"Las mil y una noches" [Historia del pájaro que habla, del árbol que canta y del agua de oro].
Hacía muy poco tiempo que el príncipe Korustcha había ocupado el trono por muerte de su padre, cuando una noche en que recorría las calles de su capital, como lo hacía habitualmente, disfrazado, para enterarse de lo que pasaba y proceder con más justicia en sus decisiones, oyó al pasar cerca de una ventana entreabierta la conversación de tres jovencitas.
Se detuvo el sultán y observó sin ser visto. Y decía la mayor:
— ¡Ay, si yo me casara con el panadero del sultán! Siempre comería de esos sabrosísimos panes que sirven en la mesa del palacio.
Y dijo después la mediana:
— ¡Ay, si yo me casara con el cocinero del sultán! Siempre comería de esos sabrosísimos platos que sirven en la mesa del palacio.
— ¡Ay, si yo me casara con el sultán! Es joven, buen mozo, y así yo sería la sultana.
Sus dos hermanas la miraron y se echaron a reír, al tiempo que el sultán continuaba su camino por las obscuras callejuelas de su capital.
A la mañana siguiente ordenó que las tres hermanas fueran llevadas a su presencia, y ante el asombro de éstas habló así a la mayor:
— ¿Tú querías casarte con mi panadero? ¡Pues sea! Y ordenó que se realizaran las bodas inmediatamente. Y dirigiéndose a la mediana, le dijo:
— ¿Tú querías casarte con mi cocinero? ¡Pues sea! Y dispuso que las bodas tuvieran lugar a continuación de las del panadero.
Quedaba la menor, que no sabía qué hacer de vergüenza. Bajó el sultán de su trono constelado de piedras preciosas, y tomándola de la mano, la acercó al estrado y le dijo:
—Y tú serás la sultana.
Pero las bodas de Korustcha y la jovencita no pudieron realizarse en seguida por los preparativos que exigían nupcias tan fastuosas, y hubo que esperar dos días. Llegada la fecha el sultán y la menor de las tres hermanitas se casaron en medio de grandes fiestas, lo que llenó de envidia a las dos mayores, pues ellas, viéndose transformadas, no en sultanas, sino en cocinera una y en panadera la otra, no tuvieron tantos halagos en sus bodas.
La envidia es mala consejera, y ellas juraron vengarse de la menor. La ocasión se les presentó al nacer el primer hijo del sultán. Las dos hermanas se dieron maña para hacer desaparecer al recién nacido, echándolo a la corriente de un arroyuelo que pasaba bajo las ventanas de la habitación de la sultana.
Al sultán le dijeron que su primer hijo había nacido sin vida.
Pero el intendente de palacio, que vigilaba el jardín en esos instantes, advirtió la maniobra, recogió al pequeño, que era hermoso como un amanecer, y se lo llevó a su esposa, contento de tener un hijo, aun cuando más no fuese que adoptivo, él que ya desesperaba de tener descendencia.
Y al año siguiente, cuando nació el segundo hijo del sultán, sucedió de la misma manera, y también el intendente de palacio recogió al pequeño, otro varoncito hermoso y rollizo.
Y lo mismo sucedió con el tercer hijo, que nació al tercer año. Esta vez era una niña, y también la recogió el intendente de palacio, que se maravilló de la extraordinaria belleza de la que él sabía era una princesita.
Pero ya el objeto que se proponían las dos infames mujeres estaba logrado, pues el sultán, al ver que su mujer no le había dado descendencia en tres años, la hizo encerrar en una prisión que sólo tenía un ventanillo y ordenó que todos, al ir a decir sus oraciones a la mezquita, pasasen por frente a esa jaula de madera y escupiesen en el rostro de la prisionera.
Mientras tanto, el intendente de palacio educó a sus hijos adoptivos como verdaderos descendientes de príncipes, le dio los mejores profesores del reino y les hizo construir un palacio con todas las comodidades. Poco después, ya viejo, se retiró del servicio del sultán, y se dedicó por entero a sus hijos adoptivos, que eran ya dos esbeltos y fuertes mozos y una bellísima y delicada adolescente, a los que había puesto respectivamente los nombres de Bahman, Pevig y Farizada.
Y llegó para el anciano la hora de la muerte y se fue de este mundo sin haber revelado a los tres jóvenes su altísimo origen.
Estos siguieron viviendo en el palacio que les había hecho construir el que ellos creían era su padre, y los dos mozos se dedicaban casi exclusivamente a tener contenta a Farizada y satisfacer sus gustos.
Un día llegó a los jardines de la mansión una mujer muy anciana, quien pidió autorización para que se la dejase entrar a decir sus oraciones. Le fue concedido y cuando salió del oratorio, Farizada la hizo llegar hasta el salón donde ella la esperaba.
Entró la anciana con visibles muestras de respeto, pero la joven se levantó de su sillón y acercándose a la mujer la tomó de la mano y la condujo a su lado en el amplio diván.
—Mucho espero de ti, mi buena madre. Tus consejos y tu experiencia deben ser regalos valiosísimos para mi juventud.
—Eres muy buena, hermosa señora, pues que así me tratas. En verdad no estoy acostumbrada a que me hablen de este modo las señoras de los palacios. En pago te diré que muchos palacios he visto por los caminos que mis pies han recorrido, pero ninguno era tan maravilloso como éste.
—Me halagan tus palabras, madre. Este palacio lo hizo construir nuestro padre, que ahora ya no vive por desgracia.
—Hombre espléndido era, por lo que veo; espléndido y de buen gusto, pero algo falta para que esta mansión sea maravillosa.
— ¿Y qué es? ¿Puedes decírmelo?
—Te lo diré: a este palacio le falta el pájaro que habla, maravilloso pájaro, a cuya voz todos los otros quedan como hechizados y se acercan a él y cantan a su lado haciéndole coro; y el árbol que canta, un árbol extraordinario cuyas hojas, al contacto con la brisa producen armonías que no tienen igual en orquesta alguna del mundo, y el agua de oro, un agua que surge como por encanto y se alarga en magnífico chorro y cae sin que se pierda una sola gota. Estas tres cosas faltan en vuestro palacio, hermosa señora...
—Agradezco, madre, los datos que me das, pero... ¿Dónde encontrar el pájaro que habla, el árbol que canta y el agua de oro?
—Escucha con atención: el que vaya en busca del pájaro que habla, del árbol que canta y del agua de oro, debe caminar sin descanso veinte días seguidos y al vigésimo preguntará a cualquiera que encuentre en su camino dónde están esas tres cosas maravillosas. Y nada más te puedo decir, hermosa y noble señora. Tengo al fin mucho que andar y mis fuerzas son pocas. Y diciendo esto, la anciana abandonó inmediatamente el palacio de los tres hermanos.
La princesita se quedó con la curiosidad de ver aquellas tres maravillas y contó a sus hermanos lo que le había revelado la anciana.
Tanto interés demostró la joven y en sus ojos se revelaba de tal manera el poderoso deseo de tener esas preciosidades, que Bahman, el mayor, dijo con voz decidida:
— ¡Hermanita, mañana mismo salgo en busca del pájaro que habla, del árbol que canta y del agua de oro!
La joven tuvo temor de que la aventura pudiese costar la vida de su hermano, pero éste disipó sus temores y dándole un cuchillo de hoja brillante y afilada, le dijo:
—Toma este cuchillo y él te dirá de mí. Si su hoja brilla como ahora es que todo va bien, pero si la ves empañada y que comienza a destilar gotas de sangre, puedes llorarme, porque seguramente habré muerto.
Y se fue Bahman en busca del pájaro que habla, del árbol que canta y del agua de oro. Cabalgó veinte días sin descanso, y llegó al cabo del vigésimo día al pie de una colina, donde encontró a un anciano de tan largas uñas que más parecían garras y de tan largos cabellos que le ocultaban casi todo el rostro.
Desmontó el príncipe, y sentándose al lado del miserable anciano, le dijo:
—Necesito saber cuál es el camino que lleva hacia el pájaro que habla, el árbol que canta y el agua de oro.
Hizo un ademán de desaliento el anciano y habló así:
—Muchos me han preguntado por esas tres cosas, y a muchos he indicado el camino que lleva a ellas, pero ninguno ha vuelto... Seguramente no han cumplido todas mis instrucciones, y un error o un olvido es la muerte, joven.
Pero tanto y tanto rogó Bahman al anciano, que éste al fin le dijo lo que deseaba, mientras le daba una pelota blanca:
— ¡Sea, y no me culpes jamás de lo que te pase! Toma esta pelota. Arrójala hacia adelante en cuanto montes a caballo y síguela. Donde se detenga, detente también, deja el caballo con las riendas sueltas que no se irá y sube por una escalinata a cuyo término encontrarás una jaula con el pájaro que habla. El te dirá dónde está el árbol que canta y el agua de oro...
—Pero eso es muy fácil...
—No tanto como parece; pon mucha atención, que en cumplir lo que te digo depende tu vida; mientras subas la escalinata voces que no sabrás de dónde salen te insultarán, te amenazarán, te gritarán denuestos e infamias. No te des vuelta para escucharlos, si no quieres perderte; y ahora, vete y que tengas suerte.
Como le indicó el anciano, Bahman arrojó la pelota y la siguió hasta que se detuvo al comienzo de una larga escalera. Allí desmontó el joven y empezó a subir, mientras observaba que casi todo el trayecto estaba flanqueado por piedras negras. De pronto oyó una voz burlona que gritaba:
— ¿Adónde va este atrevido?
Y otra que le ordenaba:
— ¡Atrás, perro infame!
Y así muchas otras que lo atemorizaron de tal modo, que Bahman inconscientemente se dio vuelta y al instante quedó transformado en una de las tantas piedras negras que flanqueaban la gran escalinata.
En ese mismo instante, Farizada observaba la hoja del cuchillo y la vio obscurecer y gotear sangre. Dio un grito:
— ¡Bahman se muere!
Acudió Pevig, y al ver el dolor de su hermana le dijo:
—Tranquilízate, hermana mía. Bien puede ser que esté en alguna dificultad nada más. Mañana temprano saldré yo en busca de nuestro hermano y del pájaro que habla, del árbol que canta y del agua de oro.
Dejó a Farizada un collar diciéndole:
—Repasa todos los días las cuentas de este collar, y cuando notes que ellas no corren porque están unidas entre sí, ese día llórame porque habré muerto.
Partió Pevig y encontró, como su hermano, al cabo del vigésimo día, al viejo miserable y le hizo la misma pregunta que le hiciera Bahman.
—Por la voz calculo que eres hermano de otro joven que por aquí pasó al final de la otra luna, y que no ha vuelto, señal de que no cumplió mis instrucciones al pie de la letra; y ahora está transformado en una piedra negra. Vuélvete a tu casa para que no tengas el mismo final.
Pero Pevig estaba dispuesto a seguir en su empeño, y entonces el anciano le dio una pelota y le dijo las mismas cosas que había dicho a Bahman, y como éste, Pevig siguió cabalgando, llegó al comienzo de la gran escalinata y, decidido, ascendió los primeros escalones.
Al final alcanzaba a ver la jaula con el pájaro que habla, pero entonces oyó que alguien le decía con tono desafiante:
— ¡Vuélvete desalmado; no te atrevas a subir esta escalera!
Olvidó entonces el príncipe la recomendación del anciano, y creyendo habérsela con algún caballero, diose vuelta, alfanje en mano, pero la voz salió del aire... y Pevig quedó también transformado en piedra negra.
Cuando Farizada fue a repasar las cuentas de su collar las vio unidas y entonces lloró la pérdida de su segundo hermano; pero, decidida a descubrir aquel misterio, vistió ropas de hombre, calzó botas de montar, sujetó un alfanje a su cintura, montó a caballo y salió por el camino que habían seguido Bahman y Pevig.
Cuando llegó al lugar donde se hallaba el viejo sucio y harapiento, le hizo la pregunta que los oídos del anciano habían escuchado ya miles de veces.
—Eres mujer dijo el anciano —, y la empresa que intentas es impropia de mujeres. Hombres muy decididos fracasaron en su empeño, y hoy son piedras negras al lado de una gran escalinata, que lleva a esas tres maravillas. ¡Vuélvete, no busques tu perdición, hermosa joven!
Pero Farizada no era menos decidida que sus dos hermanos, y el anciano tuvo que darle a ella también, a la par que la pelota blanca, las instrucciones para escalar la montaña.
Montando a caballo, siguió Farizada el trayecto que hacía la pelota blanca mientras rodaba. Cuando desmontó al pie de la escalinata, hizo algo que no habían hecho sus hermanos: se puso algodón en los oídos.
Después comenzó la ascensión, mientras observaba las piedras negras que bordeaban la escalinata. A pesar del algodón alcanzaba a percibir voces airadas, pero a nada hacía caso, puesta su intención y su voluntad en un solo deseo: alcanzar las tres maravillas, y en un solo afán: saber de sus hermanos. Próxima ya a la jaula del pájaro que habla, éste comenzó a gritar a la joven:
— ¡Vete, vete! ¡Te persiguen! ¡Te van a matar!
Pero la joven siguió adelante y con mano decidida tomó la jaula.
Instantáneamente la voz del pájaro se dulcificó y dijo a Farizada:
—Desde ahora soy tu esclavo. Puedes mandarme.
—Entonces dime dónde está el árbol que canta.
—Es aquél — contestó el pájaro —. Arranca un gajo, plántalo en tu jardín y pronto será un árbol frondoso.
— ¿Y el agua de oro?
—Está en aquella fuente. Recoge en un frasco un poco de agua y llévala.
Sin soltar la jaula, hizo la joven lo que el pájaro le decía, y luego preguntó por sus hermanos:
—Están transformados en piedras negras, pero toma con una jarra un poco del agua de esa fuente y viértela en cada una de las piedras que vemos. Pronto perderán su encantamiento y serán nuevamente apuestos donceles.
Y así fue, porque a cada chorro de agua que Farizada vertía en una piedra, ésta se transformaba en un joven hermoso. Hasta que le tocó el turno a Bahman y a Pevig, los que al volver a la vida abrazaron a su hermana, admirando su valor y su decisión.
Montó después Farizada en su caballo, siempre con la jaula del pájaro que habla, y seguida por los jóvenes desencantados, partió hacia su casa. En el camino encontraron muerto al anciano que les había dado las instrucciones.
Llegado a su palacio, la joven plantó en el jardín la ramita del árbol que canta, y en una fuente de mármol echó el agua de oro.
Al día siguiente la ramita era ya un árbol enorme, que llenaba el ambiente con las armonías de su música, y el poquito de agua que vertiera en la fuente era un chorro maravilloso que se elevaba hasta muy alto, volviendo a caer en la taza de mármol sin salpicar una gota.
Volvió a ser tranquila la vida en el palacio de los tres hermanos, hasta que un día, yendo los príncipes de caza, se encontraron con el sultán, quien se maravilló al verlos, por lo fino y delicado de su apostura, por el trato exquisito y educado de que hacían gala y las habilidades y la valentía que demostraban como cazadores. Los invitó a comer con él en palacio, y Bahman, cortésmente, contestó:
—Señor, nada hacemos sin consultar con nuestra hermana Farizada. Hablaremos con ella y mañana te contestaremos si nos encontramos aquí cazando.
Pero Farizada no supo qué decir a sus hermanos y entonces consultó al pájaro que habla:
—Debéis ir — contestó el pájaro — y conviene que el sultán te conozca también, Farizada. Mucho de bueno saldrá de todo eso, para ti, para tus hermanos y para alguien más que sufre desde hace mucho tiempo, resignada y silenciosamente.
Fueron los hermanos al palacio del sultán y éste los hizo sentar a su mesa, y quedó más encantado que la primera vez de la finura de los jóvenes. Cuando se despidieron, aquéllos pidieron al sultán que les hiciera el gran honor de visitarlos para que conociera a su hermana Farizada.
La joven, cuando supo que el sultán iría a comer con ellos, fue en consulta al pájaro que habla:
—Viene el sultán y no sé qué darle de comer...
—No te preocupes, Farizada — contestó el ave —; tienes que darle su plato favorito.
— ¿Y cuál es?
— ¡Pepinos rellenos con piedras preciosas!
— ¿Cómo? Las piedras preciosas no se comen y, además, ¿dónde encontrarlas?
—Busca, Farizada, al lado del tercer árbol, contando desde aquí. Cava allí y encontrarás el relleno para los pepinos.
Así lo hizo Farizada, y en efecto, cavando al pie del tercer árbol, encontró piedras preciosas valiosísimas, con las que el cocinero cumplió la extraordinaria orden de su ama: presentar al soberano un plato de pepinos rellenos con piedras preciosas.
Al día siguiente, los jóvenes fueron a buscar al sultán y así que éste llegó al palacio que había sido del intendente, quedó maravillado de la hermosura de Farizada.
—No imaginaba — dijo — que encontraría en el reino una joven tan hermosa. Pero su asombro fue creciendo a medida que Farizada mostraba al regio visitante las tres cosas más curiosas del palacio: el pájaro que habla, el árbol que canta y el agua de oro.
Como en un éxtasis quedó el soberano cuando escuchó la maravillosa música que, como si fuese una orquesta invisible, ejecutaban las hojas del árbol que canta. Preguntó el sultán dónde había conseguido Farizada tamaña maravilla, pero la joven se dio maña para no contestar a pregunta tan indiscreta, llevándolo a ver el agua de oro.
—Parece cosa de hechizo — comentó el soberano —. En verdad tenéis cosas extraordinarias en este hermoso palacio.
Y mientras seguían admirando las bellezas que había en los jardines, la joven dijo al soberano que ellos eran hijos del intendente fallecido, y que toda aquella obra tan hermosa había sido hecha por el anciano.
Llegada la hora del almuerzo, alrededor de la mesa bien servida, tomaron asiento el sultán, los dos jóvenes y Farizada. Extraño era el fulgor que se notaba en los ojos del visitante.
Cuando llegó el turno al plato de pepinos rellenos con piedras preciosas, el sultán se dispuso a cortar el pepino y hundió el cuchillo, pero notó la dureza de las piedras.
— ¿Y esto?
Entonces el pájaro que habla, que estaba en su jaula, al lado de una ventana, exclamó:
— ¡Te asombras de encontrar piedras preciosas dentro del pepino y no te asombraste cuando tus cuñadas te dijeron que tus hijos, uno tras otro y así hasta tres, habían nacido muertos! ¿Crees que todos los que te rodean en palacio te son fieles y leales?
Se puso de pie el sultán, asombrado de semejante discurso y más por oírlo del pico de un ave, y cuando el asombro amenguó y pudo hablar, dijo:
— ¡Pues si tanto sabes, habla de una vez, pájaro sabio!
— Hablaré, sí, hablaré!
Dio un salto, cambió de palo en su jaula, dio un chillido al cual respondieron todos los pájaros del jardín, y entonces continuó de esta manera:
—Escucha: la sultana a quien tienes prisionera es inocente. Ella te dio tres hijos, y los tres nacieron vivos. Pero la perfidia de tus cuñadas, la mujer del cocinero y la del panadero, hizo que esos niños fueran arrojados al agua que corre por debajo de los balcones del palacio...
— ¡Esto es horrible! — exclamó el sultán —. Haré matar a esas mujeres infames. Pero, ¿y mis hijos?
—No te impacientes. Has esperado tanto, que ahora bien puedes aguardar a que te diga el final de esta historia, porque tus hijos viven, y viven porque tu intendente los recogió y los educó, y vivió por ellos y para ellos, y son...
Bahman, Pevig y Farizada se pusieron de pie. El corazón les decía que algo inesperado iba a suceder. El sultán estaba pendiente del pico del pájaro que habla, y éste continuó:
—...y son estos tres hermosos jóvenes que te rodean y te agasajan.
En un mismo grito de alegría, el sultán y sus tres hijos se abrazaron.
Cuando pudo sobreponerse a la intensidad de su emoción, el sultán desprendiose de los brazos de sus hijos y partió en dirección a la ciudad, anunciándoles que al día siguiente volvería para traerles a su madre.
En cuanto el soberano llegó a palacio, hizo acudir a su presencia al visir, a quien ordenó que sin pérdida de tiempo prendiese a las hermanas de su esposa. Poco tiempo después, un pregonero anunciaba el castigo que el sultán mandaba dar a quienes le habían engañado con la más atroz de las infamias.
Cumplido este acto de justicia, el sultán, rodeado de sus oficiales y de los principales señores de la corte, se dirigió a la puerta de la mezquita, ante la cual, encerrada en su jaula, sufría la madre de los tres príncipes las injurias de todos los musulmanes que estaban en el templo o salían de él.
Públicamente, de rodillas y con la frente sobre el polvo, le pidió perdón el sultán, manifestándole que había sido víctima del más torpe de los engaños por parte de sus hermanas, a quienes había de castigar con la dureza que merecían.
La pobre mujer, que había pasado todos aquellos años elevando a Alá sus pensamientos, se desmayó al escuchar a su esposo reconocer su inocencia. Trasladada a palacio, fue atendida con la atención que requería su delicado estado; pero al día siguiente, sabiendo que iba a ver a sus hijos, a los que amaba sin conocer, y a quienes creía perdidos para siempre, se mostró ágil y animosa, y cuando llegó al encantador palacio en que ellos habitaban, dio pruebas de una vitalidad sin límites, no cansándose de besar y abrazar a los jóvenes, quienes, por su parte, sentíanse felices al estrechar entre sus brazos a la que les había dado el ser y que ellos habían ignorado por tan largo tiempo.
Al día siguiente, el palacio real estaba de fiesta y el pueblo bullía en la plaza para ver llegar a los tres príncipes y a su madre, la sultana, a quien el monarca había hecho poner en libertad y que ahora, en medio de la fiesta iba a ocupar de nuevo su lugar en palacio, mientras el cocinero mayor y el panadero de su majestad lloraban la pérdida de sus respectivas esposas, pues aquella misma mañana habían sido ahorcadas las dos infames hermanas de la esposa del sultán.
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