“Ensayo sobre la ceguera” [Fragmento], José Saramago
Se iluminó
el disco amarillo. De los coches que se acercaban, dos aceleraron antes de que
se encendiera la señal roja. En el indicador del paso de peatones apareció la
silueta del hombre verde. La gente empezó a cruzar la calle pisando las franjas
blancas pintadas en la capa negra del asfalto, nada hay que se parezca menos a
la cebra, pero así llaman a este paso. Los conductores, impacientes, con el pie
en el pedal del embrague, mantenían los coches en tensión, avanzando, retrocediendo,
como caballos nerviosos que vieran la fusta alzada en el aire. Habían terminado
ya de pasar los peatones, pero la luz verde que daba paso libre a los
automóviles tardó aún unos segundos en alumbrarse. Hay quien sostiene que esta
tardanza, aparentemente insignificante, multiplicada por los miles de semáforos
existentes en la ciudad y por los cambios sucesivos de los tres colores de cada
uno, es una de las causas de los atascos de circulación, o embotellamientos, si
queremos utilizar la expresión común.
Al
fin se encendió la señal verde y los coches arrancaron bruscamente, pero
enseguida se advirtió que no todos habían arrancado. El primero de la fila de
en medio está parado, tendrá un problema mecánico, se le habrá soltado el cable
del acelerador, o se le agarrotó la palanca de la caja de velocidades, o una
avería en el sistema hidráulico, un bloqueo de frenos, un fallo en el circuito eléctrico,
a no ser que, simplemente, se haya quedado sin gasolina, no sería la primera
vez que esto ocurre. El nuevo grupo de peatones que se está formando en las
aceras ve al conductor inmovilizado braceando tras el parabrisas mientras los
de los coches de atrás tocan frenéticos el claxon. Algunos conductores han
saltado ya a la calzada, dispuestos a empujar al automóvil averiado hacia donde
no moleste. Golpean impacientemente los cristales cerrados. El hombre que está dentro
vuelve hacia ellos la cabeza, hacia un lado, hacia el otro, se ve que grita
algo, por los movimientos de la boca se nota que repite una palabra, una no,
dos, así es realmente, como sabremos cuando alguien, al fin, logre abrir una
puerta, Estoy ciego.
Nadie
lo diría. A primera vista, los ojos del hombre parecen sanos, el iris se
presenta nítido, luminoso, la esclerótica blanca, compacta como porcelana. Los
párpados muy abiertos, la piel de la cara crispada, las cejas, repentinamente
revueltas, todo eso que cualquiera puede comprobar, son trastornos de la
angustia. En un movimiento rápido, lo que estaba a la vista desapareció tras
los puños cerrados del hombre, como si aún quisiera retener en el interior del cerebro
la última imagen recogida, una luz roja, redonda, en un semáforo. Estoy ciego,
estoy ciego, repetía con desesperación mientras le ayudaban a salir del coche,
y las lágrimas, al brotar, tornaron más brillantes los ojos que él decía que
estaban muertos. Eso se pasa, ya verá, eso se pasa enseguida, a veces son
nervios, dijo una mujer. El semáforo había cambiado de color, algunos
transeúntes curiosos se acercaban al grupo, y los conductores, allá atrás, que
no sabían lo que estaba ocurriendo, protestaban contra lo que creían un accidente
de tráfico vulgar, un faro roto, un guardabarros abollado, nada que justificara
tanta confusión. Llamen a la policía, gritaban, saquen eso de ahí. El ciego imploraba,
Por favor, que alguien me lleve a casa. La mujer que había hablado de nervios
opinó que deberían llamar a una ambulancia, llevar a aquel pobre hombre al
hospital, pero el ciego dijo que no, que no quería tanto, sólo quería que lo acompañaran
hasta la puerta de la casa donde vivía, Está ahí al lado, me harían un gran
favor, Y el coche, preguntó una voz. Otra voz respondió, La llave está ahí, en
su sitio, podemos aparcarlo en la acera. No es necesario, intervino una tercera
voz, yo conduciré el coche y llevo a este señor a su casa. Se oyeron murmullos
de aprobación. El ciego notó que lo agarraban por el brazo, Venga, venga conmigo,
decía la misma voz. Lo ayudaron a sentarse en el asiento de al lado del
conductor, le abrocharon el cinturón de seguridad. No veo, no veo, murmuraba el
hombre llorando, Dígame dónde vive, pidió el otro. Por las ventanillas del
coche acechaban caras voraces, golosas de la novedad. El ciego alzó las manos
ante los ojos, las movió, Nada, es como si estuviera en medio de una niebla
espesa, es como si hubiera caído en un mar de leche, Pero la ceguera no es así,
dijo el otro, la ceguera dicen que es negra, Pues yo lo veo todo blanco, A lo mejor
tiene razón la mujer, será cosa de nervios, los nervios son el diablo, Yo sé
muy bien lo que es esto, una desgracia, sí, una desgracia, Dígame dónde vive,
por favor, al mismo tiempo se oyó que el motor se ponía en marcha. Balbuceando,
como si la falta de visión hubiera debilitado su memoria, el ciego dio una
dirección, luego dijo, No sé cómo voy a agradecérselo, y el otro respondió,
Nada, hombre, no tiene importancia, hoy por ti, mañana por mí, nadie sabe lo
que le espera, Tiene razón, quién me iba a decir a mí, cuando salí esta mañana
de casa, que iba a ocurrirme una desgracia como ésta. Le sorprendió que
continuaran parados, Por qué no avanzamos, preguntó, El semáforo está en rojo,
respondió el otro, Ah, dijo el ciego, y empezó de nuevo a llorar. A partir de
ahora no sabrá cuándo el semáforo se pone en rojo.
Tal
como había dicho el ciego, su casa estaba cerca. Pero las aceras estaban todas
ocupadas por coches aparcados, no encontraron sitio para estacionar el suyo, y
se vieron obligados a buscar un espacio en una de las calles transversales.
Allí, la acera era tan estrecha que la puerta del asiento del lado del
conductor quedaba a poco más de un palmo de la pared, y el ciego, para no pasar
por la angustia de arrastrarse de un asiento al otro, con la palanca del cambio
de velocidades y el volante dificultando sus movimientos, tuvo que salir
primero. Desamparado, en medio de la calle, sintiendo que se hundía el suelo
bajo sus pies, intentó contener la aflicción que le agarrotaba la garganta.
Agitaba las manos ante la cara, nervioso, como si estuviera nadando en aquello
que había llamado un mar de leche, pero cuando se le abría la boca a punto de
lanzar un grito de socorro, en el último momento la mano del otro le tocó
suavemente el brazo, Tranquilícese, yo lo llevaré. Fueron andando muy despacio,
el ciego, por miedo a caerse, arrastraba los pies, pero eso le hacía tropezar
en las irregularidades del piso, Paciencia, que estamos llegando ya, murmuraba
el otro, y, un poco más adelante, le preguntó, Hay alguien en su casa que pueda
encargarse de usted, y el ciego respondió, No sé, mi mujer no habrá llegado aún
del trabajo, es que yo hoy salí un poco antes, y ya ve, me pasa esto, Ya verá
cómo no es nada, nunca he oído hablar de alguien que se hubiera quedado ciego así
de repente, Yo, que me sentía tan satisfecho de no usar gafas, nunca las
necesité, Pues ya ve. Habían llegado al portal, dos vecinas miraron curiosas la
escena, ahí va el vecino, y lo llevan del brazo, pero a ninguna se le ocurrió
preguntar, Se le ha metido algo en los ojos, no se les ocurrió y tampoco él
podía responderles, Se me ha metido por los ojos adentro un mar de leche. Ya en
casa, el ciego dijo, Muchas gracias, perdone las molestias, ahora me puedo
arreglar yo, Qué va, no, hombre, no, subiré con usted, no me quedaría tranquilo
si lo dejo aquí. Entraron con dificultad en el estrecho ascensor, En qué piso
vive, En el tercero, no puede usted imaginarse qué agradecido le estoy, Nada,
hombre, nada, hoy por ti mañana por mí, Sí, tiene razón, mañana por ti. Se detuvo
el ascensor y salieron al descansillo, Quiere que le ayude a abrir la puerta,
Gracias, creo que podré hacerlo yo solo. Sacó del bolsillo unas llaves, las
tanteó, una por una, pasando la mano por los dientes de sierra, dijo, Ésta debe
de ser, y, palpando la cerradura con la punta de los dedos de la mano izquierda
intentó abrir la puerta, No es ésta, Déjeme a mí, a ver, yo le ayudaré. A la
tercera tentativa se abrió la puerta. Entonces el ciego preguntó hacia dentro, Estás
ahí. Nadie respondió, y él, Es lo que dije, no ha venido aún. Con los brazos
hacia delante, tanteando, pasó hacia el corredor, luego se volvió
cautelosamente, orientando la cara en la dirección en que pensaba que estaría
el otro, Cómo podré agradecérselo, dijo, Me he limitado a hacer lo que era mi
deber, se justificó el buen samaritano, no tiene que agradecerme nada, y
añadió, Quiere que le ayude a sentarse, que le haga compañía hasta que llegue
su mujer. Tanto celo le pareció de repente sospechoso al ciego, evidentemente,
no iba a meter en casa a un desconocido que, en definitiva, bien podría estar tramando
en aquel mismo momento cómo iba a reducirlo, atarlo y amordazarlo, a él, un
pobre ciego indefenso, para luego arramblar con todo lo que encontrara de
valor. No es necesario, dijo, no se moleste, ya me las arreglaré, y mientras
hablaba, iba cerrando la puerta lentamente, No es necesario, no es necesario.
Suspiró
aliviado al oír el ruido del ascensor bajando. Con un gesto maquinal, sin
recordar el estado en que se hallaba, abrió la mirilla de la puerta y observó
hacia el exterior. Al otro lado era como si hubiera un muro blanco. Sentía el
contacto del aro metálico en el arco superciliar, rozaba con las pestañas la
minúscula lente, pero no podía ver nada, la blancura insondable lo cubría todo.
Sabía que estaba en su casa, la reconocía por el olor, por la atmósfera, por el
silencio, distinguía los muebles y los objetos sólo con tocarlos, les pasaba
los dedos por encima, levemente, pero era como si todo estuviera diluyéndose en
una especie de extraña dimensión, sin direcciones ni referencias, sin norte ni
sur, sin bajo ni alto. Como probablemente ha hecho todo el mundo, había jugado
en algunas ocasiones, en la adolescencia, al juego de Y si fuese ciego, y al
cabo de cinco minutos con los ojos cerrados había llegado a la conclusión de
que la ceguera, sin duda una terrible desgracia, podría ser relativamente
soportable si la víctima conservara un recuerdo suficiente, no sólo de los
colores, sino también de las formas y de los planos, de las superficies y de
los contornos, suponiendo, claro está, que aquella ceguera no fuese de nacimiento.
Había llegado incluso a pensar que la oscuridad en que los ciegos vivían no
era, en definitiva, más que la simple ausencia de luz, que lo que llamamos
ceguera es algo que se limita a cubrir la apariencia de los seres y de las
cosas, dejándolos intactos tras un velo negro. Ahora, al contrario, se
encontraba sumergido en una albura tan luminosa, tan total, que devoraba no
sólo los colores, sino las propias cosas y los seres, haciéndolos así
doblemente invisibles.
Al
moverse en dirección a la sala de estar, y pese a la prudente lentitud con que
avanzaba, deslizando la mano vacilante a lo largo de la pared, tiró al suelo un
jarrón de flores con el que no contaba. Lo había olvidado, o quizá lo hubiera
dejado allí la mujer cuando salió para el trabajo, con intención de colocarlo
luego en el sitio adecuado. Se inclinó para evaluar la magnitud del desastre.
El agua corría por el suelo encerado. Quiso recoger las flores, pero no pensó
en los vidrios rotos, una lasca larga, finísima, se le clavó en un dedo, y él
volvió a gemir de dolor, de abandono, como un chiquillo, ciego de blancura en medio
de una casa que, al caer la tarde, empezaba a cubrirse de oscuridad. Sin dejar
las flores, notando que por su mano corría la sangre, se inclinó para sacar el
pañuelo del bolsillo y envolver el dedo como pudiese. Luego, palpando,
tropezando, bordeando los muebles, pisando cautelosamente para no trastabillar
con las alfombras, llegó hasta el sofá donde él y su mujer veían la televisión.
Se sentó, dejó las flores en el regazo y, con mucho cuidado, desenrolló el
pañuelo. La sangre, pegajosa al tacto, le inquietó, pensó que sería porque no podía
verla, su sangre era ahora una viscosidad sin color, algo en cierto modo ajeno
a él y que, pese a todo, le pertenecía, pero como una amenaza contra sí mismo.
Despacio, palpando levemente con la mano buena, buscó la fina esquirla de
vidrio, aguda como una minúscula espada, y, haciendo pinza con las uñas del
pulgar y del índice, consiguió extraerla entera. Envolvió de nuevo el dedo
herido en el pañuelo, lo apretó para restañar la sangre, y, rendido, agotado,
se reclinó en el sofá. Un minuto después, por una de esas extrañas dimisiones
del cuerpo, que escoge, para renunciar, ciertos momentos de angustia o de desesperación,
cuando, si se gobernase exclusivamente por la lógica, todo él debería estar en
vela y tenso, le entró una especie de sopor, más somnolencia que sueño
auténtico, pero tan pesado como él. Inmediatamente soñó que estaba jugando al juego
de Y si fuese ciego, soñaba que cerraba y abría los ojos muchas veces, y que,
cada vez, como si estuviera regresando de un viaje, lo estaban esperando,
firmes e inalteradas, todas las formas y los colores, el mundo tal como lo
conocía. Por debajo de esta certidumbre tranquilizadora percibía, no obstante,
la agitación sorda de una duda, tal vez se tratase de un sueño engañador, un
sueño del que forzosamente despertaría más pronto o más tarde, sin saber, en
aquel momento, qué realidad le estaría aguardando. Después, si tal palabra tiene
algún sentido aplicada a una quiebra que sólo duró unos instantes, y ya en el
estado de media vigilia que va preparando el despertar, pensó seriamente que no
está bien mantenerse en una indecisión semejante, me despierto, no me despierto,
me despierto, no me despierto, siempre llega un momento en que no hay más
remedio que arriesgarse, Qué hago aquí, con estas flores sobre las piernas y los
ojos cerrados, que parece que tengo miedo de abrirlos, Qué haces tú ahí,
durmiendo, con esas flores sobre las piernas, le preguntaba la mujer.
No
había esperado la respuesta. Ostentosamente empezó a recoger los restos del
jarrón y a secar el suelo, mientras rezongaba algo, con una irritación que no
intentaba siquiera disimular, Bien podrías haberlo hecho tú en vez de tumbarte
a la bartola, como si la cosa no fuera contigo. Él no dijo nada, protegía los
ojos tras los párpados apretados, súbitamente agitado por un pensamiento, Y si abro
los ojos y veo, se preguntaba, dominado todo él por una ansiosa esperanza. La
mujer se acercó, vio el pañuelo manchado de sangre, su irritación cedió en un
instante, Pobre, qué te ha pasado, preguntaba compadecida mientras desataba el
vendaje. Entonces él, con todas sus fuerzas, deseó ver a su mujer arrodillada a
sus pies, allí, como sabía que estaba, y después, ya seguro de que no iba a
verla, abrió los ojos, Vaya, has despertado al fin, dormilonazo, dijo ella
sonriendo. Se hizo un silencio, y él dijo, Estoy ciego, no te veo. La mujer se enfadó,
Déjate de bromas estúpidas, hay cosas con las que no se debe bromear, Ojalá
fuese una broma, la verdad es que estoy realmente ciego, no veo nada, Por
favor, no me asustes, mírame, estoy aquí, la luz está encendida, Sé que estás ahí,
te oigo, te toco, supongo que has encendido la luz, pero estoy ciego. Ella
rompió a llorar, se agarró a él, No es verdad, dime que no es verdad. Las
flores se habían deslizado hasta el suelo, sobre el pañuelo manchado, la sangre
volvía a gotear del dedo herido, y él, como si con otras palabras quisiera
decir Del mal el menos, murmuró, Lo veo todo blanco, y luego sonrió
tristemente. La mujer se sentó a su lado, lo abrazó mucho, lo besó con cuidado
en la frente, en la cara, suavemente en los ojos, Verás, eso pasará, no estabas
enfermo, nadie se queda ciego así, de un momento para otro, Tal vez, Cuéntame
cómo ocurrió todo, qué sentiste, cuándo, dónde, no, aún no, espera, lo primero
que hay que hacer es llamar al médico, a un oculista, conoces alguno, No, ni tú
ni yo llevamos gafas, Y si te llevase al hospital, Para ojos que no ven, seguro
que no hay servicios de urgencia, Tienes razón, lo mejor es que vayamos
directamente a un médico, voy a buscar uno en el listín, uno que tenga consulta
por aquí. Se levantó, y preguntó aún, Notas alguna diferencia, Ninguna, dijo él,
Atención, voy a apagar la luz, ya me dirás, ahora, Nada, Nada qué, Nada, sigo
viendo todo igual, blanco todo, para mí es como si no existiera la noche.
Él
oía a la mujer pasando rápidamente las hojas de la guía telefónica, sorbiéndose
el llanto, suspirando, diciendo al fin, Ése nos irá bien, ojalá nos pueda
atender. Marcó un número, preguntó si era el consultorio, si estaba el doctor,
si podía hablar con él, No, no, el doctor no me conoce, es un caso muy urgente,
sí, por favor, comprendo, entonces se lo diré a usted pero le ruego que avise
inmediatamente al doctor, es que mi marido se ha quedado ciego, de repente, sí,
sí, tal como se lo digo, de repente, no, no es enfermo del doctor, mi marido no
lleva gafas, nunca las llevó, sí, tenía una vista excelente, como yo, yo
también veo bien, ah, muchas gracias, esperaré, esperaré, sí, doctor, sí, de
repente, dice que lo ve todo blanco, no sé cómo fue, ni tiempo he tenido de
preguntárselo, acabo de llegar a casa y lo encuentro así, quiere que le pregunte,
ah, cuánto se lo agradezco, doctor, vamos inmediatamente, inmediatamente. El
ciego se levantó, Espera, dijo la mujer, déjame que te cure primero ese dedo, desapareció
por un momento, volvió con un frasco de agua oxigenada, otro de mercurocromo, algodón
y una caja de tiritas. Mientras le curaba el dedo, le preguntó, Dónde has
dejado el coche, y, súbitamente, Pero tú así como estás no podías conducir, o
ya estabas en casa cuando, No, fue en la calle, cuando estaba parado en un semáforo,
alguien me hizo el favor de traerme, el coche se quedó ahí, en la calle de al
lado, Bueno, entonces bajaremos, me esperas en la puerta y yo voy a buscarlo,
dónde has dejado las llaves, No lo sé, él no me las devolvió, Él, quién, El
hombre que me trajo a casa, fue un hombre, Las habrá dejado por ahí, voy a ver,
No vale la pena que las busques, el hombre no entró, Pero las llaves han de
estar en algún sitio, Seguro que se olvidó de dármelas, las metió en su
bolsillo y se las llevó, Lo que faltaba, Coge las tuyas, luego veremos, Bien,
vamos, dame la mano. El ciego dijo, Si voy a quedarme así para siempre, me mato,
Por favor, no digas disparates, para desgracia basta ya con lo que nos ha
ocurrido, Soy yo quien está ciego, no tú, tú no puedes saber lo que es esto, El
médico te curará, ya verás, Ya veré.
Salieron.
Abajo, en el portal, la mujer encendió la luz y le dijo al oído, Espérame aquí,
si aparece algún vecino háblale con naturalidad, dile que me estás esperando,
nadie que te vea pensará que estás ciego, no tenemos por qué andar contándoselo
a la gente, Sí, pero no tardes. La mujer salió corriendo. Ningún vecino entró
ni salió. Por experiencia, el ciego sabía que la escalera sólo estaría
iluminada cuando se oyera el mecanismo del contador automático, por eso iba apretando
el disparador cada vez que se hacía el silencio. Para él la luz, esta luz, se
había convertido en ruido. No entendía por qué la mujer tardaba tanto, la calle
estaba allí mismo, a unos ochenta, cien metros, Si nos retrasamos mucho va a
marcharse el médico, pensó. No pudo evitar un gesto maquinal, levantar la
muñeca izquierda y bajar los ojos para ver la hora. Apretó los labios como si
lo traspasara un súbito dolor, y agradeció a la suerte que no hubiera aparecido
en aquel momento un vecino, pues allí mismo, a la primera palabra que le dirigiese,
se habría deshecho en lágrimas. Un coche se paró en la calle, Al fin, pensó,
pero, de inmediato, le pareció raro el ruido del motor, Eso es diesel, es un
taxi, dijo, y apretó una vez más el botón de la luz. La mujer acababa de entrar,
nerviosa, Tu santo protector, esa alma de Dios, se ha llevado el coche, No
puede ser, seguro que no miraste bien, Claro que miré bien, yo no estoy ciega,
las últimas palabras le salieron sin querer, Me habías dicho que el coche
estaba en la calle de al lado, corrigió, y no está, o quizá lo dejó en otra
calle, No, no, fue en ésa, estoy seguro, Pues entonces, ha desaparecido, O sea
que las llaves, Aprovechó tu desorientación, la aflicción en que estabas, y nos
lo robó, Y yo que no lo dejé que entrara en casa, por miedo, si se hubiera
quedado haciéndome compañía hasta que llegases tú, no nos habría robado el
coche, Vamos, está esperando el taxi, te juro que daría un año de vida por ver
ciego también a ese miserable, No grites tanto, Y que le robaran todo lo que
tenga, A lo mejor aparece, Seguro, mañana llama a la puerta y nos dice que fue una
distracción, nos pedirá disculpas, y preguntará si te encuentras mejor.
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