“La oración de la maestra”, Gabriela Mistral
A César Duayen
¡Señor! Tú que enseñaste,
perdona que yo enseñe; que lleve el nombre de maestra, que Tú llevaste por la
Tierra.
Dame el amor único de mi
escuela; que ni la quemadura de la belleza sea capaz de robarle mi ternura de
todos los instantes.
Maestro, hazme perdurable el
fervor y pasajero el desencanto. Arranca de mí este impuro deseo de justicia
que aún me turba, la mezquina insinuación de protesta que sube de mí cuando me
hieren. No me duela la incomprensión ni me entristezca el olvido de las que
enseñé.
Dame el ser más madre que las
madres, para poder amar y defender como ellas lo que no es carne de mis
carnes. Dame que alcance a hacer de una de mis niñas mi verso perfecto y a
dejarte en ella clavada mi más penetrante melodía, para cuando mis labios no
canten más.
Muéstrame posible tu Evangelio
en mi tiempo, para que no renuncie a la batalla de cada día y de cada hora por
él.
Pon en mi escuela democrática el
resplandor que se cernía sobre tu corro de niños descalzos.
Hazme fuerte, aún en mi
desvalimiento de mujer, y de mujer pobre; hazme despreciadora de todo poder que
no sea puro, de toda presión que no sea la de tu voluntad ardiente sobre mi
vida.
¡Amigo, acompáñame! ¡Sostenme!
Muchas veces no tendré sino a Ti a mi lado. Cuando mi doctrina sea más casta y
más quemante mi verdad, me quedaré sin los mundanos; pero Tú me oprimirás entonces contra tu corazón, el que supo harto de
soledad y desamparo. Yo no buscaré sino en tu mirada la dulzura de las
aprobaciones.
Dame sencillez y dame
profundidad; líbrame de ser complicada o banal en mi lección cotidiana.
Dame el levantar los ojos de mi
pecho con heridas, al entrar cada mañana a mi escuela. Que no lleve a mi mesa
de trabajo mis pequeños afanes materiales, mis mezquinos dolores de cada hora.
Aligérame la mano en el castigo
y suavízamela más en la caricia. ¡Reprenda con dolor, para saber que he
corregido amando!
Haz que haga de espíritu mi
escuela de ladrillos. Le envuelva la llamarada de mi entusiasmo su atrio pobre,
su sala desnuda. Mi corazón le sea más columna y mi buena voluntad más oro que
las columnas y el oro de las escuelas ricas.
Y, por fin, recuérdame desde la
palidez del lienzo de Velázquez, que enseñar y amar intensamente sobre la
Tierra es llegar al último día con el lanzazo de Longinos en el costado
ardiente de amor.
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