“Primer manifiesto del surrealismo” [Fragmento], André Breton
No ha de ser el miedo a la locura
el que nos obligue a poner a media asta la bandera de la imaginación. Es
indispensable instruir el proceso contra la actitud realista.
Todavía vivimos bajo el reinado de
la lógica. Pero los procedimientos lógicos actuales se aplican únicamente a la
solución de problemas de interés secundario. El racionalismo absoluto, que
todavía está de moda, sólo permite tomar en cuenta los hechos que dependen,
directamente de nuestra experiencia. Con el pretexto de civilización, con el
pretexto de progreso, se ha logrado eliminar del espíritu todo lo que podría
ser tildado, con razón o sin ella, de supersticioso, de quimérico, y se ha
proscrito todo método de investigación de la verdad que no estuviera de acuerdo
con el uso corriente.
Con toda justicia, Freud ha
centrado su crítica sobre el sueño. Es inadmisible, en efecto, que una parte
tan considerable de la actividad psíquica haya retenido tan poco la atención de
las gentes hasta ahora, ya que, desde el nacimiento hasta la muerte, no
presentando el pensamiento ninguna solución de continuidad, la suma de los
momentos de sueño, medidos como tiempo, y no tomando en cuenta sino el sueño
puro, en el dormir, no es inferior a la suma de los momentos de realidad,
digamos mejor: de los momentos de vigilia.
La extrema diferencia de
importancia, de seriedad, que existe para el observador común entre los
acontecimientos de la vigilia y los del sueño, me ha sorprendido siempre. Se
debe a que el hombre, cuando cesa de dormir, se convierte ante todo en juguete
de su memoria. En estado normal, ésta se complace en exponerle muy vagamente
las circunstancias del sueño, en privar a este último de toda consecuencia
actual, haciendo partir la causa determinante del punto en que se cree haberla
dejado algunas horas antes: esta esperanza sólida, aquella preocupación. El
hombre se forja así la ilusión de continuar con algo que tiene valor. Queda el
sueño limitado a un paréntesis, como la noche. Y no es mejor consejero que
ésta. Tan singular estado de cosas merece algunas reflexiones:
1° Dentro de los límites en que se
desarrolla (o parece desarrollarse), el sueño se nos presenta como continuo y
poseyendo trazas de organización. Sólo la memoria se arroga el derecho de
efectuar cortes, de prescindir de las transiciones, ofreciéndonos más bien una
serie de sueños.
2° Me veo obligado a considerar el
estado de vigilia como un fenómeno de interferencia. En tal condición el
espíritu muestra no solamente una extraña tendencia a la desorientación, sino
que hasta en su funcionamiento normal parece sólo obedecer a sugestiones
procedentes de esa noche profunda con la que lo vinculo.
3° El espíritu del que sueña se
satisface ampliamente con cuanto le ocurre. El angustioso dilema de la posibilidad
ya no se plantea. Mata, vuela más velozmente, ama todo lo que quieras, y si
mueres; ¿no estás seguro de que despertarás de entre los muertos? Déjate
llevar; los acontecimientos no admiten que los postergues.
4° Desde el momento en que se lo
someta a un examen metódico y en que se logre tener idea del sueño en su
totalidad (lo que presupone una disciplina de la memoria), se puede esperar que
desaparezcan los misterios que no existen para dar lugar al Gran Misterio. Yo
creo firmemente en la fusión futura de esos dos estados, aparentemente tan
contradictorios, el sueño y la realidad, en una especie de realidad absoluta,
de superrealidad.
Aquí fue mi intención tan sólo
poner en claro que el odio hacia lo maravilloso y el deseo de ridiculizarlo
corroe a ciertos hombres. Terminemos de una vez: lo maravilloso es siempre
bello, cualquier especie de maravilloso es bello, y no hay nada fuera de lo
maravilloso que sea bello.
Lo maravilloso ha sido el alimento
constante de las literaturas nórdicas y orientales, sin hacer mención de las
literaturas religiosas de todos los países. Pero las facultades no cambian
radicalmente: el miedo, la atracción por lo insólito, las oportunidades, el
gusto por el lujo son resortes a los que nunca se recurrirá en vano. Quedan por
escribir cuentos para adultos, cuentos que han de ser casi fábulas también.
Estando, por entonces, totalmente
absorbido por Freud, con cuyos métodos de examen me había familiarizado, decidí
obtener de mí mismo lo que se busca obtener de ellos, es decir, un monólogo de
elocución lo más rápido posible, sobre el cual el espíritu crítico del sujeto
no pudiera dirigir ningún juicio; que no estuviera trabado por ninguna
reticencia ulterior; que constituyera, en fin, lo más exactamente posible, un
pensamiento parlante. Me ha parecido siempre que la velocidad del pensamiento
no es superior a la de la palabra, de modo que no supera fatalmente ni a la
lengua, ni siquiera a la pluma que escribe.
Fue con esta disposición de
espíritu que Philippe Soupault, a quien había hecho partícipe de mis primeras
conclusiones, y yo, nos pusimos a borronear cuartillas, con loable menosprecio
por las consecuencias literarias de esta empresa. La facilidad de realización
hizo el resto. Al cabo del primer día nos leímos unas cincuenta páginas obtenidas
con dicho procedimiento, y nos pusimos a comparar los resultados.
En general, había una notable
analogía entre los textos de Soupault y los míos: se notaba en todos la ilusión
de una facundia extraordinaria, una emoción desbordante, una considerable
selección de imágenes de tal calidad como no hubiésemos sido capaces de
preparar igual ni una sola en mucho tiempo, un acento pintoresco muy peculiar
y, aquí y allá, algunas frases agudamente burlescas. La única diferencia entre
los textos de ambos me pareció que estribaba en lo distinto de nuestros
temperamentos.
Soupault se opuso tenazmente al
menor retoque, a la más mínima corrección, cuando algún pasaje me parecía poco
logrado. En esto tuvo la más completa razón, ya que resulta, en verdad, muy difícil
estimar en su justo valor los diversos elementos presentes, y puede asegurarse
que es imposible hacerlo en una primera lectura.
Para quien escriba, al principio
esos elementos le resultarán tan extraños como a cualquier otro, y naturalmente
sentirá desconfianza. Desde un punto de vista poético se recomiendan sobre todo
por un grado muy alto de inmediata absurdidad, que cede lugar, después de un
examen más profundo, a cuanto hay de más legítimo y admisible en el mundo, o
sea la divulgación de cierto número de propiedades y hechos no menos objetivos,
en suma, que cualesquiera otros.
Como homenaje a Guillaume
Apollinaire, que acababa de fallecer, y que nos pareció haberse entregado, en
oportunidades, a ejercicios de esa índole, sin sacrificar empero totalmente los
recursos literarios triviales, Soupault y yo designamos con el nombre de surrealismo
la nueva forma de expresión pura de que disponíamos, y de la cual nos urgía
hacer partícipes a nuestros amigos. Creo que hoy ya no es necesario insistir
sobre esta palabra, puesto que la acepción que nosotros le hemos dado ha
prevalecido sobre la acepción apollineriana.
Sólo por mala fe se nos podría
discutir el derecho de emplear la palabra surrealismo en el peculiar sentido
que nosotros le damos, puesto que resulta evidente que esta palabra antes de
nosotros no había conocido fortuna. La defino, pues, de una vez por todas:
SURREALISMO: s.m. Automatismo
psíquico puro por cuyo medio se intenta expresar tanto verbalmente como por
escrito o de cualquier otro modo el funcionamiento real del pensamiento.
Dictado del pensamiento, con exclusión de todo control ejercido por la razón y
al margen de cualquier preocupación estética o moral.
ENCICLOPEDIA: Filos. El surrealismo
se basa en la creencia en la realidad superior de ciertas formas de asociación
que habían sido desestimadas, en la omnipotencia del sueño, en la actividad
desinteresada del pensamiento. Tiende a provocar la ruina definitiva de todos
los otros mecanismos psíquicos, y a suplantarlos en la solución de los principales
problemas de la vida.
Octubre de 1924
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