“La duquesa Job”, Manuel Gutiérrez Nájera
A Manuel Puga y Acal
En dulce charla de
sobremesa,
mientras devoro fresa
tras fresa
y abajo ronca tu
perro Bob,
te haré el retrato
de la duquesa
que adora a veces
el duque Job.
No es la condesa
que Villasana
caricatura, ni la
poblana
de enagua roja que
Prieto amó;
no es la criadita
de pies nudosos,
ni la que sueña con
los gomosos
y con los gallos de
Micoló.
Mi duquesita, la
que me adora,
no tiene humos de
gran señora:
es la griseta de
Paul de Kock.
No baila Boston,
y desconoce
de las carreras el
alto goce,
y los placeres del five
o'clock.
Pero ni el sueño de
algún poeta,
ni los querubes que
vio Jacob,
fueron tan bellos
cual la coqueta
de ojitos verdes,
rubia griseta
que adora a veces
el duque Job.
Si pisa alfombras,
no es en su casa;
si por Plateros
alegre pasa
y la saluda Madame
Marnat,
no es, sin disputa,
porque la vista;
sí porque a casa de
otra modista
desde temprano
rápida va.
No tiene alhajas mi
duquesita,
pero es tan guapa,
y es tan bonita,
y tiene un cuerpo
tan v’lan, tan pschutt,
de tal manera
trasciende a Francia
que no le igualan
en elegancia
ni las clientes de
Hélene Kossut.
Desde las puertas
de la Sorpresa
hasta la esquina
del Jockey Club,
no hay española,
yankee o francesa,
ni más bonita, ni
más traviesa
que la duquesa del
duque Job.
¡Cómo resuena su
taconeo
en las baldosas!
¡Con qué meneo
luce su talle de tentación!
¡Con qué airecito
de aristocracia
mira a los hombres,
y con qué gracia
frunce los labios!
¡Mimí Pinson!
Si alguien al
alcanza, si la requiebra,
ella, ligera como
una cebra,
sigue camino del
almacén;
pero ¡ay del tuno si
alarga el brazo!
Nadie le salva del
sombrillazo
que lo descarga
sobre la sien.
¡No hay en el mundo
mujer más linda!
¡Pie de andaluza,
boca de guinda,
esprit
rociado de Veuve Clicqot;
talle de avispa,
cutis de ala,
ojos traviesos de
colegiala
como los ojos de Louise
Theo!
Ágil, nerviosa,
blanca, delgada,
media de seda bien restirada,
gola de encaje,
corsé de ¡crac!,
nariz pequeña,
garbosa, cuca,
y palpitantes sobre
la nuca
rizos tan rubios
como el coñac.
Sus ojos verdes
bailan el tango;
nada hay más bello
que el arremango
provocativo de su
nariz.
Por ser tan joven y
tan bonita,
cual mi sedosa
blanca gatita,
diera sus pajes la
emperatriz.
¡Ah! Tú no has
visto, cuando se peina,
sobre sus hombros
de rosa reina
caer los rizos en
profusión.
¡Tú no has oído qué
alegre canta,
mientras sus brazos
y su garganta
de fresca espuma
cubre el jabón!
¡Y los domingos!
... iCon qué alegría
oye en su lecho
bullir el día
y hasta las nueve
quieta se está!
¡Cuál se acurruca
la perezosa,
bajo la colcha
color de rosa,
mientras a misa la
criada va!
La breve cofia de
blanco encaje
cubre sus rizos, el
limpio traje
aguarda encima del
canapé;
altas, lustrosas y
pequeñitas
sus puntas muestran
las dos botitas,
abandonadas del
catre al pie.
Después, ligera,
del lecho brinca;
¡oh, quién la viera
cuando se hinca
blanca y esbelta
sobre el colchón!
¿Qué vale junto de
tanta gracia
las niñas ricas, la
aristocracia,
ni mis amigas de
cotillón?
Toco; se viste; me
abre; almorzamos;
con apetito los dos
tomamos
un par de huevos y
un buen beefsteak,
media botella de
rico vino,
y en coche, juntos,
vamos camino
del pintoresco
Chapultepec.
Desde las puertas
de la Sorpresa
hasta la esquina
del Jockey Club,
no hay española,
yankee o francesa,
ni más bonita ni
más traviesa
que la duquesa del
duque Job.
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