El sueño de Akinosuke. Relato japonés
Un goshi, cuyo nombre era Miyata Akinosuke, vivió en la provincia de Yamato… (Aquí es preciso decir que en los tiempos feudales del Japón había una clase privilegiada de soldados agricultores, terratenientes libres, a los que llamaban goshis).
Akinosuke tenía un hermoso jardín. En él existía un antiquísimo cedro, bajo cuyas amplias y elevadas ramas solía dormir en los días de calor bochornoso, en esos días en que era imposible permanecer en casa. Una tarde se hallaba echado, en compañía de dos amigos (también goshis) bajo la sombra del magnífico árbol. Bebían vino y charlaban alegremente. De pronto, Miyata se sintió muy amodorrado, tan amodorrado que tuvo que rogar a sus amigos que le dispensaran el que durmiera una pequeña siesta delante de ellos. Se colocó en posición cómoda, junto al tronco del árbol, y soñó lo siguiente:
Miyata Akinosuke empezó su sueño creyendo ver que, mientras estaba descansando en su jardín, aparecía a lo lejos una larguísima procesión, igual que el cortejo de un gran señor, que descendía lentamente por la colina próxima, y que él se subió a una altura para contemplarla mejor. Era una procesión tan larga que Miyata no recordaba haber visto nunca otra parecida. Y la procesión avanzaba hacia su jardín. Observó que en el cortejo venía un considerable número de jóvenes lujosamente vestidos, que conducían un gran palanquín de laca, semejante a un palacio. Los cordones con que lo llevaban suspendido de sus hombros eran de brillante azul. Cuando la procesión llegó a pequeña distancia de la vivienda de Akinosuke, se detuvo. Y un hombre, adornado con enormes cintas y emblemas, persona de alto rango sin duda alguna, avanzó hasta Miyata, se inclinó reverentemente, y dijo:
—Honorable señor: estáis ante un vasallo del rey de la Tierra de los Duendes. Mi señor el rey me manda a saludaros en su augusto nombre y a ponerme por completo a vuestra disposición. También me ordena que os informe que su augusta voluntad desea veros en palacio. En consecuencia, servíos entrar inmediatamente en este noble palanquín que el rey os manda para conduciros hasta el palacio.
Al oír estas palabras, Miyata quiso hacer algunas objeciones; pero quedó sorprendido al notar que apenas podía expresar los sonidos, y en aquel momento le pareció que su voluntad le abandonaba, y se vio obligado a cumplir todo lo que se le propuso. Akinosuke entró en el carruaje, y el vasallo se puso a su lado e hizo una señal. Los palanquineros asieron los cordones de seda, volvieron el cochecillo hacia el sur y empezaron a caminar.
En muy poco tiempo, según le pareció al alucinado goshi, el carruaje llegó frente a una gran entrada. Tendría unos dos pisos de altura y era de un estilo chino que nunca había visto en otra parte. El vasallo se apeó de su montura, y le dijo:
—Voy a anunciar vuestra ilustre presencia.
Y desapareció.
Después de una corta espera, Akinosuke vio salir a dos hombres de apariencia noble, que iban vestidos con trajes de seda púrpura y se cubrían con altos gorros cuya forma indicaba la alta categoría de sus dueños. Llegaron hasta la entrada, saludaron respetuosamente a Miyata y le ayudaron a salir del palanquín, haciéndole entrar por la puerta grande. Luego le condujeron a través de un palacio cuyo frente parecía extenderse de este a oeste en una longitud de varias millas. Akinosuke se vio introducido en un maravilloso salón de ceremonias, que no tenía principio ni fin (así de grande era), y alhajado con esplendor inimaginable. Sus guías le llevaron hasta el sitio de honor, y con mucha finura y delicadeza le pidieron permiso para sentarse en unos divanes separados. Entretanto, salieron unas doncellas en traje de recepción, y le pusieron delante unos refrescos. Cuando Miyata humedeció su seca garganta, los dos cortesanos vestidos de púrpura se inclinaron hasta tocar con la cabeza en el suelo, delante del atónito goshi. Y empezaron a hablar, haciéndolo alternativamente, según la etiqueta de la cortesía.
—Ha llegado la hora de cumplir con nuestro deber y éste es el de informaros sobre los motivos de vuestra venida a este gran palacio… La augusta voluntad de nuestro señor, el rey, desea que seáis su yerno… Y es también su orden y deseo que os caséis en este mismo momento con la augusta princesa su hija doncella… Pronto os conduciremos al salón del trono, donde su Alta Majestad os espera. Mas es necesario, primeramente, que os vistamos con trajes y adornos apropiados para la gran ceremonia.
Al terminar, ambos cortesanos se levantaron a un tiempo, marchando hacia una alcoba en la que había un gran armario de laca dorada. Lo abrieron y sacaron varios trajes y ceñidores de géneros costosísimos, y un casquete regio. Con todas estas cosas ataviaron a Miyata, poniéndole en estado de dignificar su futura realeza principesca, y le llevaron al salón del trono en el cual vio al rey de la Tierra de los Duendes, cubierto con el gran gorro negro de su dignidad real y vestido con un traje de seda amarilla. Delante del daiza*, a derecha e izquierda, se hallaban infinidad de altos dignatarios, colocados en fila, inmóviles y magníficos como las estatuas de un templo. Akinosuke, avanzando por entre todos ellos, saludó al rey, haciendo las postraciones usuales.
Su Majestad le respondió con palabras cariñosas, y le dijo:
—Ya os han informado del motivo por el cual os trajeron a nuestra presencia. Hemos decidido que seáis el esposo elegido para nuestra hija, y los esponsales deben celebrarse ahora mismo. Cuando el rey terminó de hablar, se oyeron los acordes de una música alegre y bellísima. Y de detrás de unos cortinones salió una interminable hilera de bellas cortesanas, que se hicieron cargo de Akinosuke para conducirle a la cámara en que le esperaba su real novia.
La habitación era inmensa y apenas cabían los invitados reunidos para atestiguar la ceremonia nupcial de Miyata con la princesa. Todos se inclinaron ante Akinosuke cuando se acomodó en su cojín, dando frente a la hija del rey, que parecía una doncella celeste. La boda se celebró en medio de grandes y regocijadas fiestas. Después, la parejita fue conducida a una serie de departamentos que les habían sido destinados en otro lugar del palacio. Allí recibieron miles de felicitaciones de muchísimas personas nobles, y regalos de boda en número incalculable.
Algunos días más tarde, Miyata volvió a ser llamado al salón del trono. Y el rey le recibió con mayores demostraciones de afecto aún que en la vez anterior, y le dijo:
—En la parte sudoeste de nuestro Imperio hay una isla que se llama Raishu. Os hemos nombrado gobernador de ella. Aquel pueblo es leal y dócil; pero sus leyes no han sido puestas de acuerdo con las de nosotros y sus costumbres no han sido reguladas de un modo prudente. Os confiamos el deber de mejorar la condición social (hasta donde sea posible) de aquellos lejanos súbditos. Y deseamos que los gobernéis con bondad y sabiduría. Ya están hechos todos los preparativos necesarios para vuestro viaje a la isla de Raishu.
Akinosuke y su esposa abandonaron el palacio y fueron acompañados por una gran corte de oficiales y de nobles, hasta el muelle. Ahí embarcaron en un navío del rey, y con viento favorable se dieron a la vela para Raishu, a donde llegaron con felicidad. Todo el pueblo de la isla se había reunido para darles la bienvenida.
Inmediatamente se posesionó Akinosuke de sus nuevos deberes, los cuales no eran muy penosos. Durante los tres primeros años de su gobierno se ocupó, más que en otra cosa, en el estudio y ordenamiento de nuevas y justas leyes. Pero como tenía muchos y sabios consejeros que le ayudaban en sus tareas, jamás encontró desagradable el trabajo. Cuando estuvo terminado todo, quedó sin deberes activos que cumplir, fuera de la asistencia a los ritos y a las ceremonias que dimanaban de las antiguas costumbres. El país llegó a ser tan sano y tan fértil que las enfermedades desaparecieron casi por completo. Y los habitantes eran tan buenos y tan pacíficos, que no se vulneraba ninguna ley. Akinosuke vivió y gobernó en Raishu por espacio de 20 años más. Llevaba ya en el país, por consiguiente, 23 años, y durante tan largo periodo ninguna sombra de tristeza obscureció la gran felicidad con que transcurría su vida.
Pero, al llegar al vigésimo cuarto año de su gobierno, le ocurrió una tremenda desgracia, pues su esposa, que había traído siete hijos al mundo, cinco niños y dos niñas, enfermó gravemente y murió. Fue enterrada con extraordinaria pompa en la cúspide de una bellísima colina del distrito de Hanryoko. En su tumba se erigió un esplendoroso monumento. La muerte de la princesa causó tanta pena en el enamorado corazón de Miyata, que perdió la afición al vivir.
Cuando terminó el periodo reglamentario del duelo, llegó a Raishu un enviado de la Tierra de los Duendes. Era un heraldo real. Entregó a Akinosuke un mensaje de condolencia, y exclamó:
—Estas palabras que os voy a dirigir son las que me mandó a comunicaros nuestro augusto señor, el rey: “Hemos decidido enviaros a vuestro propio y antiguo país. En cuanto a los siete hijos que tenéis, son los nietos y nietas del rey, y se cuidará de ellos como es menester. Por esto, librad a vuestro corazón de que pase angustia por ellos”.
Miyata se preparó sumisamente para el cumplimiento de esta orden. Y arregló su marcha. Una vez que todos sus asuntos estuvieron terminados, y después que dio la audiencia de despedida, se dirigió al embarcadero, hasta donde le acompañaron los consejeros, sus oficiales y el pueblo, que le tributó grandes honores. Había preparado un barco y en él se dio a la vela, bajo el claro azul del cielo y sobre el espeso azul del mar… Y la forma de la isla se hizo azul también. Luego se tiñó de gris, y, por último, se desvaneció para siempre. Akinosuke se despertó de pronto: ¡Estaba junto al cedro de su mismo jardín!
Durante los primeros momentos se quedó estupefacto. Pero en seguida divisó a sus compañeros, todavía sentados cerca de él, bebiendo y charlando. Los contempló de un modo aturdido, y gritó:
—“¡Qué extraño!”…
—Miyata debe de haber estado soñando —exclamó, riéndose, uno de los amigos—. ¿Qué visteis?… ¿Qué era lo extraño?
Entonces refirió su sueño, el maravilloso sueño de los 23 años de estancia en la isla de Raishu. Y se quedaron asombrados de que hubiera podido soñar tanto en tan pocos minutos como estuvo dormido.
Uno de los goshis exclamó:
—Ciertamente habéis visto cosas fantásticas; pero también nosotros hemos visto algo extraño y fantástico mientras estabais sesteando. Una pequeña y linda mariposa de colores amarillos estuvo revoloteando sobre vuestra cabeza durante unos segundos. Y nos quedamos observándola. Se posó en la tierra, a vuestro lado, cerca del árbol. Casi al mismo tiempo de haberse posado, apareció una hormiga grande, muy grande, que salió de un agujero, y, asiéndose a la mariposa, la arrastró dentro de él. Precisamente en el momento de despertaros, la mariposa volvió a salir del hoyo, revoloteó de nuevo sobre vuestro rostro, y desapareció. No sabemos hacia donde ha ido.
—Quizá fuera el alma de Akinosuke —insinuó el otro goshi— porque yo la vi revolotear en la boca de Miyata… Mas aunque la mariposa fuera el alma de Akinosuke, el hecho no puede explicar un sueño tan raro…
—Las hormigas nos pueden dar la solución —replicó el que había hablado antes—. Las hormigas son unos seres muy extraños. ¡Quizá sean duendes! ¡O trasgos! ¡O malos espíritus! ¿Quién sabe?… Y, en todo caso, junto a este cedro tenemos un inmenso hormiguero: examinémoslo…
—¡Eso, eso! ¡Veamos! —gritó Miyata, grandemente impresionado por esta idea. Y marchó por una azada.
La tierra que circundaba las raíces del cedro había sido removida, de una manera bien extraordinaria, por una numerosa colonia de hormigas. Más al interior se veían las excavaciones hechas por estos raros animalitos. Y sus construcciones de arcilla, de tallos y de paja, parecían ciudades en miniatura.
En medio de una construcción infinitamente más grande que las otras, había un maravilloso enjambre de hormigas pequeñas que rodeaban a una gran hormiga de enorme cabeza negra y alas amarillas.
—¡Toma! ¡Éste es el rey de mi sueño! —gritó Miyata—. ¡Y aquí está el palacio…! ¡Pero esto es una fantasía nunca vista! ¡Esto es asombroso…! Raishu debe estar algo más al sudoeste, a la izquierda de esa raíz grande… ¡Sí! ¡Aquí está! Ahora tengo la seguridad de que encontré la montaña de Hanryoko y la tumba de la princesa…
Buscó y buscó en los restos de la guarida, y por fin descubrió una pequeña cárcava, en la cima de la cual se hallaba colocada una guija enmohecida que tenía la forma de un monumento budista. Debajo encontró el cadáver de una hormiga hembra, cubierto de arcilla.
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* Daiza. Este era el nombre que daban al estrado o grada en el cual se sentaba el príncipe o gobernador feudal para conceder las audiencias. Literalmente significa “el gran banco”.
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