Carta a Sor Filotea de la Cruz [fragmento]. Sor Juana Inés de la Cruz

 


Presentación

La Respuesta a Sor Filotea de la Cruz fue escrita por Sor Juana Inés de la Cruz en marzo de 1691, como contestación a todas las recriminaciones que le hizo el obispo de Puebla, Manuel Fernández de Santa Cruz, bajo el seudónimo de Sor Filotea de la Cruz.​ 

El obispo de Puebla advierte que ninguna mujer debería afanarse por aprender de ciertos temas filosóficos. En su defensa, Sor Juana escribe sobre el constante dolor que su pasión al conocimiento le ha traído; pero con todo, expone que es mejor tener un vicio a las letras que a algo peor. También justifica el vasto conocimiento que tiene de todas las materias de educación: lógica, retórica, física e historia, como complemento necesario para entender y aprender de las Santas Escrituras.

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Respuesta de la poetisa a la muy ilustre sor Filotea de la Cruz

Muy ilustre señora, mi señora:

El escribir nunca ha sido dictamen propio, sino fuerza ajena, que les pudiera decir con verdad: Vos me coegistis. Lo que sí es verdad, que no negaré (lo uno porque es notorio a todos; y lo otro, porque aunque sea contra mí, me ha hecho Dios la merced de darme grandísimo amor a la verdad), que desde que me rayó la primera luz de la razón, fue tan vehemente y poderosa la inclinación a las letras que ni ajenas reprehensiones (que he tenido muchas), ni propias reflexas (que de hecho no pocas) han bastado a que deje de seguir este natural impulso, que Dios puso en mí: su Majestad sabe por qué y para qué: y sabe que le he pedido que apague la luz de mi entendimiento, dejando sólo lo que baste para guardar su Ley, pues lo demás sobra (según algunos) en una mujer: y aún hay quien diga que daña. Sabe también su Majestad que no consiguiendo esto, he intentado sepultar con mi nombre mi entendimiento, y sacrificárselo sólo a quien me lo dio, y que no otro motivo me entró en la Religión, no obstante que al desembarazo y quietud que pedía mi estudiosa intención eran repugnantes los ejercicios y compañía de una comunidad; y después de ella, sabe el Señor, y lo sabe en el mundo quien sólo lo debió saber, lo que me intenté en orden a esconder mi nombre, y que no me lo permitió, diciendo que era tentación: y sí sería. Si yo pudiera pagaros algo de lo que os debo (señora mía), creo que sólo os pagara en contaros esto, pues no ha salido de mi boca jamás, excepto para quien debió salir. Pero quiero que con haberos franqueado de par en par las puertas de mi corazón, haciéndoos presentes sus más sellados secretos, conozcáis que no desdice de mi confianza lo que debo a vuestra venerable persona y excesivos favores.

[2]

Prosiguiendo en la narración de mi inclinación (de que os quiero dar entera noticia) digo, que no había cumplido los tres años de mi edad cuando, enviando mi madre a una hermana mía, mayor que yo, a que se enseñase a leer en una de las que llaman Amigas, me llevó a mí tras ella el cariño y la travesura; y viendo que le daban lección me encendí yo de manera en el deseo de saber leer, que engañando, a mi parecer, a la maestra, le dije: Que mi madre ordenaba me diese lección. Ella no lo creyó, porque no era creíble; pero por complacer al donaire, me la dio. Proseguí yo en ir y ella prosiguió en enseñarme, ya no de burlas, porque la desengañó la experiencia, y supe leer en tan breve tiempo, que ya sabía, cuando lo supo mi madre, a quien la maestra lo ocultó, por darle el gusto por entero y recibir el galardón por junto; y yo lo callé, creyendo que me azotarían, por haberlo hecho sin orden. Aún vive la que me enseñó, Dios la guarde, y puede testificarlo. Acuérdome que en estos tiempos, siendo mi golosina la que es ordinaria en aquella edad, me abstenía de comer queso; porque oí decir que hacía rudos, y podía conmigo más el deseo de saber que el de comer, siendo éste tan poderoso en los niños. Teniendo yo después como seis o siete años, y sabiendo ya leer y escribir, con todas las otras habilidades de labores y costura que deprehenden las mujeres, oí decir que había universidades y escuelas, en que se estudiaban las ciencias, en Méjico; y apenas lo oí, cuando empecé a matar a mi madre con instantes e importunos ruegos, sobre que, mudándome el traje, me enviase a Méjico, en casa de unos deudos que tenía, para estudiar y cursar la Universidad; ella no lo quiso hacer (e hizo muy bien), pero yo despiqué el deseo de leer muchos libros varios que tenía mi abuelo, sin que bastasen castigos ni reprensiones a estorbarlo; de manera que cuando vine a Méjico se admiraban no tanto del ingenio, cuando de la memoria y noticias que tenía en edad que parecía que apenas había tenido tiempo para aprender a hablar. Empecé a deprehender gramática, en que creo no llegaron a veinte las lecciones que tomé; y era tan intenso mi cuidado, que siendo así que en las mujeres (y más en tan florida juventud) es tan apreciable el adorno natural del cabello, yo me cortaba de él cuatro o seis dedos, midiendo hasta donde llegaba antes, e imponiéndome ley de que si cuando volviese a crecer hasta allí no sabía tal o cual cosa, que me había propuesto deprehender en tanto que crecía, me lo había de volver a cortar, en pena de la rudeza. Sucedía así que él crecía, y yo no sabía lo propuesto, porque el pelo crecía aprisa, y yo aprendía despacio, con efecto lo cortaba, en pena de la rudeza; que no me parecía razón que estuviese vestida de cabellos cabeza que estaba tan desnuda de noticias, que era más apetecible adorno. Entreme religiosa, porque aunque conocía que tenía el estado cosas (de las accesorias hablo, no de las formales), muchas repugnantes a mi genio, con todo, para la total negación que tenía al matrimonio, era lo menos desproporcionado y lo más decente que podía elegir, en materia de seguridad que deseaba, mi salvación: a cuyo primer respecto (como al fin más importante) cedieron y sujetaron la cerviz todas las impertinencillas de mi genio, que eran de querer vivir sola, de no querer tener ocupación obligatoria que embarazase la libertad de mi estudio, ni rumor de comunidad que impidiese el sosegado silencio de mis libros. Esto me hizo vacilar algo en la determinación, hasta que alumbrándome personas doctas de que era tentación, la vencí con el favor divino, y tomé el estado que tan indignamente tengo. Pensé yo que huía de mí misma; pero, ¡miserable de mí!, trájeme a mí conmigo y traje mi mayor enemigo en esta inclinación, que no sé determinar si por prenda o castigo me dio el Cielo, pues de apagarse o embarcarse con tanto ejercicio que la Religión tiene, reventaba, como pólvora, y se verificaba en mí el priuatio est causa appetitus ["la privación es causa de apetito"].

[3]

Volví (mal dije, pues nunca cesé), proseguí, digo, a la estudiosa tarea (que para mí era descanso en todos los ratos que sobraban a mi obligación) de leer y más leer, de estudiar y más estudiar, sin más maestro que los mismos libros. Ya se ve cuán duro es estudiar en aquellos caracteres sin alma, careciendo de la voz viva y explicación del maestro: pues todo este trabajo sufría yo muy gustosa, por amor de las letras: ¡oh, si hubiese sido por amor de Dios, que era lo acertado, cuánto hubiera merecido! Bien que yo procuraba elevarlo cuanto podía y dirigirlo a su servicio, porque el fin a que aspiraba era a estudiar Teología, pareciéndome menguada inhabilidad, siendo católica, no saber todo lo que en esta vida se puede alcanzar, por medios naturales de los Divinos Misterios; y que siendo monja y no seglar, debía por el estado eclesiástico profesar letras; y más siendo hija de un San Jerónimo, y de una Santa Paula, que era degenerar de tan doctos padres ser idiota la hija. Esto me proponía yo de mí misma, y me parecía razón sino es que era (y eso es lo más cierto) lisonjear y aplaudir a mi propia inclinación, proponiéndole como obligatorio su propio gusto: con esto proseguí, dirigiéndome siempre como he dicho, los pasos de mi estudio a la cumbre de la Sagrada Teología;   -124-   y pareciéndome preciso, para llegar a ella, subir por los escalones de las ciencias y arte humanas; porque ¿cómo entenderá el estilo de la Reina de las Ciencias quien no sabe el de las ancillas?

[4]

Y así, por tener algunos principios granjeados, estudiaba continuamente diversas cosas, sin tener para alguna particular inclinación, sino para todas en general; por lo cual, el haber estudiado en unas más que en otras no ha sido en mí elección, sino que el caso de haber topado más a mano libros de aquellas facultades les ha dado (sin arbitrio mío) la preferencia: y como no tenía interés que me moviese, ni límite de tiempo que me estrechase el continuado estudio de una cosa, por la necesidad de los grados, casi a un tiempo estudiaba diversas cosas, o dejaba unas por otras; bien que en eso observaba orden, porque a unas llamaba estudio, y a otras diversión; y en éstas descansaba de las otras: de donde se sigue que he estudiado muchas cosas, y nada sé, porque las unas han embarazado a las otras. Es verdad que esto digo de la parte práctica en las que la tienen, porque claro está que mientras se mueve la   -126-   pluma descansa el compás; y mientras se toca el harpa, sosiega el órgano; et sic de caeteris; porque, como es menester mucho uso corporal para adquirir hábito, nunca lo puede tener perfecto quien se reparte en varios ejercicios; pero en lo formal y especulativo sucede al contrario, y quisiera yo persuadir a todos con mi experiencia, a que no sólo no estorban, pero se ayudan, dando a luz y abriendo camino las unas para las otras, por variaciones y ocultos engarces, que para esta cadena universal les puso la sabiduría de su Autor; de manera que parece se corresponden y están unidas con admirable trabazón y concierto. 

[5]

Bien se deja en esto conocer cuál es la fuerza de mi inclinación. Bendito sea Dios, que quiso fuese hacia las letras, y no hacia otro vicio que fuera en mí casi insuperable; y bien se infiere también cuán contra la corriente han navegado (o, por mejor decir, han naufragado) mis pobres estudios. Pues aún falta por retirar lo más arduo de las dificultades; que las de hasta aquí sólo han sido estorbos obligatorios y casuales, que indirectamente lo son; y faltan los positivos, que directamente han tirado a estorbar y prohibir el ejercicio. ¿Quién no creerá, viendo tan generales aplausos, que he navegado viento en popa y mar en leche sobre las palmas de las aclamaciones comunes? Pues Dios sabe que no ha sido muy así: porque entre las flores de esas mismas aclamaciones, se han levantado y despertado tales áspides de emulaciones y persecuciones, cuantas no podré contar; y los que más nocivos y sensibles para mí han sido, no son aquellos que con declarado odio y malevolencia me han perseguido, sino los que amándome y deseando mi bien (y por ventura, mereciendo mucho con Dios por la buena intención) me han mortificado, y atormentado más que los otros, con aquél: No conviene a la santa ignorancia, que deben, este estudio; se ha de perder, se ha de desvanecer en tanta altura con su misma perspicacia y agudeza. ¿Qué me habrá costado resistir esto? ¡Rara especie de martirio, donde yo era el mártir y me era el verdugo! Pues por la (en mí dos veces infeliz) habilidad de hacer versos, aunque fuesen sagrados, ¿qué pesadumbres no me han dado? ¿O cuáles no me han dejado de dar?

[6]

Si éstos, señora, fueran méritos (como los veo por tales a celebrar en los hombres), no lo hubieran sido en mí, porque obro necesariamente: si son culpa, por la misma razón creo que no la he tenido; mas con todo vivo, siempre tan desconfiada de mí que ni en esto ni en otra cosa me fío de mi juicio; y así, remito la decisión a ese soberano talento, sometiéndome luego a lo que sentenciaré, sin contradicción ni repugnancia, pues esto no ha sido más de una simple narración de mi inclinación a las letras. Confieso también que con ser esto verdad, tal que (como he dicho) no necesitaba de ejemplares, con todo, no me han dejado de ayudar los muchos que he leído, así en divinas como humanas letras.

[7]

El venerable Doctor Arce resuelve con su prudencia que el leer públicamente en las cátedras, y predicar en los púlpitos, no es lícito a las mujeres; pero que el estudiar, escribir y enseñar privadamente, no sólo les es lícito, pero muy provechoso y útil: claro está que esto no se debe entender con todas, sino con aquellas a quienes hubiere Dios dotado de especial virtud y prudencia, y que fueren muy provectas y eruditas y tuvieren   -137-   el talento y requisitos necesarios para tan sagrado empleo: y esto es tan justo que no sólo a las mujeres (que por tan ineptas están tenidas), sino a los hombres (que con sólo serlo, piensan que son sabios) se había de prohibir la interpretación de las Sagradas Letras, en no siendo muy doctos y virtuosos y de ingenios dóciles y bien inclinados; porque de lo contrario creo yo que han salido tantos sectarios y que ha sido la raíz de tantas herejías; porque hay muchos que estudian para ignorar, especialmente los que son de ánimos arrogantes, inquietos y soberbios, amigos de novedades en la Ley (que es quien las rehúsa); y así, hasta que por decir lo que nadie ha dicho dicen una herejía no están contentos.

[8]

Yo de mí puedo asegurar que las calumnias algunas veces me han mortificado; pero nunca me han hecho daño, porque yo tengo por muy necio al que, teniendo ocasión de merecer, pasa el trabajo y pierde el mérito; que es como los que no quieren conformarse al morir y al fin mueren, sin servir su resistencia de excusar la muerte, sino de quitarles el mérito de la conformidad y de hacer mala muerte la muerte que podía ser bien. Y así (señora mía), estas cosas creo que aprovechan más que dañan; y tengo por mayor el riesgo de los aplausos en la flaqueza humana, que suele apropiarse lo que no es suyo.

[9]

Si algunas otras cosillas escribiere, siempre irán a buscar el sagrado de vuestras plantas y el seguro de vuestra corrección, pues no tengo otra alhaja con que pagaros. Y mantenedme en vuestra gracia, para impetrarme la divina de que os conceda el Señor muchos aumentos y os guarde, como le suplico y he menester. De este convento de vuestro padre San Jerónimo de Méjico, a primero día del mes de marzo de mil seiscientos y noventa y un años.

B. V. M. vuestra más favorecida.

Juana Inés de la Cruz

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