pero no quiere decir nada. Quizá haya sido ayer.
El asilo de ancianos está en Marengo,
a ochenta kilómetros de Argel. Tomaré el autobús a las dos y llegaré por la
tarde. De esa manera podré velarla, y regresaré mañana por la noche. Pedí dos
días de licencia a mi patrón y no pudo negármelos ante una excusa semejante.
Pero no parecía satisfecho. Llegué a decirle: «No es culpa mía.» No me
respondió. Pensé entonces que no debía haberle dicho esto. Al fin y al cabo, no
tenía por qué excusarme. Más bien le correspondía a él presentarme las
condolencias. Pero lo hará sin duda pasado mañana, cuando me vea de luto. Por
ahora, es un poco como si mamá no estuviera muerta. Después del entierro, por
el contrario, será un asunto archivado y todo habrá adquirido aspecto más
oficial.
Tomé el autobús a las dos. Hacía
mucho calor. Comí en el restaurante de Celeste como de costumbre. Todos se
condolieron mucho de mí, y Celeste me dijo: «Madre hay una sola.» Cuando partí,
me acompañaron hasta la puerta. Me sentía un poco aturdido pues fue necesario
que subiera hasta la habitación de Manuel para pedirle prestados una corbata
negra y un brazal. El perdió a su tío hace unos meses.
Corrí para alcanzar el autobús. Me
sentí adormecido sin duda por la prisa y la carrera, añadidas a los
barquinazos, al olor a gasolina y a la reverberación del camino y del cielo.
Dormí casi todo el trayecto. Y cuando desperté, estaba apoyado contra un
militar que me sonrió y me preguntó si venía de lejos. Dije «sí» para no tener
que hablar más.
El asilo está a dos kilómetros del
pueblo. Hice el camino a pie. Quise ver a mamá en seguida. Pero el portero me
dijo que era necesario ver antes al director. Como estaba ocupado, esperé un
poco. Mientras tanto, el portero me estuvo hablando, y en seguida vi al
director. Me recibió en su despacho. Era un viejecito condecorado con la Legión
de Honor. Me miró con sus ojos claros. Después me estrechó la mano y la retuvo
tanto tiempo que yo no sabía cómo retirarla. Consultó un legajo y me dijo: «La
señora de Meursault entró aquí hace tres años. Usted era su único sostén.» Creí
que me reprochaba alguna cosa y empecé a darle explicaciones. Pero me
interrumpió: «No tiene usted por qué justificarse, hijo mío. He leído el legajo
de su madre. Usted no podía subvenir a sus necesidades. Ella necesitaba una
enfermera. Su salario es modesto. Y, al fin de cuentas, era más feliz aquí.»
Dije: «Sí, señor director.» El agregó: «Sabe usted, aquí tenía amigos, personas
de su edad. Podía compartir recuerdos de otros tiempos. Usted es joven y ella
debía de aburrirse con usted.»
Era verdad. Cuando mamá estaba en
casa pasaba el tiempo en silencio, siguiéndome con la mirada. Durante los
primeros días que estuvo en el asilo lloraba a menudo. Pero era por la fuerza
de la costumbre. Al cabo de unos meses habría llorado si se la hubiera retirado
del asilo. Siempre por la fuerza de la costumbre. Un poco por eso en el último
año casi no fui a verla. Y también porque me quitaba el domingo, sin contar el
esfuerzo de ir hasta el autobús, tomar los billetes y hacer dos horas de
camino.
El director me habló aún. Pero casi
no le escuchaba. Luego me dijo: «Supongo que usted quiere ver a su madre.» Me
levanté sin decir nada, y salió delante de mí. En la escalera me explicó: «La
hemos llevado a nuestro pequeño depósito. Para no impresionar a los otros. Cada
vez que un pensionista muere, los otros se sienten nerviosos durante dos o tres
días. Y dificulta el servicio.» Atravesamos un patio en donde había muchos
ancianos, charlando en pequeños grupos. Callaban cuando pasábamos. Y reanudaban
las conversaciones detrás de nosotros. Hubiérase dicho un sordo parloteo de
cotorras. En la puerta de un pequeño edificio el director me abandonó: «Le dejo
a usted, señor Meursault. Estoy a su disposición en mi despacho. En principio,
el entierro está fijado para las diez de la mañana. Hemos pensado que así podría
usted velar a la difunta. Una última palabra: según parece, su madre expresó a
menudo a sus compañeros el deseo de ser enterrada religiosamente. He tomado a
mi cargo hacer lo necesario. Pero quería informar a usted.» Le di las gracias.
Mamá, sin ser atea, jamás había pensado en la religión mientras vivió.
Entré. Era una sala muy clara,
blanqueada a la cal, con techo de vidrio. Estaba amueblada con sillas y
caballetes en forma de X. En el centro de la sala, dos caballetes sostenían un
féretro cerrado con la tapa. Sólo se veían los tornillos relucientes, hundidos
apenas, destacándose sobre las tapas pintadas de nogalina. Junto al féretro
estaba una enfermera árabe, con blusa blanca y un pañuelo de color vivo en la
cabeza.
En ese momento el portero entró por
detrás de mí. Debió de haber corrido. Tartamudeó un poco: «La hemos tapado,
pero voy a destornillar el cajón para que usted pueda verla.» Se aproximaba al
féretro cuando lo paré. Me dijo: «¿No quiere usted?» Respondí: «No.» Se detuvo,
y yo estaba molesto porque sentía que no debí haber dicho esto. Al cabo de un
instante me miró y me preguntó: «¿Por qué?», pero sin reproche, como si
estuviera informándose. Dije: «No sé.» Entonces, retorciendo el bigote blanco,
declaró, sin mirarme: «Comprendo.» Tenía ojos hermosos, azul claro, y la tez un
poco roja. Me dio una silla y se sentó también, un poco a mis espaldas. La
enfermera se levantó y se dirigió hacia la salida. El portero me dijo: «Tiene
un chancro.» Como no comprendía, miré a la enfermera y vi que llevaba, por
debajo de los ojos, una venda que le rodeaba la cabeza. A la altura de la nariz
la venda estaba chata. En su rostro sólo se veía la blancura del vendaje.
Cuando hubo salido, el portero
habló: «Lo voy a dejar solo.» No sé qué ademán hice, pero se quedó, de pie
detrás de mí. Su presencia a mis espaldas me molestaba. Llenaba la habitación
una hermosa luz de media tarde. Dos abejorros zumbaban contra el techo de
vidrio. Y sentía que el sueño se apoderaba de mí. Sin volverme hacia él, dije
al portero: «¿Hace mucho tiempo que está usted aquí?» Inmediatamente respondió:
«Cinco años», como si hubiese estado esperando mi pregunta.
Charló mucho en seguida. Se habría
que dado muy asombrado si alguien le hubiera dicho que acabaría de portero en
el asilo de Marengo. Tenía sesenta y cuatro años y era parisiense. Le
interrumpí en ese momento: «¡Ah! ¿Usted no es de aquí?» Luego recordé que antes
de llevarme a ver al director me había hablado de mamá. Me había dicho que era
necesario enterrarla cuanto antes porque en la llanura hacía calor, sobre todo
en esta región. Entonces me había informado que había vivido en París y que le
costaba mucho olvidarlo. En París se retiene al muerto tres, a veces cuatro
días. Aquí no hay tiempo; todavía no se ha hecho uno a la idea cuando hay que
salir corriendo detrás del coche fúnebre. Su mujer le había dicho: «Cállate, no
son cosas para contarle al señor.» El viejo había enrojecido y había pedido
disculpas. Yo intervine para decir: «Pero no, pero no...» Me pareció que lo que
contaba era apropiado e interesante.
En el pequeño depósito me informó
que había ingresado en el asilo como indigente. Como se sentía válido, se había
ofrecido para el puesto de portero. Le hice notar que en resumidas cuentas era
pensionista. Me dijo que no. Ya me había llamado la atención la manera que
tenía de decir: «ellos», «los otros» y, más raramente, «los viejos», al hablar
de los pensionistas, algunos de los cuales no tenían más edad que él. Pero,
naturalmente, no era la misma cosa. Él era portero y, en cierta medida, tenía
derechos sobre ellos.
La enfermera entró en ese momento.
La tarde había caído bruscamente. La noche habíase espesado muy rápidamente
sobre el vidrio del techo. El portero oprimió el conmutador y quedé cegado por
el repentino resplandor de la luz. Me invitó a dirigirme al refectorio para
cenar. Pero no tenía hambre. Me ofreció entonces traerme una taza de café con
leche. Como me gusta mucho el café con leche, acepté, y un momento después
regresó con una bandeja. Bebí. Tuve deseos de fumar. Pero dudé, porque no sabía
si podía hacerlo delante de mamá. Reflexioné. No tenía importancia alguna.
Ofrecí un cigarrillo al portero y fumamos.
En un momento dado, me dijo: «Sabe
usted, los amigos de su señora madre van a venir a velarla también. Es la costumbre.
Tengo que ir a buscar sillas y café negro.» Le pregunté si se podía apagar una
de las lámparas. El resplandor de la luz contra las paredes blancas me
fatigaba. Me dijo que no era posible. La instalación estaba hecha así: o todo o
nada. Después no le presté mucha atención. Salió, volvió, dispuso las sillas.
Sobre una de ellas apiló tazas en torno de una cafetera. Luego se sentó
enfrente de mí, del otro lado de mamá. También estaba la enfermera, en el
fondo, vuelta de espaldas. Yo no veía lo que hacía. Pero por el movimiento de
los brazos me pareció que tejía. La temperatura era agradable, el café me había
recalentado y por la puerta abierta entraba el aroma de la noche y de las
flores. Creo que dormité un poco.
Me despertó un roce. Como había
tenido los ojos cerrados, la habitación me pareció aún más deslumbrante de
blancura. Delante de mí no había ni la más mínima sombra, y cada objeto, cada
ángulo, todas las curvas, se dibujaban con una pureza que hería los ojos. En
ese momento entraron los amigos de mamá. Eran una decena en total, y se
deslizaban en silencio en medio de aquella luz enceguecedora. Se sentaron sin
que crujiera una silla. Los veía como no he visto a nadie jamás, y ni un
detalle de los rostros o de los trajes se me escapaba. Sin embargo, no los oía
y me costaba creer en su realidad. Casi todas las mujeres llevaban delantal, y
el cordón que les ceñía la cintura hacía resaltar aún más sus abultados
vientres. Nunca había notado hasta qué punto podían tener vientre las mujeres
ancianas. Casi todos los hombres eran flaquísimos y llevaban bastón. Me llamaba
la atención no ver los ojos en los rostros, sino solamente un resplandor sin
brillo en medio de un nido de arrugas. Cuando se hubieron sentado, casi todos
me miraron e inclinaron la cabeza con modestia, los labios sumidos en la boca
desdentada, sin que pudiera saber si me saludaban o si se trataba de un tic.
Creo más bien que me saludaban. Advertí en ese momento que estaban todos
cabeceando, sentados enfrente de mí, en torno del portero. Por un momento tuve
la ridícula impresión de que estaban allí para juzgarme.
Poco después una de las mujeres se
echó a llorar. Estaba en segunda fila, oculta por una de sus compañeras, y no
la veía bien. Lloraba con pequeños gritos, regularmente; me parecía que no se
detendría jamás. Los demás parecían no oírla. Se mostraban abatidos, tristes y
silenciosos. Miraban el féretro o a sus bastones, o a cualquier cosa, pero no
miraban a nada más. La mujer seguía llorando. Yo estaba muy asombrado porque no
la conocía. Hubiera querido no oírla más. Sin embargo, no me atrevía a
decírselo. El portero se inclinó hacia ella y le habló, pero sacudió la cabeza,
murmuró algo, y continuó llorando con la misma regularidad. El portero vino
entonces hacia mi lado. Se sentó cerca de mí. Después de un rato bastante largo
me informó sin mirarme: «Estaba muy unida con su señora madre. Dice que era su
única amiga aquí y que ahora ya no le queda nadie.»
Quedamos un largo rato así. Los
suspiros y los sollozos de la mujer se hicieron más raros. Sorbía mucho, luego
calló por fin. Yo no tenía más sueño, pero me sentía fatigado y me dolía la
cintura. Ahora me resultaba penoso el silencio de todas esas gentes. Sólo de
vez en cuando oía un ruido singular y no podía comprender qué era. A la larga acabé
por adivinar que algunos de los ancianos chupaban el interior de las mejillas y
dejaban escapar unos raros chasquidos. Tan absortos estaban en sus pensamientos
que ni se daban cuenta. Tenía la impresión de que aquella muerta, acostada en
medio de ellos, no significaba nada ante sus ojos Pero creo ahora que era una
impresión falsa.
Todos tomamos café, servido por el
portero. Después, no sé más. La noche pasó. Recuerdo que en cierto momento abrí
los ojos y vi que los ancianos dormían amontonados, excepto uno que me miraba
fijamente, con la barbilla apoyada en el dorso de las manos aferradas al
bastón, como si no esperase sino mi despertar. Luego volví a dormirme. Me
desperté porque cada vez me dolía más la cintura. El día resbalaba sobre el
techo de vidrio. Poco después uno de los ancianos se despertó, y tosió mucho.
Escupía en un gran pañuelo a cuadros y cada una de las escupidas era como un
desgarramiento. Despertó a los demás, y el portero dijo que debían marcharse.
Se levantaron. La incómoda velada les había dejado los rostros de color ceniza.
Al salir, con gran asombro mío, todos me estrecharon la mano, como si esa noche
durante la cual no cambiamos una palabra hubiese acrecentado nuestra intimidad.
Estaba fatigado. El portero me
condujo a su habitación y pude arreglarme un poco. Tomé café con leche, que
estaba muy bueno. Cuando salí era completamente de día. Sobre las colinas que
separan a Marengo del mar, el cielo estaba arrebolado. Y el viento traía olor a
sal. Se preparaba un hermoso día. Hacía mucho que no iba al campo y sentía el placer
que habría tenido en pasearme de no haber sido por mamá.
Pero esperé en el patio, debajo de
un plátano. Aspiraba el olor de la tierra fresca y no tenía más sueño. Pensé en
los compañeros de oficina. A esta hora se levantaban para ir al trabajo; para
mí era siempre la hora más difícil. Reflexioné un momento sobre esas cosas,
pero me distrajo una campana que sonaba en el interior de los edificios. Hubo
movimientos detrás de las ventanas: luego, todo quedó en calma. El sol estaba
algo más alto en el cielo; comenzaba a calentarme los pies. El portero cruzó el
patio y me dijo que el director me llamaba. Fui a su despacho. Me hizo firmar
cierta cantidad de documentos. Vi que estaba vestido de negro con pantalón a
rayas. Tomó el teléfono y me interpeló: «Los empleados de pompas fúnebres han
llegado hace un momento. Voy a pedirles que vengan a cerrar el féretro. ¿Quiere
usted ver antes a su madre por última vez?» Dije que no. Ordenó por teléfono,
bajando la voz: «Figeac, diga usted a los hombres que pueden ir.»
En seguida me dijo que asistiría al
entierro y le di las gracias. Se sentó ante el escritorio y cruzó las pequeñas
piernas. Me advirtió que yo y él estaríamos solos, con la enfermera de servicio.
En principio los pensionistas no debían de asistir a los entierros.
Él sólo les permitía velar. «Es
cuestión de humanidad», señaló. Pero en este caso había autorizado a seguir el
cortejo a un viejo amigo de mamá: «Tomás Pérez». Aquí e director sonrió. Me dijo:
«Comprende usted, es un sentimiento un poco pueril. Pero él y su madre casi no
se separaban. En el asilo les hacían bromas; le decían a Pérez: 'Es su novia.'
Pérez reía. Aquello les complacía. La muerte de la señora de Meursault le ha
afectado mucho. Creí que no debía de negarle la autorización. Pero le prohibí
velarla ayer, por consejo del médico visitador.»
Quedamos silenciosos bastante
tiempo. El director se levantó y miró por la ventana del despacho. Después de
un momento observó:
«Ahí está el cura de Marengo. Viene antes de
la hora.» Me advirtió que llevaría tres cuartos de hora de marcha, por lo
menos, llegar a la iglesia, que se halla en el pueblo mismo. Bajamos, Delante
del edificio estaban el cura y dos monaguillos. Uno de éstos tenía el incensario,
y el sacerdote se inclinaba hacia él para regular el largo de la cadena de plata.
Cuando llegamos, el sacerdote se incorporó. Me llamó "hijo mío" y me
dijo algunas palabras. Entró; yo le seguí.
Vi de una ojeada que los tornillos
del féretro estaban hundidos y que había cuatro hombres negros en la habitación.
Oí al mismo tiempo al director decirme que el coche esperaba en la calle y al
sacerdote comenzar las oraciones. A partir de ese momento todo se desarrolló
muy rápidamente. Los hombres avanzaron hacia el féretro con un lienzo. El sacerdote,
sus acompañantes, el director y yo salimos. Delante de la puerta estaba una señora
que no conocía. «El señor Meursault», dijo el director. No oí el nombre de la
señora y comprendí solamente que era la enfermera delegada. Inclinó sin una
sonrisa el rostro huesudo y largo. Luego nos apartamos para dejar pasar el
cuerpo. Seguimos a los hombres que lo llevaban y salimos del asilo. Delante de
la puerta estaba el coche. Lustroso, oblongo y brillante, hacía pensar en una
caja de lápices. A su lado estaban el empleado de la funeraria, hombrecillo de
traje ridículo y un anciano de aspecto tímido. Comprendí que era Pérez. Llevaba
un fieltro blando de copa redonda y alas anchas (se lo quitó cuando el féretro
pasó por la puerta) un traje cuyo pantalón se arrollaba sobre los zapatos, y un
lazo de género negro demasiado pequeño para la camisa de cuello blanco grande.
Los labios le temblaban bajo la nariz mechada de puntos negros. Los cabellos
blancos, bastante finos, dejaban pasar unas curiosas orejas, colgantes y mal
orladas, cuyo color rojo sangre me sorprendió en aquella pálida fisonomía. El
hombre de la funeraria nos indicó nuestros lugares. El sacerdote caminaba
delante; luego el coche; en torno de él, los cuatro hombres. Detrás, el
director, yo y, cerrando la marcha, la enfermera delegada y Pérez.
El cielo estaba lleno de sol.
Comenzaba a pesar sobre la tierra y el calor aumentaba rápidamente. No sé por
qué habíamos esperado tanto tiempo antes de ponernos en marcha. Tenía calor con
mi traje oscuro El viejecito, que se había cubierto, se quitó nuevamente el sombrero.
Me había vuelto un poco hacia su lado y le miraba cuando el director me habló de
él. Me dijo que a menudo mi madre y Pérez iban a pasear por la tarde hasta el pueblo,
acompañados por una enfermera. Miré el campo a mi alrededor. A través de las
líneas de cipreses que aproximaban las colinas al cielo, de aquella tierra
rojiza y verde, de aquellas casas, pocas y bien dibujadas, comprendía a mi
madre. La tarde, en esta región, debía de ser como una tregua melancólica. Hoy,
el sol desbordante que hacía estremecer el paisaje, lo tornaba inhumano y
deprimente.
Nos pusimos en marcha. En ese
momento noté que Pérez renqueaba ligeramente. Poco a poco el coche tomaba
velocidad y el anciano perdía terreno. Uno de los hombres que rodeaban el coche
también se había dejado pasar y caminaba ahora a mi altura. Me sorprendía la
rapidez con qué el sol se elevaba en el cielo. Advertí que hacía ya tiempo que el
campo resonaba con el canto de los insectos y el crujir de la hierba. El sudor
me corría por las mejillas. Como no tenía sombrero, me abanicaba con el
pañuelo. El empleado de pompas fúnebres me dijo entonces algo que no oí. Al
mismo tiempo se enjugaba el cráneo con un pañuelo que tenía en la mano
izquierda, mientras que con la derecha levantaba el borde de la gorra. Le dije:
«¿Cómo?» Repitió señalando al cielo: «Está sofocante.» Dije: «Sí.» Poco después
me preguntó: «¿Es su madre la que va ahí?» Otra vez dije: «Sí.» «¿Era vieja?» Respondí:
«Más o menos», pues no sabía la edad exacta. En seguida se calló. Me di vuelta
y vi al viejo Pérez a unos cincuenta metros detrás de nosotros. Se apresuraba columpiando
el sombrero al vaivén del brazo Mire también al director. Caminaba con mucha dignidad,
sin un gesto inútil. Algunas gotas de sudor le perlaban la frente pero no las
enjugaba.
Me pareció que el cortejo marchaba
un poco más de prisa. A mi alrededor continuaba siempre el mismo campo luminoso
colmado de sol. El resplandor del cielo era insostenible. En un momento dado
pasamos por una parte del camino que había sido arreglada recientemente: El sol
había hecho estallar el alquitrán. Los pies se hundían en el y dejaban abierta
su carne brillante. Por encima del coche, la galera luciente del cochero
parecía haber sido amasada con ese fango negro. Yo estaba un poco perdido entre
el cielo azul y blanco y la monotonía de aquellos colores, negro viscoso del
alquitrán abierto, negro opaco de las ropas, negro lustroso del coche. Todo
esto, el sol, el olor del cuero y del estiércol del coche, el del barniz y el
del incienso y la fatiga de una noche de insomnio, me turbaba la mirada y las
ideas. Me volví una vez más: Pérez me pareció muy lejos, perdido en una nube de
calor; luego, no lo divisé más. Lo busqué con la mirada y vi que había dejado
el camino y tomado a campo traviesa. Comprobé también que el camino doblaba
delante de mí. Comprendí que Pérez, que conocía la región, cortaba campo para
alcanzarnos. Al dar la vuelta se nos había reunido. Luego lo perdimos. Volvió a
tomar a campo traviesa, y así varias veces. Yo sentía la sangre que me golpeaba
en las sienes.
Todo ocurrió en seguida con tanta
precipitación, certidumbre y naturalidad, que no recuerdo nada más. Sólo una
cosa: a la entrada del pueblo la enfermera delegada me habló. Tenía una voz
singular, que no correspondía a su rostro; una voz melodiosa y trémula. Me dijo:
«Si uno anda despacio, corre el riesgo de una insolación. Pero si anda
demasiado aprisa, transpira y, en la iglesia, pesca un resfriado.» Tenía razón.
No había escapatoria. Todavía retengo algunas imágenes de aquel día: por
ejemplo, el rostro de Pérez cuando se nos reunió cerca del pueblo por última
vez. Gruesas lágrimas de nerviosidad y de pena le chorreaban por las mejillas.
Pero las arrugas no las dejaban caer. Se extendían, se juntaban y formaban un
barniz de agua sobre el rostro marchito. Hubo también la iglesia y los aldeanos
en las aceras, los geranios rojos en las tumbas del cementerio, el
desvanecimiento de Pérez (habríase dicho un títere dislocado), la tierra color
de sangre que rodaba sobre el féretro de mamá, la carne blanca de las raíces
que se mezclaban, gente aún, voces, el pueblo, la espera delante de un café el
incesante ronquido del motor, y mi alegría cuando el autobús entró en el nido
de luces de Argel y pensé que iba a acostarme y a dormir durante doce horas.
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