“Siddhartha” [Fragmento], Hermann Hesse

A la sombra de la casa, al sol de la orilla del río, junto a las barcas, a la sombra de los sauces, a la sombra de las higueras, creció Siddhartha, el hijo hermoso del brahmán, el joven Falke, junto con Govinda, su amigo, el hijo del brahmán. El sol quemó sus claras espaldas a la orilla del río, al bañarse, al hacer las abluciones sagradas, al realizar los sacrificios sagrados. Sus ojos negros se cubrían de sombras en el bosque, sagrado, en el juego infantil, escuchando los cantos de la madre, en los sacrificios divinos, en las lecciones de su padre, el sabio, en las conversaciones con los doctos. Hacía tiempo que Siddhartha tomaba parte en las conversaciones de los sabios, se ejercitaba en la polémica con Govinda en el arte de la meditación, en el servicio de la introspección. Ya comprendía la palabra de las palabras, para pronunciar silenciosamente el Om, pronunciarlo hacia afuera con la espiración, con alma concentrada, con la frente nimbada por el resplandor de los espíritus que piensan con diafanidad. Ya comprendía en el interior de su alma las enseñanzas de Atman, indestructible, unido al universo. 

El corazón de su padre estaba lleno de alegría por el hijo, el inteligente, el sediento de ciencia, en el que veía formarse un gran sabio y un gran sacerdote, un príncipe entre los brahmanes. 

En el pecho de su madre saltaba el contento cuando le veía caminar, cuando le veía sentarse y levantarse; Siddhartha, el fuerte, el hermoso, el que andaba sobre sus piernas esbeltas, el que la saludaba con toda dignidad. 

El amor se conmovía en los corazones de las jóvenes hijas de los brahmanes cuando Siddhartha pasaba por las calles de la ciudad, con la frente luminosa, con los ojos reales, con las estrechas caderas. 

Pero más que todas ellas le amaba Govinda, su amigo, el hijo del brahmán. Amaba los ojos de Siddhartha y su encantadora voz, amaba su andar y la completa dignidad de sus movimientos, amaba todo lo que Siddhartha hacía y decía, y amaba, sobre todo, su espíritu, sus altos y fogosos pensamientos, su ardiente voluntad, su elevada vocación. Govinda sabía: "Este no será un brahmán cualquiera ni un perezoso oficiante en los sacrificios, ningún avaricioso comerciante de conjuros milagrosos, ningún vano y vacío orador, ningún malvado y astuto sacerdote, ni tampoco un buen cordero, un estúpido cordero en el rebaño de los muchos". No, y tampoco él, Govinda, quería ser un brahmán como uno de los cien mil que hay. Quería seguir a Siddhartha, el amado, el magnífico. Y si Siddhartha llegaba un día a ser dios, si algún día tenía que ir hacia el Esplendoroso, Govinda quería seguirle como su amigo, como su acompañante, como su criado, como su escudero, como su sombra. 

De esta forma amaban todos a Siddhartha. A todos causaba alegría, era un placer para todos. 

Pero él, Siddhartha, no se causaba alegría, no era un placer para sí mismo. Vagando por los senderos rosados del huerto de higueras, sentado a la sombra azul del bosque de la contemplación, lavando sus miembros en el baño diario de la expiación, sacrificando en el sombrío bosque de mangos, en la inmensa dignidad de sus gestos, querido de todos, siendo la alegría de todos, no tenía, sin embargo, ninguna alegría en el corazón. Le venían sueños y enigmáticos pensamientos de las fluyentes aguas del río, de las refulgentes estrellas de la noche, de los ardientes rayos del sol; le venían sueños e intranquilidades del alma con el humo de las hogueras de los sacrificios, de las exhalaciones de los versos del Rig-Veda, destilados gota a gota por los maestros de los viejos brahmanes. 

Siddhartha había empezado a alimentar dentro de sí el descontento. Había empezado a sentir que el amor de su padre y el de su madre, y hasta el amor de su amigo Govinda, no le harían feliz para siempre y en todos los tiempos, ni le tranquilizarían ni le satisfarían. Había empezado a sospechar que su venerado padre y sus otros maestros, los sabios brahmanes ya le habían enseñado la mayor parte y lo mejor de su ciencia, ya habían vaciado en su vaso expectante todo su contenido, y el vaso no estaba lleno, el espíritu no estaba saciado, el alma no estaba tranquila, el corazón no estaba silencioso. Las abluciones estaban bien, pero eran agua, no borraban los pecados, no aplacaban la sed del espíritu, no aliviaban las penas del corazón. Los sacrificios eran excelentes, así como las invocaciones de los dioses. Pera ¿esto era todo? ¿Daban felicidad los sacrificios? ¿Y qué había de los dioses? ¿Era cierto que Prajapati había creado el mundo? ¿No era él el Atman, el Único, el Todo y Uno? ¿No eran los dioses formas creadas como tú y yo, sujetas al tiempo, perecederas? ¿Era, pues, bueno, era justo, era una acción tan llena de sentido sacrificar a los dioses? ¿A quién otro había que hacer sacrificios, a quién otro rendir culto más que a Él, al Único, a Atman? ¿Y dónde encontrar a Atman, dónde moraba Él, dónde latía su Corazón eterno sino en el propio yo, en lo más íntimo, en lo indestructible que cada uno lleva en sí? Pero, ¿dónde estaba este yo, este íntimo, este último? No era carne y hueso, no era pensamiento ni conciencia, como enseñaban los más sabios. ¿Dónde estaba, pues? ¿Dónde? ¿Adónde dirigirse? ¿Al yo, a mí, a Atman? ¿Había otro camino que mereciera la pena buscarlo? ¡Ah, nadie le mostraba este camino, nadie lo conocía, ni el padre, ni los maestros y sabios, ni las santas canciones de los sacrificios! Todo lo sabían los brahmanes y sus libros santos; ellos lo sabían todo, por todo se habían preocupado, por la creación del mundo, por la conversación, el alimento, el inspirar y el espirar, la ordenación de los sentidos, los hechos de los dioses. Sabían infinitamente mucho; pero ¿de qué valía saber todo esto si ignoraban el Uno y lo Único, lo Más Importante, lo Único Importante? 

Cierto que muchos versos de los libros sagrados, que los Upanishadas del Sama-Veda, hablaban de este Más Íntimo y Último en versos magníficos: "Tu alma es todo el mundo", estaba allí escrito, y escrito estaba también que el hombre que duerme en el sueño profundo se acerca a su Más Íntimo y habita en Atman. En estos versos se encerraba una ciencia maravillosa, todo el saber de los más sabios estaba aquí concentrado en mágicas palabras, puro como la miel recolectada por las abejas. No, no era de despreciar el cúmulo de conocimientos reunidos y conservados aquí por toda una serie de generaciones de sabios brahmanes. Pero ¿dónde estaban los brahmanes, dónde los sacerdotes, dónde los sabios o penitentes que habían logrado no simplemente saber, sino vivir, toda esta ciencia profundísima? ¿Dónde estaba el conocedor que habiendo reposado en Atman durante el sueño mostrara sus maravillas durante la vigilia, la vida, el andar, el hablar y las acciones? Siddhartha conocía a muchos venerables brahmanes, a su padre ante todos, el puro, el sabio, el más venerable. Su padre era digno de admiración, serena y noble era su conducta, pura su vida, sabia su palabra, sutiles y profundos pensamientos habitaban en su frente; pero también él, que tanto sabía, ¿vivía feliz? ¿Tenía paz? ¿No era también un buscador, un sediento? ¿No tenía que estar siempre buscando en las fuentes sagradas y beber en ellas como un sediento, en los sacrificios, en los libros, en los diálogos de los brahmanes? ¿Por qué había de afanarse cada día en la purificación, él, el incensurable? ¿No estaba Atman en él, no manaba en su corazón la fuente ancestral? ¡Había que buscar esta fuente ancestral en el propio yo, había que apropiársela! Todo lo demás era vagar, inquirir, errar. 

Así eran los pensamientos de Siddhartha, esta era su sed, estos sus dolores. 

Recitaba a menudo para sí estas palabras de una Chandogya-Upanishada: "En verdad, el nombre del brahmán es Satyam; cierto que quien sabe esto entra a diario en el mundo celestial." El mundo celestial brillaba cercano a menudo, pero nadie lo había alcanzado del todo, nadie había apagado la última sed. Y de todos los sabios y sapientísimos varones que él conocía y cuyas enseñanzas había recibido, ninguno de todos ellos había alcanzado del todo el mundo celestial que había de aplacarles la eterna sed. 

— Govinda —dijo Siddhartha a su amigo—, Govinda, querido, ven conmigo bajo el banano, procuremos meditar. 

Se iban bajo el banano, se sentaban en el suelo: aquí, Siddhartha, veinte pasos más allá, Govinda. Mientras se sentaba, dispuesto a recitar el Om, Siddhartha repetía murmurando estos versos: 

Om es el arco; la flecha, el alma; 

Brhama es de la flecha el blanco, 

que debe alcanzar infaliblemente. 

Cuando hubo transcurrido el tiempo acostumbrado de los ejercicios de meditación, Govinda se levantó. Había llegado la noche, era hora de las abluciones vespertinas. Gritó el nombre de Siddhartha. Siddhartha no respondió. Siddhartha estaba ensimismado, sus ojos miraban fijamente a un punto muy lejano, la punta de su lengua asomaba un poco entre los dientes, parecía no respirar. Estaba sentado, completamente extasiado, pensando en Om; su alma, como flecha, había partido hacia Brahma. 

Una vez pasaron por la ciudad de Siddhartha unos samanas, ascetas peregrinos, tres secos y apagados hombres, ni viejos ni jóvenes, con las espaldas polvorientas y ensangrentadas, casi desnudas, abrasadas por el sol, rodeados de soledad, extraño y enemigo del mundo, extranjeros y chacales hambrientos en el reino de los hombres. Tras ellos soplaba ardiente un perfume de serena pasión, de servicio destructor, de despiadado ensimismamiento. 

Por la noche, después de la hora de examen, habló Siddhartha a Govinda: 

— Mañana temprano, amigo mío, Siddhartha se irá con los samanas. Quiere ser un samana. 

Govinda palideció, pues había oído aquellas palabras y en el rostro inmóvil de su amigo leía la decisión, imposible de desviar, como la flecha que partió silbando del arco. En seguida, y a la primera mirada, Govinda conoció que Siddhartha iniciaba ahora su camino, que su destino principiaba ahora, y con él, el suyo también. Y se puso pálido como una cáscara de banana seca. 

— ¡Oh Siddhartha! —exclamó—, ¿te lo permitirá tu padre? 

Siddhartha miró a lo lejos, como quien despierta. Con la rapidez de una saeta, leyó en el alma de Govinda, leyó la angustia, leyó la resignación. 

— ¡Oh Govinda! –dijo en voz baja–, no debemos prodigar las palabras. Mañana, al romper el día, tengo que iniciar la vida de los samanas. No hablemos más de ello. 

Siddhartha entró en el cuarto donde su padre estaba sentado sobre una estera de esparto, y se colocó a su espalda, y allí estuvo hasta que su padre se dio cuenta de que había alguien tras él. Habló el brahmán: 

— ¿Eres tú, Siddhartha? Di lo que tengas que decir. 

Habló Siddhartha: 

— Con tu permiso, padre mío. He venido a decirte que deseo abandonar tu casa mañana e irme con los ascetas. Es mi deseo convertirme en un samana. Quisiera que mi padre no se opusiera a ello. 

El brahmán calló, y calló tanto tiempo, que en la ventana se vio caminar a las estrellas y cambiar de forma antes que se rompiera el silencio en la habitación. Mudo e inmóvil, permanecía el hijo con los brazos cruzados; y las estrellas se movían en el cielo. Entonces habló el padre: 

—No es propio de brahmanes pronunciar palabras enérgicas e iracundas. Pero mi corazón está disgustado. No quisiera oír por segunda vez este ruego de tu boca. El brahmán se levantó lentamente. Siddhartha estaba mudo, con los brazos cruzados. 

— ¿A qué esperas? —preguntó el padre. 

Habló Siddhartha: 

— Ya lo sabes. 

El padre salió disgustado del cuarto; disgustado, se acercó a su cama y se tendió en ella. 

Al cabo de una hora, como el sueño no viniera a sus ojos, el brahmán se levantó, paseó de un lado para otro, salió de la casa. Miró al interior por la pequeña ventana del cuarto y vio en él a Siddhartha, con los brazos cruzados, inmóvil. Su túnica clara resplandecía pálidamente. Con el corazón intranquilo, el padre volvió a su lecho. 

Una hora más tarde, como el sueño no viniera a sus ojos, el brahmán se levantó de nuevo, paseó de aquí para allá, salió delante de la casa, vio salir la Luna. Miró al interior del cuarto por la ventana, allí estaba Siddhartha, inmóvil, con los brazos cruzados; en sus piernas desnudas relumbraba la luz de la luna. Con el corazón preocupado, el padre se volvió a la cama. 

Y volvió pasada una hora, y volvió pasadas dos horas, miró por la ventana, vio a Siddhartha en pie, a la luz de la luna, a la luz de las estrellas, en las tinieblas. Y volvió a salir de hora en hora, silencioso, miró dentro del cuarto, vio inmóvil al que estaba en pie; su corazón se llenó de enojo, su corazón se llenó de intranquilidad, su corazón se llenó de vacilaciones, se llenó de dolor. 

Y en la última hora de la noche, antes que viniera el día, volvió de nuevo, entró en el cuarto, vio en pie al joven, que le pareció grande y como extraño. 

— Siddhartha —dijo—, ¿qué esperas? 

– Ya lo sabes. 

— ¿Vas a estarte siempre así, en pie, esperando, hasta que sea de día, hasta que sea mediodía, hasta que sea de noche? 

– Estaré en pie, esperando. 

– Te cansarás, Siddhartha. 

– Me cansaré. 

– Tienes que dormir, Siddhartha. 

– No dormiré. 

– Te morirás, Siddhartha. 

– Moriré. 

– ¿Y prefieres morir antes que obedecer a tu padre? 

– Siddhartha siempre ha obedecido a su padre. 

– Entonces, ¿renuncias a tu propósito? 

– Siddhartha hará lo que su padre le diga. 

El primer resplandor del día penetró en la estancia. El brahmán vio que las rodillas de Siddhartha temblaban ligeramente. Pero en el rostro de Siddhartha no vio ningún temblor; sus ojos miraban a lo lejos. Entonces conoció el padre que Siddhartha ya no estaba con él, ni en la patria, que ya le había abandonado. 

El padre tocó las espaldas de Siddhartha. 

—Irás al bosque —dijo— y serás un samana. Si en el bosque encuentras la felicidad, vuelve y enséñame a ser feliz. Si encuentras la decepción, entonces vuelve y juntos ofrendaremos a los dioses. Ahora ve y besa a tu madre, dile a dónde vas. Para mí aún hay tiempo de ir al río y hacer la primera ablución. 

Quitó la mano de encima del hombro de su hijo y salió. Siddhartha se tambaleaba cuando intentó caminar. Se impuso a sus miembros, se inclinó ante su padre y fue junto a su madre para hacer lo que su padre había dicho. 

Cuando a los primeros albores del día abandonó la ciudad, todavía silenciosa, lentamente, con sus piernas envaradas, surgió tras la última choza una sombra, que allí estaba agazapada, y se unió al peregrino. Era Govinda. 

—Has venido —dijo Siddhartha, y sonrió. 

—He venido —dijo Govinda. 

 

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