“Modesta Gómez ” [Fragmento], Rosario Castellanos
De aquella ocasión, Modesta tenía aún presente la muda de ropa limpia con que la vistieron. Después, abruptamente, se hallaba ante una enorme puerta con llamador de bronce: una mano bien modelada en uno de cuyos dedos se enroscaba un anillo. Era la casa de los Ochoa: don Humberto, el dueño de la tienda “La Esperanza”; doña Romelia, su mujer; Berta, Dolores y Clara, sus hijas; y Jorgito, el menor.
La casa estaba llena de sorpresas
maravillosas. ¡Con cuánto asombro descubrió Modesta la sala de recibir! Los
muebles de bejuco, los tarjeteros de mimbre con su abanico multicolor de postales,
desplegado contra la pared; el piso de madera, ¡de madera! Un calorcito
agradable ascendió desde los pies descalzos de Modesta hasta su corazón. Sí, se
alegraba de quedarse con los Ochoa, de saber que, desde entonces, esta casa
magnífica sería también su casa.
Doña Romelia la condujo a la
cocina. Las criadas recibieron con hostilidad a la patoja y, al descubrir que
su pelo hervía de liendres, la sumergieron sin contemplaciones en una artesa
llena de agua helada. La restregaron con raíz de amole, una y otra vez, hasta
que la trenza quedó rechinante de limpia.
- Ahora sí, ya te podés presentar
con los señores. De por sí son muy delicados. Pero con el niño Jorgito se
esmeran. Como es el único varón...
Modesta y Jorgito tenían casi la
misma edad. Sin embargo, ella era la cargadora, la que debía cuidarlo y
entretenerlo.
- Dicen que fue de tanto cargarlo
que se me torcieron mis piernas, porque todavía no estaban bien macizas. A
saber.
Pero el niño era muy malcriado. Si
no se le cumplían sus caprichos “le daba chaveta”, como él mismo decía. Sus
alaridos se escuchaban hasta la tienda. Doña Romelia acudía presurosamente.
- ¿Qué te hicieron, cutushito, mi
consentido?
Sin suspender el llanto Jorgito
señalaba a Modesta.
- ¿La cargadora? —se cercioraba la
madre—.
Le vamos a pegar para que no, se
resmuela. Mira, un coshquete aquí, en la mera cholla; un jalón de orejas y una
nalgada. ¿Ya estás conforme, mi puñito de cacao, mí yerbecita de olor? Bueno,
ahora me vas a dejar ir, porque tengo mucho que hacer.
A pesar de estos incidentes los
niños eran inseparables; juntos padecieron todas las enfermedades infantiles,
juntos averiguaron secretos, juntos inventaron travesuras.
Tal intimidad, aunque despreocupaba
a doña Romelia de las atenciones nimias que exigía su hijo, no dejaba de
parecerle indebida. ¿Cómo conjurar los riesgos? A doña Romelia no se le ocurrió
más que meter a Jorgito en la escuela de primeras letras y prohibir a Modesta
que lo tratara de vos.
- Es tu patrón —condescendió a
explicarle—; y con los patrones nada de confiancitas.
Mientras el niño aprendía a leer y
a contar, Modesta se ocupaba en la cocina: avivando el fogón, acarreando el
agua y juntando el achigual para los puercos.
Esperaron a que se criara un poco
más, a que le viniera la primera regla, para ascender a Modesta de categoría.
Se desechó el petate viejo en el que había dormido desde su llegada, y lo
sustituyeron por un estrado que la muerte de una cocinera había dejado vacante.
Modesta colocó, debajo de la almohada, su peine de madera y su espejo con marco
de celuloide. Era ya una varejoncita y le gustaba presumir. Cuando iba a salir
a la calle, para hacer algún mandado, se lavaba con esmero los pies, restregándolos
contra una piedra. A su paso crujía el almidón de los fustanes. Modesta soñaba,
por las noches, con ser la esposa legítima de un artesano. Imaginaba la casita
humilde, en las afueras de Ciudad Real, la escasez de recursos, la vida de
sacrificios que le esperaba.
Y en cambio vino a parar en
atajadora. ¡Qué vueltas da el mundo!
Los sueños de Modesta fueron
interrumpidos una noche. Sigilosamente se abrió la puerta del cuarto de las
criadas y, a oscuras, alguien avanzó hasta el estrado de la muchacha. Modesta
sentía cerca de ella una respiración anhelosa, el batir rápido de un pulso. Se
santiguó, pensando en las ánimas. Pero una mano cayó brutalmente sobre su
cuerpo. Quiso gritar y su grito fue sofocado por otra boca que tapaba su boca.
Ella y su adversario forcejeaban mientras las otras mujeres dormían a pierna
suelta. En una cicatriz del hombro Modesta reconoció a Jorgito. No quiso
defenderse más. Cerró los ojos y se sometió.
Doña Romelia sospechaba algo de los
tejemanejes de su hijo y los chismes de la servidumbre acabaron de sacarla de
dudas. Pero decidió hacerse la desentendida. Al fin y al cabo Jorgito era un
hombre, no un santo; estaba en la mera edad en que se siente la pujanza de la
sangre. Y de que se fuera con las gaviotas (que enseñan malas mañas a los
muchachos y los echan a perder) era preferible que encontrara sosiego en su
propia casa.
Gracias a la violación de Modesta,
Jorgito pudo alardear de hombre hecho y derecho. Desde algunos meses antes
fumaba a escondidas y se había puesto dos o tres borracheras. Pero, a pesar de
las burlas de sus amigos, no se había atrevido aún a ir con mujeres. Las temía:
pintarrajeadas, groseras en sus ademanes y en su modo de hablar. Con Modesta se
sentía en confianza. Lo único que le preocupaba era que su familia llegara a
enterarse de sus relaciones. Para disimularlas trataba a Modesta, delante de todos,
con despego y hasta con exagerada severidad. Pero en las noches buscaba otra
vez ese cuerpo conocido por la costumbre y en el que se mezclaban olores
domésticos y reminiscencias infantiles.
Pero, como dice el refrán: “Lo que
de noche se hace de día aparece.” Modesta empezó a mostrar la color quebrada,
unas ojeras grandes y un desmadejamiento en las actitudes que las otras criadas
comentaron con risas maliciosas y guiños obscenos. Una mañana, Modesta tuvo que
suspender su tarea de moler el maíz porque una basca repentina la sobrecogió.
La salera fue a dar aviso a la patrona de que Modesta estaba embarazada. Doña
Romelia se presentó en la cocina, hecha un basilisco.
- Malagradecida, tal por cual.
Tenías que salir con tu domingo siete. ¿Y qué creíste? ¿Qué te iba yo a solapar
tus sinvergüenzadas? Ni lo permita Dios. Tengo marido a quién responder, hijas
a las que debo dar buenos ejemplos. Así que ahora mismo te me vas largando a la
calle.
Antes de abandonar la casa de los
Ochoa, Modesta fue sometida a una humillante inspección: la señora y sus hijas
registraron las pertenencias y la ropa de la muchacha para ver si no había
robado algo. Después se formó en el zaguán una especie de valla por la que
Modesta tuvo que atravesar para salir.
Fugazmente miró aquellos rostros.
El de don Humberto, congestionado de gordura, con sus ojillos lúbricos; el de
doña Romelia, crispado de indignación; el de las jóvenes —Clara, Dolores y
Berta—, curiosos, con una ligera palidez de envidia. Modesta buscó el rostro de
Jorgito, pero no estaba allí.
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