“El padre”, Salvador Salazar Arrué (Salarrué)
La iglesia del pueblo era pesada,
musgosa y muda como una tumba. Detrás estaba el convento, encerrado entre
tapiales, con su gran arboleda sombría; con su corredor de ladrillo colorado;
de tejado bajero, sostenido por un pilar, otro pilar, otro pilar...; pilares
sin esquinas, embasados en piedra tallada y pintados de un antiguo color.
El patio era de un barro blanco y
barrido, propicio a las hojas secas. Las sombras y las luces de las hojas
ponían agüita en el suelo; en aquel suelo pelón lleno de paz, por el cual
pasaban, gritonas, las gallinas guineas.
Largo era el corredor: la mesa, el
kinké, una silla, un sofá, un barril, una destiladera, un viejo camarín, unos
postes durmiendo; otra silla, la hamaca, el cuadro bíblico; un cajón; un burro
con una montura; un freno colgado de un clavo y al final, ya para salir a las
gradas, unos manojos de pasto verde, el picadero y la cutacha. Después empezaba
la alfombra del sol hasta la cocina; y allá, contra la tapia, como una casita
de juguete, con su chimenea de lata azul, el excusado.
El padre se paseaba en la tarde.
Era la hora en que la paz le traía el cielo; el cielo de agradables matices,
que llegaba a sentarse en la montaña lejana, pensativo como un hombre;
pensativo hasta quedarse dormido, soñando en las estrellas, cada vez más
profundamente.
El sacristán tocaba el ángelus para
que todo se callara. Y todo se callaba.
La Coronada llegaba entonces
penosamente, con su riuma y sus platos, a ponerle la mesa. Se sentaba el padre,
siempre mirando el cielo, con su cara igual de triste. Con un pespuntar de
máquina de coser, sus labios hilvanaban una larga oración de gratitud.
Humillaba los párpados y se persignaba. Luego, cogía calmosamente la cuchara y
empezaba a probar la sopa. Estaba caliente. La Coro encendía el kinké. Las
gallinas empezaban a volar de rama en rama, con torpes aleteos. A lo lejos se
oía pasar el tren por el puente de hierro, como una amenaza de tormenta.
***
La Chana era una cipota chulísima.
Había crecido de diadentro, al servicio del cura. Hacía mandados, lavaba los
trastos, les daba de comer a las gallinas y se comía lazúcar. Cuando el padre estaba
bravo, como no tenía en quien descargar, regañaba a la Chana. La Chana no se
quedaba chiquita y le contestaba cuatro carambadas.
—¡Agüén, usté! ¡Asaber qué lián
confesado las biatas y descarga en yo!...
El padre, en vez de enojarse, la
estrechaba contra su pecho y le daba un beso en la frente. Se estaba viendo en
ella, como decía la Coro.
En un dos por tres se había hecho
mujer. De la mañana a la tarde echó rollo, se cantonió y le brillaron los ojos.
Ya se trababa una flor en el delantal, con un gancho, muy alto, muy alto, para
podérsela oler poniendo cara interesante. Seguido se cachaba logas; por el
tacón muy encumbrado, por unos papeles colorados para untarse los labios, por
andar suspirando muy duro. El cura la miraba de lejos. La miraba pasar, disimuladamente,
y alejarse. Se cogía el mentón azul y su cara de cuarentero se ponía grave.
Temblaba por ella. Hubiera querido podarla un poco. Se paseaba, se paseaba por
el largo corredor, campaneando la lustrosa sotana vieja, como si en ella se
hamaqueara su inquietud. Apretaba, sin querer, el crucifijo de plata que
llevaba siempre colgado del cuello. Si hubiera sido de cera, lo habría
convertido pronto en una hostia. Allá a lo lejos, la risa de la Chana sonaba como
una campanilla mundana. Cuando pasaba a su lado, apagaba los olores del
incienso con un fuerte aroma de jabón diolor. Por el corredor silencioso, sus
tacones pasaban, clavando la tranquilidad.
***
La niña Queta y la niña Menches, la
una fea de tan vieja, y la otra vieja de tan fea, entraron apuradas en busca
del padre para un asunto urgente. La puerta estaba entreabierta y empujaron. Y
fue como si hubieran empujado su alma en un abismo. El padre estaba todo él
sentado en un sillón y la Chana estaba toda ella sentada en el padre. Su
cachete rosado se posaba dulcemente en el cachete azul del cura, como una
madrugada sutil se posa sobre áspera montaña.
—¡Virgen pura!...
***
El obispo, de pie ante él, se
enjabonaba las manos en su duda y en su rango. Pujó.
Dos lágrimas corrían por las
mejillas marchitas del padre. Repitió su excusa:
—Un afán, un vago deseo de ser
padre. Es como mi hija.
Su voz era oscura.
—Los niños despertaron siempre en
mi alma una dulce inquietud...
—¡Hm!...
Apretó el obispo sus labios temibles
y lanzó al cura su más irónica mirada. Pero ante él se irguió austero,
nobilísimo y puro, el rostro del acusado, encendido en radiante sinceridad;
irresistible en su sencillez: tal si el mismo Dios mirara por sus ojos húmedos,
abatiendo al instante la austeridad, la insolencia y el rango.
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