“Platero y yo. Elegía Andaluza” [Fragmento], Juan Ramón Jiménez
I. Platero
Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que
se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de
sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro.
Lo dejo suelto, y se va al prado, y acaricia tibiamente con
su hocico, rozándolas apenas, las florecillas rosas, celestes y gualdas... Lo
llamo dulcemente: "¿Platero?", y viene a mí con un trotecillo alegre
que parece que se ríe, en no sé qué cascabeleo ideal...
Come cuanto le doy. Le gustan las naranjas mandarinas, las
uvas moscateles, todas de ámbar, los higos morados, con su cristalina gotita de
miel...
Es tierno y mimoso igual que un niño, que una niña...; pero
fuerte y seco como de piedra. Cuando paso, sobre él, los domingos, por las
últimas callejas del pueblo, los hombres del campo, vestidos de limpio y
despaciosos, se quedan mirándolo:
—Tiene acero...
Tiene acero. Acero y plata de luna, al mismo tiempo
III. Alegría
Platero juega con Diana, la bella perra blanca que se parece
a la luna creciente, con la vieja cabra, gris, con los niños...
Salta Diana, ágil y elegante, delante del burro, sonando su leve
campanilla, y hace como que le muerde los hocicos. Y Platero, poniendo las
orejas en punta, cual dos cuernos de pita, la embiste blandamente y la hace rodar
sobre la hierba en flor.
La cabra va al lado de Platero, rozándose a sus patas,
tirando, con los dientes, de la punta de las espadañas de la carga. Con una
clavellina o con una margarita en la boca, se pone frente a él, le topa en el
testuz, y brinca luego, y bala alegremente, mimosa igual que una mujer...
Entre los niños, platero es de juguete. ¡Con qué paciencia
sufre sus locuras! ¡Cómo va despacito, deteniéndose, haciéndose el tonto, para
que ellos no se caigan! ¡Cómo los asusta, iniciando, de pronto, un trote falso!
¡Claras tardes del otoño moguereño! Cuando el aire puro de
Octubre afila los límpidos sonidos, sube del valle un alborozo idílico de
balidos, de rebuznos, de risas de niños, de ladridos y de campanillas...
VII. El loco
Vestido de luto, con mi barba nazarena y mi breve sombrero
negro, debo cobrar un extraño aspecto cabalgando en la blandura gris de
Platero.
Cuando, yendo a las viñas, cruzo las últimas calles, blancas
de cal con sol, los chiquillos gitanos, aceitosos y peludos, fuera de los
harapos verdes, rojos y amarillos, las tensas barrigas tostadas, corren detrás
de nosotros, chillando largamente:
—¡El loco! ¡El loco! ¡El loco! ...
Delante está ya el campo verde. Frente al cielo inmenso y
puro, de un incendiado añil, mis ojos—¡tan lejos de mis oídos!—se abren noblemente,
recibiendo en su calma esa placidez sin nombre, esa serenidad armoniosa y
divina que vive en el sinfín del horizonte...
Y quedan, allá lejos, por las altas eras, unos agudos
gritos, velados finamente, entrecortados, jadeantes, aburridos:
—¡El lo...co! ¡El lo...co!
XIII. La espina
Entrando en la dehesa, Platero ha comenzado a cojear. Me he
echado al suelo...
—Pero, hombre, ¿qué te pasa? Platero ha dejado la mano
derecha un poco levantad a, mostrando la ranilla, sin fuerza y sin peso, sin
tocar casi con el casco la arena ardiente del camino.
Con una solicitud mayor, sin duda, que la del viejo Darbón,
su médico, le he doblado la mano y le he mirado la ranilla roja. Una espina
larga y verde, de naranjo sano, está clavada en ella como un redondo puñalillo
de esmeralda. Estremecido del dolor de Platero, he tirado de la espina; y me lo
he llevado al pobre al arroyo de los lirios amarillos, para que el agua
corriente le lama, con su larga lengua pura, la heridilla.
Después, hemos seguido hacia la mar blanca, yo delante, él
detrás, cojeando todavía y dándome suaves topadas en la espalda...
LX. La muerte
Encontré a Platero echado en su cama de paja, blandos los
ojos y tristes. Fui a él, lo acaricié, hablándole, y quise que se levantara...
El pobre se removió todo bruscamente, y dejó una mano
arrodillada... No podía... Entonces le tendí su mano en el suelo, lo acaricié
de nuevo con ternura, y mandé venir a su médico. El viejo Barbón, así que lo
hubo visto, sumió la enorme boca desdentada hasta la nuca y meció sobre el
pecho la cabeza congestionada, igual que un péndulo.
—Nada bueno, ¿eh?
No sé qué contestó.-. Que el infeliz seiba... Nada... Que un
dolor... Que no sé qué raíz mala... La tierra, entre la hierba...
A mediodía, Platero estaba muerto. La barriguilla de algodón
se le había hinchado como el mundo, y sus patas, rígidas y descoloridas, se
elevaban al cielo. Parecía su pelo rizoso ese pelo de estopa apelillada de las
muñecas viejas, que se cae, al pasarle la mano, en una polvorienta tristeza...
Por la cuadra en silencio, encendiéndose cada vez que pasaba
por el rayo de sol de la ventanilla, revolaba una bella mariposa de tres
colores...
LXIII. El borriquete
Puse en el borriquete de madera la silla, el bocado y el
ronzal del pobre Platero, y lo llevé todo al granero grande, al rincón en donde
están las cunas olvidadas de los niños. El granero es ancho, silencioso, soleado.
Desde él se ve todo el campo moguereño: el Molino de viento, rojo, a la
izquierda; enfrente, embozado en pinos, Montemayor, con su ermita blanca; tras
de la iglesia, el recóndito huerto de la Pina; en el Poniente, el mar, alto y
brillante en las mareas del estío.
Por las vacaciones, los niños se van a jugar al granero.
Hacen coches, con interminables tiros de sillas caídas; hacen teatros, con
periódicos pintados de almagra, iglesias, colegios...
A veces, se suben en el borriquete sin alma, y con un jaleo
inquieto y raudo de pies y manos, trotan por el prado de sus sueños: —¡Arre,
Platero! ¡Arre, Platero!
LXIII. Melancolía
Esta tarde he ido con los niños a visitar la sepultura de
Platero, que está en el huerto de la Pina, al pie del pino paternal. En torno,
Abril había adornado la tierra húmeda de grandes lirios amarillos.
Cantaban los chamarices allá arriba, en la cúpula verde,
toda pintada de cenit azul, y su trino menudo, florido y reidor, se iba en el
aire de oro de la tarde tibia, como un claro sueño de amor nuevo.
Los niños, así que iban llegando, dejaban de gritar. Quietos
y serios, sus ojos brillantes en mis ojos, me llenaban de preguntas ansiosas.
—¡Platero amigo!—le dije yo a la tierra—; si, como pienso,
estás ahora en un prado del cielo y llevas sobre tu lomo peludo a los ángeles
adolescentes, ¿me habrás, quizá, olvidado? Platero, dime: ¿te acuerdas aún de
mí?
Y, cual contestando mi pregunta, una leve mariposa blanca,
que antes no había visto, revolaba insistentemente, igual que un alma, de lirio
a lirio...
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