“El Holandés Errante”, Ward Moore
Mientras el minutero del reloj de
pared rebasaba suavemente la manecilla de las horas, todavía enhiesta, el
calendario automático, situado bajo la esfera, se estremeció bruscamente y al
número diez le sucedió el once.
Salvo aquel ligero espasmo, tal vez
atribuible a un imperfecto funcionamiento del mecanismo, las plaquitas en que estaban
inscritos los signos «noviembre» y «1998» permanecieron inmóviles. En la sala de control, dotada de aire acondicionado,
un termómetro situado junto a la puerta señalaba invariablemente una
temperatura de 68° Farenheit.
No había nadie en la sala de control
para observar el reloj, el calendario, el termómetro, la pantalla de radar o
cualquiera de los diversos indicadores instalados en las paredes o en las
mesas. Aun suponiendo la presencia de empleados o intrusos, no les hubiera sido
posible leer señal alguna ya que la oscuridad era completa. No sólo estaban apagadas
las luces de la sala; tupidos cortinajes las protegían contra los traicioneros
rayos de la luna que eventualmente pudieran reflejarse en las superficies
pulimentadas.
La ausencia de luz y de personal
técnico no alteraba el trabajo de los prodigiosos aparatos del aeropuerto, pues
habían sido diseñados para funcionar automáticamente con una inteligencia casi
humana y con una precisión que sobrepasaba a la del hombre en cualquier
emergencia, excepto en los casos de un ataque directo del enemigo o de un tiro
cercano que averiara no sólo los instrumentos sino también los aparatos de
reparación y ajuste.
Cuando el sonar y el radar captaron
el sonido y la imagen de una aeronave que se aproximaba por el norte,
instantánea y correctamente fue identificada como amiga; en efecto, era un
RB-87 que regresaba a su base. La
información fue transferida a las baterías antiaéreas, a la oficina de
información, situada a treinta millas de distancia; a los tabuladores que
registraban el curso de los bombarderos, al control de combustible oculto a
gran profundidad y al depósito de municiones, protegido por capas y más capas
de cemento y plomo.
No existía balizaje automático en
el aeropuerto, por supuesto, pero esto no significaba inconveniente alguno para
el poderoso bombardero de ocho motores, ya que no dependía de percepciones y
reacciones humanas sino de un cálculo matemático totalmente ajustado a su plan
de vuelo, sensible a la más sutil variación atmosférica, a la configuración del
terreno, e incluso a una repentina imperfección de su propio mecanismo. Durante
el vuelo, segundo tras segundo, estos instrumentos calculaban, compensaban y
mantenían a la aeronave en la ruta prevista.
El RB-87, ajustado a la velocidad y
dirección del viento, así como a cierto número de factores, apuntó la proa
hacia la pista de cemento de dos millas de longitud y se deslizó suavemente
sobre ella, hasta el final, para detenerse finalmente con las hélices girando
en punto muerto entre dos trazos de pintura: el lugar exacto que indicaban los
cálculos que regían su navegación.
Mientras se detenían los motores y
las hélices giraban cada vez con mayor lentitud, los complejos servicios de la
base aérea comenzaron a funcionar, al detectar los instrumentos de la oscura
sala de control la invisible imagen del bombardero que regresaba. Del depósito
de combustible serpenteó una manguera aparentemente interminable, atravesando
el campo; al acercarse al bombardero, sus movimientos reptantes se hicieron más
pronunciados cuando, guiada por impulsos electrónicos alzó la cabeza y trepó
por un costado del aparato, buscando a ciegas los vacíos tanques de gasolina.
Un diminuto receptor le respondió al mensaje de un transmisor también
minúsculo; saltó el tapón y el cuello de la manga se introdujo en la abertura. Este
contacto actuó en las profundidades del depósito de combustible; comenzaron a
funcionar las bombas y la larga manguera se puso rígida al pasar la gasolina
por su interior. A muchos kilómetros de distancia comenzaron a trabajar las
bombas, impulsando su carga a través de los oleoductos. Toda la maquinaria de
una refinería se puso en movimiento para elaborar petróleo en crudo y enviarlo
transformado en gasolina de alto octanaje. A medio continente de distancia, se
elevaba desde las profundidades de un pozo de materia prima que iría a parar al
interior de un depósito vacío.
La manguera de gasolina, pieza
fundamental, era el aparato más simple de la sala de control. Llenos ya los
tanques, el tapón del depósito en su sitio y la manguera enrollada en su horquilla,
hicieron su aparición las maquinarias más complejas. La manguera de engrase se
desplazaba de un motor a otro, los cuales vomitaban finas capas de aceite negro
quemado, luego reemplazadas por lubricantes de un color verde- dorado, fresco y
viscoso. El dispositivo mecánico de engrase, un increíble pulpo sobre ruedas,
circulaba por el campo aplicando sus tentáculos a las innumerables junturas que
requerían sus servicios. Al otro lado del campo, los dispositivos automáticos
de carga transportaban su precioso equipo
en lenta procesión. Iban al
encuentro del bombardero y constituían también mecanismos complejos y sutiles,
guiados por delicados artificios, que colocaban suave y cuidadosamente las valiosas
bombas en las cavidades de la nave. Aguardaban pacientemente su turno,
dispuestos y regulados contra toda posible colisión. Al igual que los aparatos
de control de combustible, también eran el resultado de la labor de muchos
servomecanismos; galerías subterráneas despachaban a gran profundidad el
material de repuesto por medio de tubos neumáticos, que se introducían bajo la
superficie de la tierra a varios kilómetros de profundidad.
Los poderosos motores se enfriaron.
La veleta —una especie de cono de lona—, en lo alto de la torre del aeropuerto,
se movió ligeramente. En la oscura sala de control, el reloj marcaba las 3:58.
Débiles partículas de polvo se filtraron subrepticiamente a través de las
rendijas de las ventanas y un pequeño trozo de cemento, desprendido por el
viento, cayó al suelo. A unos cuantos kilómetros de distancia, una hilera de
árboles secos y resquebrajados rehusaban ásperamente, con fúnebre tozudez, a
doblegarse lo más mínimo ante las duras acometidas del viento.
Exactamente a las 4:50, un impulso
eléctrico procedente de la sala de control, según normas predeterminadas, puso
en marcha los motores del avión. Hubo un momento en el que falló el motor
número siete, pero pronto recuperó el ritmo habitual. Durante un largo
intervalo, los motores se calentaron. La aeronave emprendió la marcha aparentemente
no premeditada, pero en el exacto instante previsto.
La pista se extendía a gran
distancia. Pese a ganar velocidad, parecía como si el avión se mantuviera
pegado a ella, reacio a dejar tierra. Después de un ligero balanceo, se abrió
al fin un espacio entre las ruedas y el cemento, que se agrandó con rapidez. El
aparato se elevó a gran altura, sobrepasando por un amplio margen la red de
cables de alta tensión que se extendía más allá del aeropuerto. Ya en el aire pareció vacilar un momento,
mientras los instrumentos medían y calibraban, pero no tardó en enfilar la proa
hacia el norte, surcando con decisión el firmamento.
Volaba a enorme altura, por encima
de las nubes, por encima de la sutil capa de aire oxigenado. Los motores
palpitaban uniformemente, excepto el número siete, en el que de vez en cuando
se percibían desfallecimientos y vacilaciones. Los expertos instrumentos del
bombardero guiaban y comprobaban constantemente su vuelo, manteniéndolo en ruta
hacia el objetivo a una altura fuera de posibles interferencias.
La pálida luz del amanecer hirió
los contornos del avión sin resultado. La pintura pardusca del camuflaje no
producía reflejos, pero aquí y allá aparecían ligeros rasguños, dejando al
descubierto el brillante y traicionero aluminio. A medida que la luz se
intensificaba, se hizo patente que tales desperfectos no eran sino pequeños signos de la debilidad del gran
bombardero. Un golpe aquí, una abolladura allá, un cable deshilachado, una
ligera erosión, señales que evidenciaban malos tratos, ominosas limitaciones.
Sólo los instrumentos y los motores eran perfectos, aunque incluso estos,
considerando las alteraciones del número siete, no parecían destinados a durar
indefinidamente.
Rumbo norte, rumbo norte, rumbo
norte. El blanco había sido fijado, años atrás, por hombres maduros de rostro
inexpresivo. La ruta fue establecida por hombres más jóvenes, con cigarrillos
entre los labios, y los instrumentos esenciales fueron instalados por otros
hombres todavía más jóvenes, envueltos en guardapolvos y mascando chicle. El
blanco no era originalmente objetivo exclusivo del «Holandés Errante» —nombre que un mecánico jovial pintó
años atrás en el fuselaje de la aeronave—, sino que estaba a cargo de un
escuadrón completo de aviones del modelo RB-87, pues constituía un importante
centro industrial, una parte esencial para el poder militar del enemigo cuya
destrucción era necesaria.
Los hombres maduros que habían
decidido el plan estratégico conocían muy bien la naturaleza de la guerra que
estaban afrontando. Todo se había preparado cuidadosamente, teniendo en cuenta
las posibles eventualidades. Planes de todas clases, cuantas alternativas eran
posibles, se habían planificado con el mayor celo. Se daba por descontado que
aquella capital y las ciudades más importantes serían destruidas casi de
inmediato, pero los autores del plan habían ido mucho más allá de la simple
descentralización. En las guerras precedentes, las operaciones
finales dependían de los humanos, cuyo carácter frágil y falible conocían muy bien
los estrategas. Pensaban con disgusto en la inutilidad de los soldados y
mecánicos cuando se les somete a bombardeos ininterrumpidos o sufren los
efectos de las armas químicas o biológicas, en los civiles refugiados en los
más profundos rincones de las cavernas y minas subterráneas, con la voluntad anulada
para la lucha e implorando servilmente el retorno de la paz. Los estrategas
habían luchado ardorosamente contra este factor de incertidumbre. Organizaron
una guerra no sólo completamente automatizada, sino además en la que botones y
más botones actuasen en una cadena sin fin. La población civil podría
encorvarse y temblar, pero la guerra no se detendría hasta alcanzar la
victoria.
El «Holandés Errante» avanzaba
velozmente hacia un blanco familiar servido y reforzado por una intrincada red
de instrumentos, dispositivos, factorías, generadores, cables subterráneos y
recursos básicos, todos ellos casi envidiables e inexpugnables, capaces de
funcionar hasta el agotamiento, que no llegaría — gracias a su perfección—
hasta dentro de cien años. El «Holandés Errante» volaba hacia el norte, una
creación del hombre que ya no dependía de su autor.
Volaba hacia la ciudad que, largo tiempo atrás, había quedado convertida en pequeños cascos pulverizados. Volaba hacia las distantes pilas de baterías antiaéreas, donde los pocos cañones que todavía quedaban indemnes lo localizarían con sus pantallas de radar, apuntando y disparando automáticamente, para atraerlo al destino que sufrieron otros aviones a su imagen y semejanza. El «Holandés Errante» volaba hacia el país del enemigo, un país cuyos ejércitos habían sido aniquilados y cuyo pueblo había perecido. Volaba a tal altura que, desde un punto muy inferior al de sus extendidas alas y potentes motores, la superficie de la Tierra quedaba limitada por una gran línea curva. La Tierra, un planeta muerto en el cual hacía ya tiempo, mucho tiempo, que no alentaba ningún ser viviente.
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