La Ilíada. Homero
Preámbulo
La guerra de Troya es el acontecimiento más célebre de la Edad Heroica Griega. Troya era una populosa y rica ciudad del Asia Menor y se levantaba cerca del monte Ida a orillas del Escamandro . Príamo, rey de Troya, o Ilión, envió a su hijo Paris a la corte de un rey de la Hélade. En el camino se detuvo en la corte de Menelao, rey de Lacedemonia, se enamoró de Helena, mujer de este héroe y la raptó. Todos los reyes amigos de Menelao y de su hermano Agamenón se dispusieron a vengar este ultraje. El relato de las batallas que en el último año del sitio (que duró diez) se realizaron, es lo que se llama la Ilíada. La Ilíada comienza con la disputa de Aquiles y Agamenón, que trajo grandes males al ejército y acaba con la muerte de Héctor; pero la guerra siguió todavía hasta que Troya fue tomada y destruida por los asaltantes.
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1. La cólera de Aquiles
El sacerdote de Apolo, Crises, deseando redimir a su hija, se presentó ante las naves aqueas con un inmenso rescate y a todos, pero especialmente a los Atridas , caudillos de pueblos, les suplicó así: "¡Atridas y demás aqueos! Los dioses os permitan destruir la ciudad de Príamo y regresar felizmente a la patria. ¡Poned en libertad a mi hija, venerando a Apolo!"
Todos los aqueos aprobaron que se respetase al sacerdote, más el Atrida Agamenón , le mandó enhoramala con amenazador lenguaje. El anciano sintió temor y sin desplegar los labios fuese por la orilla del mar y dirigió ruegos al soberano Apolo, el de la hermosa cabellera :
"Óyeme, tú, que llevas el arco de plata. ¡Cúmplase este voto! ¡Paguen los aqueos mis lágrimas!" Oyó Apolo, e irritado descendió con su arco y su carcaj. Iba semejante a la noche. Sentado lejos de las naves tiró una flecha, y el arco de plata dio un terrible chasquido. Al principio el dios disparaba contra los mulos y los perros, más luego dirigió sus mortíferas saetas a los hombres y continuamente ardían piras de cadáveres. Durante nueve días volaron por el ejército las flechas del dios. Al décimo, Aquiles convocó a junta, porque se lo puso en el corazón Hera, que amaba a los aqueos. Acudieron y, una vez reunidos, Aquiles, el de los pies ligeros, dijo:
"¡Atrida! Creo que tendremos que volver atrás yendo otra vez errantes, pues si no la guerra y la peste acabarán con los aqueos. Consultemos a un adivino o intérprete de sueños para que nos diga por qué se irritó tanto Apolo y si querrá apartar de nosotros la peste."
Cuando hubo hablado, se levantó Calcas que conocía lo presente, lo futuro y lo pasado, y había guiado las naves hasta Ilión y dijo: —"Hablaré, pero declara y jura que me defenderás, pues temo irritar a un varón que goza de gran poder entre los aqueos."
Respondió Aquiles: —"Ninguno pondrá en ti sus pesadas manos, mientras yo viva."
Entonces cobró ánimo Calcas, y dijo: "No está el dios quejoso con motivo de algún voto sino a causa del ultraje que Agamenón ha inferido al sacerdote a quien no devolvió su hija. Por eso el Flechador nos causa males, y no nos librará de la peste hasta que sea restituida sin rescate la doncella de ojos vivos."
Dichas estas palabras se sentó.
Se levantó el poderoso Agamenón, afligido, con las entrañas llenas de cólera y los ojos parecidos al fuego, y exclamó: —¡Adivino de males! Jamás me has anunciado nada grato. Siempre te complaces en profetizar desgracias. Consiento en devolver a la joven Criseida, porque quiero que el pueblo se salve; pero preparadme otra recompensa. ¡Ved todos que se me va de las manos la que me correspondió!
Respondió Aquiles el de los pies ligeros: "¡Atrida codicioso! ¿Cómo pueden darte otra recompensa los aqueos? Entrega esa joven al dios y te pagaremos el triple, si Zeus nos permite tomar Troya."
Dijo en respuesta el rey Agamenón: "Aunque seas valiente, Aquiles, no podrás burlarme. Si los magnánimos aqueos no me dan otra recompensa conforme a mis deseos, yo mismo me apoderaré de la tuya o de la de Áyax o me llevaré la de Odiseo. Mas de esto deliberaremos otro día. Ahora botemos la nave y embarquemos a Criseida, la de hermosas mejillas, y sea capitán cualquiera de los jefes: Áyax, Odiseo o tú, Pelida , el más portentoso de los hombres, para que aplaques al Flechador."
Mirándole con torva faz, exclamó Aquiles: "¡Oh, codicioso! No hemos venido obligados a pelear contra los troyanos, pues nada nos han hecho. Te seguimos a ti para daros el gusto a ti y a Menelao de vengaros de ellos. No fijas en esto la atención y aun me amenazas con quitarme mi recompensa.
"Jamás mi botín iguala al tuyo. Aunque la parte más pesada de la guerra la sostienen mis manos, tu recompensa es siempre mayor.
"Ahora me iré, pues lo mejor es regresar a la patria: no pienso permanecer aquí sin honra para proporcionarte ganancia y riqueza."
Contestó el rey Agamenón: —"Huye, pues no te ruego que por mí te quedes. Otros hay a mi lado que me honrarán. Me eres odioso más que ningún otro, porque siempre te han gustado las riñas y peleas. Si es grande tu fuerza, un dios te la dio. Vete a tu patria, llevándote las naves y tus compañeros. No me cuido de que estés irritado; pero te haré una amenaza: puesto que Apolo me quita a Criseida yo mismo iré a tu tienda y me llevaré a Briseida, tu recompensa, para que sepas cuán poderoso soy."
Tal dijo. Aquiles se acongojó, y dentro de su corazón discurrió dos cosas: matar al Atrida o reprimir su furor. Mientras tales pensamientos tenía, vino Atenea del cielo, y le tiró de la blonda cabellera apareciéndose a él solo. Aquiles volvióse y al instante la reconoció.
Dijo Atenea, la diosa de los ojos claros: —"Vengo del cielo a apaciguar tu cólera y me envía Hera . Cesa de disputar. Lo que voy a decirte se cumplirá: Por este ultraje se te ofrecerán un día triples presentes. Domínate y obedéceme."
Envainó la enorme espada el hijo de Peleo y dijo a Agamenón: —"¡Borracho, ojos de perro y corazón de ciervo! ¡Rey devorador de tu pueblo! En otro caso, Atrida, éste fuera tu último insulto, pero voy a decirte otra cosa y sobre ella prestaré juramento:
"Algún día los aqueos todos echarán de menos a Aquiles, y tú, aunque te aflijas, no podrás socorrerles cuando sucumban a manos de Héctor, matador de hombres. Entonces desgarrarás tu corazón por no haberme respetado." Así se expresó el Pelida, y tirando a tierra el cetro tachonado con clavos de oro, se sentó.
En el otro lado, el Atrida iba enfureciéndose; pero se levantó Néstor, suave en el hablar, que había visto morir dos generaciones, y dijo: "¡Oh, dioses! ¡Qué motivo tan grande de pesar para la tierra aquea! Príamo y sus hijos se alegrarían si oyeran las palabras con que disputáis vosotros. Prestadme obediencia, que es lo mejor que podéis hacer. Ni tú, Agamenón, aunque seas valiente, le quites la doncella, puesto que se la dieron en recompensa, ni tú, Aquiles, quieras altercar de igual a igual con un rey. Si tú eres esforzado, Aquiles, se debe a que eres hijo de una diosa; pero éste es más poderoso porque reina sobre mayor número de hombres. Atrida, apacigua tu cólera, que Aquiles es para todos los aqueos fuerte muralla en el combate."
Respondió el rey Agamenón: "Sí, anciano; oportuno es cuanto has dicho; pero este hombre a todos quiere dominar, a todos gobernar, a todos dar órdenes ..."
Le interrumpió Aquiles: —"Cobarde y vil podría llamárseme si cediera a todo lo que me dices… Manda a otros, a mí no me des órdenes, pues yo no pienso obedecerte. Otra cosa te diré: No he de combatir con estas manos por la doncella que me disteis; pero de lo demás que tengo en mi nave, nada podrías llevarte y si no inténtalo; pronto tu negra sangre correría en torno a mi lanza."
Después de altercar así disolvieron la junta. El hijo de Peleo fuese hacia sus naves con Patroclo y sus amigos. Agamenón botó al mar una nave y condujo a Criseida hasta ella.
Pero no olvidó la amenaza que hiciera a Aquiles, y mandó a sus heraldos: "Id a la tienda de Aquiles y, tomando de la mano a Briseida, traedla acá y si no os la diere, decidle que iré yo mismo a quitársela."
Contra su voluntad fueron los heraldos, y llegando a la tienda, se pararon sin decir nada; pero el héroe lo comprendió todo y dijo: "¡Salud, heraldos! Acercaos, pues para mí vosotros no sois culpables, sino Agamenón que os envía. ¡Ea, Patroclo! Saca a la doncella y entrégala."
Su amigo obedeció. Entonces Aquiles rompió en llanto y alejándose de sus compañeros se sentó a la orilla del mar, y dirigió a su madre muchos ruegos: "¡Madre! ¡El poderoso Agamenón me ha ultrajado!"
Oyó la madre desde el fondo del mar, donde se hallaba, e inmediatamente subió como una niebla de las aguas para sentarse a su lado. Le acarició la mano, y habló así: "¡Hijo! ¿Por qué lloras, qué pesar tienes? Habla, no me ocultes lo que piensas.
Dando profundos suspiros, contestó Aquiles: "Tú lo sabes, madre; socorre a tu hijo: ve al Olimpo y ruega a Zeus. Muchas veces hallándome en el palacio de mi padre oí que te gloriabas de haber evitado tú sola una desgracia a Zeus que amontona las nubes. Recuérdaselo. Abraza sus rodillas: Quizá, quiera favorecer a los troyanos y abandonar a los aqueos haciéndolos morir junto a las naves."
Respondió Tetis: "¡Ay, hijo mío! Yo misma iré al Olimpo y hablaré a Zeus. Tú quédate en las naves, conserva tu cólera y no combatas. Ayer fue Zeus al país de los etíopes para asistir a un banquete y todos los dioses le siguieron; pero de aquí a doce días volverá. Entonces acudiré y espero persuadirlo!"
Volvió Aquiles a sus naves y no concurrió más a las juntas ni cooperó a la guerra.
Tetis no olvidó el encargo de su hijo y saliendo del mar al día duodécimo subió muy de mañana al cielo. Halló a Zeus sentado en la más alta de las muchas cumbres del monte. Abrazó sus rodillas con la mano izquierda, tocó su barba con la diestra y le dirigió esta súplica:
"¡Padre Zeus! Honra a mi hijo, el héroe de más breve vida, pues el rey Agamenón lo ha ultrajado. Véngale tú, Zeus Olímpico, concediendo la victoria a los troyanos hasta que los aqueos den satisfacciones a mi hijo y le colmen de honores."
Zeus que amontona las nubes agitó la divina cabeza en señal de asentimiento, y Tetis saltó al profundo mar.
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2. Los combates - La salida
Los aqueos promovieron gran clamor como cuando las olas baten un elevado risco y soplan los vientos en encontradas direcciones. Luego levantándose se dispersaron por las naves, encendieron lumbre en las tiendas y ofrecieron sacrificios a los dioses para que los libraran de morir en la batalla.
Agamenón inmoló un buey de cinco años a Zeus que reina en el Olimpo, habiendo llamado a su tienda a los principales caudillos de los aqueos: A Néstor , a Áyax , a Idomeneo ), a Diomedes y a Odiseo . Espontáneamente se presentó Menelao porque sabía lo que su hermano estaba preparando. Se colocaron todos alrededor y tomaron harina con sal. Y puesto en medio Agamenón, oró, diciendo: "¡Zeus gloriosísimo! Que no se ponga el sol ni sobrevenga la noche antes que yo destruya el palacio de Príamo, entregándolo a las llamas y rompa con mi lanza la coraza de Héctor."
Hecha la rogativa y esparcida la harina con sal, cogieron las víctimas por la cabeza y las degollaron. Pero Zeus, no oyó su súplica.
Al momento Agamenón dispuso que los heraldos llamaran a la batalla y los aqueos se reunieron prontamente. El Atrida, y los reyes hacían formar a los guerreros; Atenea ponía fortaleza en sus corazones para que pelearan sin descanso, y el brillo de las armaduras de los que se ponían en marcha llegaba al cielo.
Y los que en el florido prado del Escamandro llegaron a juntarse, fueron innumerables.
A los troyanos los mandaba el gran Héctor y Eneas, el rey Asio, Pándaro y Sarpedón. Puestos en orden de batalla con sus respectivos jefes, los troyanos avanzaron gritando como aves. Los aqueos marchaban silenciosos respirando valor y dispuestos a ayudarse mutuamente.
Cuando ambos ejércitos se hubieron acercado, apareció en primera fila Paris , semejante a un Dios, con una piel de leopardo sobre los hombros, el corvo arco y la espada, y blandiendo dos lanzas desafió a los más valientes a que sostuvieran con él terrible combate.
Menelao, el legítimo esposo de Helena a quien Paris retenía en su palacio, le vio venir y como un león hambriento saltó del carro al suelo sin dejar las armas, ansioso de castigar al culpable. Pero Paris apenas le distinguió entre los combatientes delanteros, retrocedió al grupo de sus amigos como el que descubre un dragón en la espesura de un bosque.
Advirtiéndolo Héctor, lo llenó de injurias: —"¡Miserable Paris, mujeriego; seductor! ¡Ojalá hubieses muerto! Te valdría más que no ser la vergüenza de los tuyos. Los aqueos se ríen de haberte creído un bravo campeón cuando fuiste a sus comarcas, porque no hay en tu pecho ni fuerza ni valor. Reuniste a tus amigos, y te trajiste de remota tierra una mujer linda que era esposa y cuñada de hombres guerreros ¡y hoy no esperas a Menelao para el combate! ... Conocerías al varón de quien tienes la bella esposa y no te valdrían los dones de Afrodita , la cabellera y la hermosura cuando rodaras por el polvo. Los troyanos son muy tímidos, si no ya estarías cubierto de una túnica de piedras por los males que les has causado."
Respondió Paris: "¡Héctor! Con motivo me injurias; pero tu corazón es inflexible como el hacha que se hunde en el leño. Si ahora quieres que combata detén a los aqueos y a los troyanos todos: dejadnos en medio a Menelao y a mí para que peleemos por Helena. El que venza por ser más valiente lleve a su casa mujer y riquezas, y vosotros después de jurar la paz seguid en la fértil Troya, y vuelvan los aqueos a sus comarcas."
Así habló. Oyó Héctor con placer y corriendo al centro de ambos ejércitos, detuvo las falanges troyanas. Los aqueos le arrojaban flechas y piedras; pero Agamenón les gritó: "No tiréis, pues Héctor quiere decirnos algo."
Quedaron silenciosos, y Héctor, colocándose entre unos y otros, dijo: —"Oíd, aqueos y troyanos, el ofrecimiento de Paris. Propone que dejemos las armas en el suelo, y él y Menelao peleen en medio por Helena. El que venza por ser más valiente, llevará a su casa mujer y riquezas, y los demás nos juraremos paz y amistad."
Enmudecieron todos hasta que Menelao habló de este modo: —"Oídme a mí. Tengo el corazón traspasado de dolor y creo que ya habéis padecido muchos males por causa mía y por culpa de Paris. Es tiempo de que nos separemos. Conducid aquí a Príamo para que sancione los juramentos."
Tal dijo. Gozaron todos con la esperanza de que ya iba a terminar la calamitosa guerra, y dejando las armaduras en tierra se acercaron, y Héctor despachó dos heraldos a la ciudad para que llamaran al Rey.
Los heraldos encontraron al anciano Príamo cerca de la muralla, y le dijeron lo que se había acordado. Mandó el anciano que enganchasen los caballos y subiendo guio su carro por la llanura hasta el campo de batalla. Se levantaron al verlo llegar todos los reyes, hicieron los juramentos y después Príamo regresó a Ilión.
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3. Combate de Paris y Menelao
Héctor y Odiseo midieron el campo y echaron suertes para decidir quién sería el primero en arrojar la lanza.
Los hombres oraban y algunos decían: "¡Padre Zeus! Concede que quien tantos males nos causó a unos y a otros, muera, y nosotros gocemos la amistad jurada."
Se vistió Paris con una magnífica armadura, protegió el pecho con la coraza, colgó de su hombro una espada de bronce, embrazó el fuerte escudo, cubrió su cabeza con hermoso casco empenachado de crines de caballo y asió una poderosa lanza.
De igual manera se armó Menelao.
Cuando aparecieron entre ambos ejércitos mirándose de un modo terrible, aqueos y troyanos se quedaron atónitos al contemplarlos. Paris lanzó primero la lanza y dio un bote en el escudo de Menelao Atrida sin que el bronce lo rompiera, y la punta se torció al chocar.
Disponiéndose a acometer, oró Menelao: "¡Zeus, soberano! Permíteme castigar al que me ofendió, para que los hombres venideros teman ultrajar al que les diere su amistad!"
Su lanza atravesó el escudo de Paris, se clavó en la coraza y rasgó la túnica; pero el troyano, inclinándose, evitó la muerte.
El Atrida desenvainó la espada, pero al herir a su enemigo se le rompió en tres pedazos. Entonces lo cogió por el casco, y lo arrastró hacia los aqueos, medio ahogado por la correa, y lo hubiera llevado consigo hasta su tienda, consiguiendo enorme gloria, si no le hubiese advertido Afrodita, hija de Zeus, quien rompió la correa dejando el casco vacío en la mano de Menelao. De nuevo atacó el Atrida a Paris para matarlo con la lanza, pero entonces Afrodita lo arrebató envuelto en densa niebla, y se lo llevó hasta el palacio. Y Menelao se revolvía entre la muchedumbre, como una fiera, buscándolo.
Entonces Agamenón dijo: "¡Oíd, Troyanos y Aqueos! La victoria quedó por Menelao. Entregadnos a Helena y pagad una indemnización que sea justa."
Y todos los aqueos aplaudieron.
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4. Los troyanos rompen la tregua
Pero Zeus, que quería honrar a Aquiles, dispuso que los troyanos, contra lo jurado, volvieran a atacar a los aqueos.
Atenea transfigurada en varón penetró hasta el ejército e incitó a un troyano para que disparase sus flechas contra Menelao. Rechinó el gran arco en las manos del guerrero, crujió la cuerda y la flecha se clavó en el cinturón del Atrida y rompiendo la coraza rasguñó la piel e hizo brotar la sangre.
El rey Agamenón se estremeció al verlo, pero como advirtiera que quedaban fuera el nervio y las plumas, recobró el ánimo y asiendo la mano de Menelao, dijo: "Hermano, te han herido pisoteando los juramentos; pero si el Olímpico no los castiga ahora, lo hará más tarde y pagarán cuanto hicieron. Día vendrá en que perezca la sagrada Ilión y Príamo y su pueblo."
En seguida recorrió veloz las filas de los guerreros, excitándolos a la pelea, y diciendo: —"Aqueos, no desmaye vuestro valor, Zeus no protegerá a los pérfidos; han faltado a sus juramentos y sus carnes serán pasto de los buitres, y nosotros nos llevaremos sus riquezas cuando tomemos la ciudad!"
Como las olas impelidas por el viento, primero se levantan en alta mar, braman después al romperse en la playa, suben a lo alto y escupen la espuma, así las falanges de los aqueos marchaban al combate.
Los caudillos daban órdenes y los guerreros avanzaban callados.
Los troyanos se acercaban también y un confuso vocerío se elevaba de entre ellos. A éstos los excitaba Ares, a los otros Atenea y a ambos la Discordia y el Terror.
Cuando los ejércitos, volvieron a juntarse, chocaron entre sí y se produjo gran tumulto. Se oían simultáneamente los lamentos de los heridos y los gritos jactanciosos de los matadores, y la tierra manaba sangre. Cuando Odiseo y Áyax entraron al combate, se arredraron los combatientes delanteros y Héctor mismo.
Entonces Apolo, que presenciaba los combates, excitó a los troyanos, diciendo: "¡Acometed, hijos de Príamo! No cedáis en la batalla, que no pelea Aquiles, hijo de Tetis, el más valiente de los hombres."
Entonces Palas Atenea infundió gran valor a Diomedes y al Atrida Agamenón y a Menelao, y muchos troyanos murieron. Pero Ares enardeció a Héctor que, blandiendo un par de afiladas picas, recorrió el ejército y promovió terrible pelea. Cubrió el campo Ares de espesa niebla para socorrer a los troyanos, que a todas partes iba manejando una lanza enorme, y su furor era insaciable.
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5. Atenea hiere a Ares en el combate
Cuando Hera vio que los troyanos capitaneados por el dios mataban a muchos aqueos, dijo a Atenea: "¡Hija de Zeus! Vana será la promesa que hicimos a Menelao de que no se iría sin destruir Troya, si dejamos que Ares ejerza su furor."
Al punto Atenea se armó para la guerra. Cubrió su cabeza con áureo casco y asió la lanza poderosa con la que la hija del prepotente Padre destruye filas enteras de héroes.
Hera, tomando el aspecto de un guerrero, descendió y dijo a los aqueos: —"¡Qué vergüenza, aqueos, hombres sin dignidad! Mientras Aquiles asistía a las batallas, los troyanos amedrentados no pasaban de sus puertas, y ahora combaten lejos de la ciudad y junto a las naves!"
Con tales palabras los excitó a todos.
Atenea, la diosa de los brillantes ojos, fue en busca de Diomedes y le halló junto a su carro refrescando una herida que un arquero le causara. La diosa le dijo: —"¡Diomedes, carísimo a mi corazón! No temas a Ares ni a ninguno de los inmortales dioses. Tanto te voy a ayudar."
Y subiendo al carro con él, guio los caballos hacia el combate.
Cuando Ares les vio venir se encaminó a su encuentro. Deseaba acabar con Diomedes, y le dirigió la lanza por encima de las riendas; pero Atenea la alejó del carro e hizo que diera el golpe en vano. A su vez Diomedes atacó a Ares y la pica, dirigida por la diosa, hiriéndolo.
Ares clamó como gritarían nueve o diez mil hombres en la guerra. Temblaron amedrentados aqueos y troyanos y el dios, cubierto por una niebla, se dirigió al cielo, donde Zeus mandó que lo curaran.
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6. Combate entre Héctor y Áyax
Inspirado por Apolo que deseaba que la victoria fuera para los troyanos, entró Héctor corriendo con la lanza cogida por en medio, detuvo las falanges enemigas y, puesto entre unos y otros, dijo: "Oídme, aqueos y troyanos! Entre vosotros se hallan los más valientes aqueos. Aquél que quiera combatir conmigo que se adelante. Propongo lo siguiente y Zeus sea testigo:
"Si logra quitarme la vida, despójeme de mis armas y lléveselas a las naves y entregue mi cuerpo a los míos, y si yo le matare, me llevaré sus armas a la sagrada Ilión, las colgaré en el templo de Apolo y enviaré su cadáver a los navíos."
De este modo se expresó. Todos enmudecieron, pues, por vergüenza, no rehusaban el desafío, y por miedo, no se decidían a aceptarlo. Al fin Menelao exclamó de esta manera: "¡Ay de mí, aqueos! Grande será nuestro oprobio si no sale alguno al encuentro de Héctor. Ojalá os volvierais agua y tierra allí donde estáis sentados, hombres sin honor. Yo seré quien me arme y luche, pues la victoria la conceden desde lo alto los dioses."
Dicho esto, empezó a ponerse la armadura. Pero Agamenón lo tomó de la mano, exclamando: "¡Deliras, Menelao! No quieras luchar con un hombre más fuerte que tú, con Héctor, que a todos amedrenta y cuyo encuentro causaba horror al mismo Aquiles. Siéntate con tus compañeros y los aqueos harán que surja otro campeón."
Entonces se levantó Néstor, el viejo, e increpó duramente al ejército. Y nueve guerreros se presentaron. Acudió Agamenón, luego Diomedes, Áyax, Idomeneo, el divino Odiseo y otros. Echaron suertes y salió Áyax. Se armó al punto y tan terrible entró al combate que los aqueos se regocijaron y al mismo Héctor le palpitó el corazón en el pecho.
Blandiendo la enorme lanza, la arrojó contra el escudo de Áyax y la fuerte punta lo horadó, pero en la última capa quedó detenida. Áyax tiró a su vez un bote en el escudo liso de Héctor, y el arma atravesándolo se hundió en la coraza y rasgó la túnica, pero el héroe, inclinándose, evitó la muerte. Arrancando ambos las lanzas acometieron de nuevo. Áyax hirió en el cuello a Héctor. Mas no por eso cesó éste de combatir. Cogió con su robusta mano una piedra y la tiró contra el enemigo haciéndolo vacilar. Este cogió una mucho mayor y la despidió con fuerza inmensa. La piedra dobló el borde del escudo de Héctor y, chocando con sus rodillas, lo tumbó de espaldas. Pero Apolo lo puso en seguida de pie.
Helios descendía ya y los heraldos suspendieron el combate, y ambos héroes se separaron haciéndose magníficos regalos, sin que la victoria quedara para ninguno, pues eran igualmente fuertes.
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7. Combate junto a las naves
Eos se esparcía por la tierra cuando Zeus reunió la junta de los dioses en la más alta de las cumbres del Olimpo, y les habló así: "¡Oídme todos, dioses y diosas! El que intente socorrer a los aqueos o a los troyanos, volverá afrentosamente al Olimpo, o, cogiéndolo, le arrojaré al Tártaro, en lo más profundo debajo de la tierra."
Todos callaron asombrados, y Atenea dijo: "¡Padre nuestro, el más excelso de los dioses! Bien sabemos que tu poder es incontrastable, pero tenemos lástima de los aqueos que morirán."
Sonrió Zeus, unció los corceles de pies de bronce, y subió al carro. Los caballos emprendieron el vuelo entre la tierra y el cielo, y llegaron a la cima del monte Ida desde donde se puso a contemplar la ciudad troyana y las naves aqueas.
Los aqueos se desayunaban apresuradamente, y, en seguida, tomaron sus armas. Los troyanos se armaban también dentro de la ciudad. Cuando los dos ejércitos llegaron a juntarse, se produjo un gran tumulto. Al amanecer, los tiros alcanzaban por igual a unos y otros, y los hombres caían. Cuando el sol hubo recorrido la mitad del cielo, Zeus, para saber a quién estaba reservada la dolorosa muerte, cogió por el centro la balanza y tuvo más peso el día fatal de los aqueos.
Entonces el padre de los dioses tronó fuerte desde el Ida y envió una ardiente centella a los aqueos, quienes al verla no se atrevieron ya a permanecer en el campo, ni Agamenón, ni Áyax, ni Idomeneo.
Néstor dijo a Diomedes, que combatía cerca de Héctor: "Tuerce la rienda a los caballos. Hoy Zeus da la victoria a los troyanos, y ningún hombre puede impedir sus propósitos." Tal dijo. Diomedes estaba indeciso. Tres veces se le presentó la duda en el corazón y tres veces Zeus tronó sobre el monte para anunciar el triunfo de los habitantes de Ilión.
Y Héctor los animaba diciendo: "¡Troyanos! Sed hombres, mostrad vuestro valor. Zeus envía la perdición a los aqueos; los débiles muros que construyeron para proteger sus naves no podrán contener mi arrojo, pues los caballos salvarán fácilmente el foso. Cuando llegue a las naves, traedme el voraz fuego para que las incendie y mate junto a ellas a los aqueos aturdidos por el humo. Seguid adelante, para ver si nos apoderamos del escudo de Néstor, que es todo de oro, y le quitamos a Diomedes la labrada coraza. Creo que si hacemos estas cosas, los aqueos se embarcarán esta misma noche en sus naves."
Así habló, vanagloriándose. El espacio que había entre los bajeles y el muro se llenó de carros y de hombres que retrocedían, y Héctor, igual a Ares, hubiese pegado fuego a las naves, de no haber sugerido Hera a Agamenón que animara a los aqueos.
Subió el atrida a la nave de Odiseo, que estaba en el centro, para que lo oyeran por ambos lados hasta las tiendas de Áyax y de Aquiles, que estaban en los extremos. Y, con voz penetrante, gritaba a los aqueos
¡Qué vergüenza, aqueos, hombres sin dignidad! Nos gloriábamos de ser valientísimos y que cada uno haría frente en la batalla a ciento y a doscientos troyanos..! ¡Ahora ni con uno podemos! Y Héctor pegará fuego a las naves. ¡Padre Zeus! Cúmpleme este voto: déjanos escapar y librarnos de este peligro, y no permitas que los troyanos maten a los aqueos."
El Padre, compadecido de verle derramar lágrimas, le concedió que su pueblo se salvara y no pereciese, y en seguida mandó un águila, la mejor de las aves agoreras, que tenía en las garras un hijuelo de cierva y lo dejó caer al pie del altar donde los aqueos ofrecían sacrificios al dios. Cuando éstos vieron el ave enviada por Zeus, sólo pensaron en combatir de nuevo. El primero en resistir el ataque, fue Diomedes, luego los atridas Áyax e Idomeneo. Teucro, el mejor de sus arqueros, envió muchas flechas contra Héctor y mató a varios grandes guerreros; pero Héctor se le escapaba siempre. Por fin, el jefe troyano acertó a darle con una gran piedra cerca del hombro donde la clavícula separa el cuello y las heridas son mortales, y le rompió el nervio.
El Olímpico excitaba siempre el valor de los troyanos, que hicieron retroceder a los aqueos más allá del foso. Héctor iba delante haciendo gala de su fuerza, y perseguía a los aqueos matando al que se rezagaba, y todos huían espantados. Cuando atravesaron la empalizada del foso, muchos sucumbieron a manos de los troyanos. Los que pudieron escapar no pararon hasta las naves, y allí se animaban unos a otros y, con los brazos levantados, oraban a todos los dioses.
Hera, compadecida de los aqueos, dirigió a Atenea estas palabras: "¡Oh Dioses! ¡Hija de Zeus! ¿No nos cuidaremos de socorrer, aunque sea tarde, a los aqueos moribundos? Perecerán por el arrojo de un solo hombre, de Héctor, hijo de Príamo, que causa tan gran estrago."
Atenea dejó caer el hermoso peplo bordado, y se armó para la guerra, pero el padre Zeus, apenas las vio desde el Ida, se encendió en cólera y llamó a Iris para que le sirviera de mensajera: "¡Anda, ve, rápida Iris! Haz que se vuelvan y no las dejes llegar a mi presencia. Lo que voy a decir se cumplirá: las derribaré del carro que romperé luego, y ni en diez años curarán de las heridas que las produzca el rayo, para que conozca la de los ojos claros que es con su padre, contra quien combate."
Iris, la de los pies rápidos, se levantó para llevar el mensaje y alcanzando a las diosas a la entrada del Olimpo, las transmitió la orden de Zeus.
Hera dirigió entonces a Atenea estas palabras: "¡Oh, dioses! Mueran unos y vivan otros, cualesquiera que fueren; yo no quiero que por los mortales peleemos con Zeus."
El padre Zeus guio su carro hasta el Olimpo y tomando asiento en el trono de oro, dijo a Hera y a Atenea: "¿Por qué os halláis tan abatidas?"
Atenea, aunque airada, guardó silencio, y Zeus añadió: "En la próxima mañana verás, si quieres, cómo el padre de los dioses hace gran ruina en el ejército de los aqueos, porque el impetuoso Héctor no dejará de pelear hasta que junto a las naves se levante Aquiles, el de los pies ligeros."
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8. Agamenón envía mensajeros a Aquiles
La brillante luz de Helios se hundió en el océano trayendo sobre la tierra la noche obscura. Contrarió a los troyanos la desaparición de la luz; sin embargo, para los aqueos fue grata.
Héctor reunió a sus soldados en las riberas del Janto, en un lugar donde el suelo no aparecía cubierto de cadáveres, y les arengó diciendo:
"Oídme, troyanos y aliados: En el día de hoy esperaba volver a la sagrada Ilión después de destruir las naves y acabar con todos los aqueos; pero la noche los ha salvado y a los buques que tienen en la playa. Ocupémonos en preparar la cena; traed de la ciudad y de vuestras casas, pan y vino; amontonad abundante leña y encendamos muchas hogueras que ardan hasta que despunte la aurora, no sea que los aqueos intenten huir esta noche por el mar. Durante la noche hagamos guardia nosotros mismos, y mañana al comenzar del día, tomaremos las armas para trabar vivo combate junto a las naves.
De este modo arengó Héctor y los troyanos le aclamaron, y toda la noche permanecieron en el campo, donde ardían numerosos fuegos.
Entre tanto los aqueos estaban conmovidos y asustados y aun los más valientes agobiados de insufrible pesar. El atrida iba de un lado para otro y mandaba a los heraldos que convocaran junta. Los guerreros acudieron afligidos. Se levantó Agamenón llorando como fuente profunda que desde altísimo peñasco deja caer sus aguas sombrías, y dijo:
"¡Amigos, capitanes y príncipes de los aqueos! ¡En grave infortunio me envolvió Zeus! Me prometió que no me iría sin destruir la bien murada Ilión, y ahora me manda regresar a Argos sin gloria después de haber perdido tantos hombres. Así debe ser grato al prepotente padre de los dioses. ¡Ea!, obremos todos como voy a decir: huyamos en las naves a nuestra patria, pues ya no tomaremos Troya, la de las anchas calles."
Largo tiempo, los afligidos aqueos quedaron en silencio; al fin Diomedes, dijo: "¡Atrida! ¿Crees que los aqueos son tan cobardes y débiles como dices? Si tu corazón te incita a regresar, parte; pero los demás nos quedaremos hasta que destruyamos la ciudad de Troya."
Así habló y todos aplaudieron. En seguida Néstor se levantó, y dijo: "¡Gloriosísimo atrida! Te diré lo que considero más conveniente: "Te llevaste a la joven Briseida, de la tienda de Aquiles; gran empeño puse en disuadirte, pero venció tu ánimo fogoso y menospreciaste a un fuertísimo varón, honrado por los dioses, arrebatándole su recompensa que todavía retienes. Veamos si podríamos aplacarle con agradables presentes y dulces palabras."
Agamenón le respondió: "No has mentido, anciano, al enumerar mis faltas. Obré mal, no lo niego; vale por muchos aquél a quien Zeus ama cordialmente; y ahora el dios, queriendo honrar a Aquiles, ha causado la derrota de los aqueos. Mas ya que le falté dejándome llevar por la funesta cólera, quiero aplacarle y le ofrezco siete trípodes no puestos aún al fuego, diez talentos de oro y doce corceles robustos, que en la carrera alcanzaron la victoria. Le daré también siete esclavas y con ellas a Briseida. Todo esto se le presentará en seguida y si conseguimos volver a los fértiles campos de Argos, será mi yerno y tendrá tantos honores como mi hijo; ofrezco darle también siete populosas ciudades situadas todas junto al mar y pobladas de hombres ricos en ganado, que le honrarán como a un Dios. Todo esto haré con tal de que deponga su cólera."
Le contestó Néstor: "¡Glorioso atrida! No son despreciables los regalos que ofreces a Aquiles; que vayan a su tienda Fénix, Áyax y Odiseo acompañados de los heraldos, y roguemos a Zeus que se apiade de nosotros."
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9. Aquiles se niega a salvar a los aqueos
Cuando los mensajeros llegaron a las tiendas y naves de los mirmidones, hallaron a Aquiles deleitándose con una hermosa cítara labrada. Enfrente, Patroclo, solo y callado, esperaba que el Penda acabase de cantar. Entraron precedidos por Odiseo, y se detuvieron delante del héroe; Aquiles, asombrado, se alzó del asiento sin dejar la citara y Patroclo se levantó también.
Aquiles tendió la mano a todos, y dijo: "¡Salud, amigos! Grande debe ser la necesidad cuando venís vosotros, que sois para mí los más queridos de los aqueos."
Y diciendo esto les hizo sentar en sillas cubiertas de ricos tapetes, y habló a Patroclo: "Amigo, saca el vino más añejo y distribuye copas, pues están bajo mi techo los amigos que me son más queridos."
Odiseo llenó su copa, y dijo: "¡Salve, Aquiles! Nos sucede una gran desgracia ¡oh amado de Zeus! Y dudamos si nos será dado salvar o perderemos las naves, si tú no te revistes de valor. Los orgullosos troyanos combaten junto al muro, y dicen que, como no podremos resistirles, asaltarán las negras naves; Zeus relampaguea haciéndoles favorables señales, y Héctor, envanecido y confiado, no respeta a hombres ni a dioses. Está poseído de rabia y asegura que ha de quemar las naves y matar cerca de ellas a los aqueos. Mucho teme mi alma que los dioses cumplan sus amenazas, y que esté dispuesto que muramos en Troya, lejos de la patria tierra. Ea, levántate, si deseas salvar a los aqueos que están acosados por sus enemigos. A ti mismo te ha de pesar si no lo haces, y no puede repararse el mal una vez causado. Cede ya y deja la funesta cólera. Agamenón te ofrece ricos presentes si renuncias a ella." Y le refirió cuanto Agamenón dijo en su tienda que le daría.
Respondió Aquiles: "Preciso es que os manifieste lo que pienso hacer para que dejéis de importunarme. Creo que ni el atrida Agamenón ni los aqueos lograrán convencerme. Me quitó la dulce esposa y la retiene aún. ¿Por qué los aqueos han traído la guerra a los troyanos? ¿Por qué el atrida reunió tan gran ejército? ¿No es por Helena, la de hermosa cabellera? Pues ¿acaso son los atridas los únicos hombres que aman a sus esposas? Todo hombre bueno quiere y cuida a la suya y yo amaba a la mía. Que no me tiente; le conozco y no me persuadirá. Que delibere contigo, Odiseo y con los demás reyes, cómo podrá librar a las naves del fuego enemigo. Muchas cosas ha hecho ya sin mi ayuda, pues construyó un muro abriendo a su pie un ancho y profundo foso; sin embargo, eso no puede contener el arrojo de Héctor, matador de hombres. Mientras yo combatía con los aqueos, jamás quiso Héctor que la pelea se trabara lejos de la muralla. Pero yo no deseo ya guerrear contra Héctor, y mañana, después de ofrecer sacrificios a los dioses, botaré al agua los cargados bajeles y los verás, si quieres, surcando el mar. Díselo públicamente al rey Agamenón. Sus presentes me son odiosos y aunque me diera diez o veinte veces más de lo que posee, o tanto cuanto son las arenas o los granos de polvo, ni aun así aplacaría mi enojo. No me casaré con la hija de Agamenón, aunque fuese más hermosa que Afrodita. Mi madre la diosa Tetis dice que el destino ha dispuesto que si me quedo a combatir en torno de la ciudad troyana, no volveré a la patria, pero mi gloria será inmortal, y que si regreso perderé la fama, pero mi vida será larga. Yo aconsejo a todos que se embarquen y se vuelvan a sus hogares."
Todos enmudecieron al oírle, y Áyax, por fin, habló diciendo: "Odiseo, vámonos. No espero lograr nuestro propósito y hemos de anunciar la respuesta, aunque sea desfavorable a los que nos están esperando. Aquiles tiene en su pecho un corazón orgulloso y salvaje."
Respondió Aquiles: "Áyax, mi corazón se enciende en ira, cuando me acuerdo del desprecio con que el atrida me trató delante de todos. Ve y publica mi respuesta. No me ocuparé de la guerra hasta que el hijo de Príamo llegue matando aqueos hasta las tiendas y las naves de los mirmidones y las incendie. Creo que Héctor se cuidará de combatir tan pronto como se acerque a mi tienda y a mi nave."
Los enviados regresaron. Y Odiseo dijo a Agamenón: "Glorioso atrida, no quiere Aquiles deponer la cólera; te desprecia a ti y a tus dones; dice que botará sus bajeles al descubrirse la nueva aurora y aconseja a los demás que se vuelvan a sus hogares"
Largo rato duró el silencio de los afligidos aqueos. Mas al fin exclamó Diomedes: "Agamenón, no debiste rogar al hijo de Peleo, ni ofrecerle regalos; has dado pábulo a su soberbia; dejémosle que se vaya o que se quede, ahora acostémonos y cuando aparezca Eos que se reúnan junto a las naves los hombres y los carros, y tú exhorta a la tropa y pelea en primera fila."
Tales fueron sus palabras. Volvieron todos a sus tiendas, se acostaron y recibieron el don del sueño.
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10. La derrota
Eos se levantaba del lecho para llevar la luz a los dioses y a los hombres, cuando enviada por Zeus se presentó en las veleras naves aqueas la Discordia con la señal del combate en la mano. Subió la diosa a la nave de Odiseo y desde allí dio grandes voces y horrendos gritos a fin de que pelearan y combatieran sin descanso.
Los troyanos se pusieron también en orden de batalla, alrededor del gran Héctor y de Eneas, y el primero armado de su escudo los llevó al combate. Los aqueos y los troyanos se acometieron y mataron sin pensar en la fuga, y la pelea estaba indecisa. Agamenón entró en las filas de los guerreros y combatió con la lanza, con la espada y con grandes piedras, sin cuidarse de que la sangre caliente brotaba de su brazo, pues pronto lo hirieron. Mas así que la sangre dejó de correr, agudos dolores debilitaron sus fuerzas.
De un salto subió al carro y con el corazón afligido hizo que lo llevasen a las naves y, gritando fuertemente, dijo a los aqueos: "¡Amigos! Apartad vosotros de las naves el funesto combate, pues a mí Zeus no me permite ya combatir contra los troyanos."
Al notar Héctor que Agamenón se ausentaba, animó a los suyos: "¡Troyanos, sed hombres y mostrad vuestro valor! El guerrero más valiente se ha ido y Zeus nos concederá la victoria." Con estas palabras les excitó a todos el valor y la fuerza. Muy alentados se abrieron paso y cayeron, como tempestad que viene de lo alto, sobre los contrarios.
Odiseo, famoso por su lanza, acudió para ayudar a Diomedes que había sido herido, y cuando lo hubo subido al carro, se quedó solo entre los troyanos que lo acometían por todos lados, hasta que también fue herido en un costado, y entonces retrocedió llamando a voces a sus compañeros.
Áyax vino a auxiliarlo con su escudo, fuerte como una torre, y los troyanos huyeron a la desbandada.
Como el hinchado torrente que aumentó la lluvia arrastra pinos y encinas sacas, así Áyax destrozaba corceles y guerreros. Las lanzas, que manos audaces despedían contra él, se clavaban en el gran escudo o caían en el suelo delante del héroe. Idomeneo vio que Áyax estaba abrumado por los tiros y se colocó a su lado; pero Paris logró herirlo y entonces retrocedió al grupo de sus amigos para evitar la muerte.
Aquiles, que desde lo alto de la nave contemplaba la gran derrota, llamó a Patroclo, su compañero, y le dijo: "Ahora vendrán los aqueos a suplicarme y se postrarán a mis plantas; pero ve, Patroclo, y pregunta quién es el herido que saca Néstor del combate."
Patroclo obedeció y se fue corriendo. En la tienda de Néstor, le dijo: "¿Cómo es que Aquiles no se compadece de los aqueos? ¡No sabe en qué aflicción está sumido el ejército! Los más fuertes, heridos, yacen en las naves. Con una flecha fue herido el poderoso Diomedes, con la pica Odiseo y Agamenón. Pero Aquiles, a pesar de su valentía, no se cuida de los aqueos. ¿Aguarda acaso que las veleras naves sean devoradas por el fuego en la orilla del mar sin que podamos impedirlo? ¡Ojalá fuese yo tan joven y mis fuerzas robustas! Pero del valor de Aquiles sólo se aprovechará él mismo. ¡Oh, amigo! ¡ya no hay defensa para los aqueos!"
Desde las torres, los aqueos tiraban piedras para defenderse, y los dardos llovían y los cascos resonaban secamente. Por donde quiera ardía el combate al pie del muro. Los aqueos, llenos de angustia, se veían obligados a defender las naves, y estaban apesarados porque los dioses protegían a los troyanos.
Héctor echó a andar y lo siguieron todos con fuerte gritería, porque querían romper la gran muralla aquea. Arrancaban las almenas, demolían los parapetos y tiraban de las torres, con esperanzas de romper el muro; pero los aqueos no les dejaban libre el camino y, protegiéndose, herían a los que estaban al pie de la muralla.
Héctor cogió entonces una piedra de ancha base y aguda punta que había delante de la puerta; dos forzudos hombres de hoy, con dificultad hubieran podido cargarla en un carro, pero él la manejaba fácilmente, porque Apolo la hizo liviana. Se detuvo delante de la puerta y apoyándose en el suelo para que el golpe no fuese débil, arrojó la piedra al centro de la puerta: se rompieron ambos quiciales, cayó la piedra adentro, se desunieron las hojas y cada una se fue por su lado. Héctor, semejante a un dios, saltó al interior. El bronce relucía de un modo terrible en torno de su cuerpo. Nadie, a no ser un dios, hubiera podido salir a su encuentro y detenerlo cuando transpuso la puerta. Sus ojos brillaban como el fuego. Volviéndose a la tropa, alentaba a los troyanos para que pasaran la muralla. Obedecieron, y los aqueos se refugiaron en las naves.
Los troyanos, semejantes a leones, las asaltaron y Héctor, resplandeciente, saltó al centro de la turba como ola impetuosa.
Los aqueos se defendían detrás de las naves que se habían sacado a la orilla, y los otros fueron a perseguirlos. Obligados a retroceder, se apiñaron cerca de las tiendas, sin dispersarse por vergüenza y por temor.
Néstor les suplicaba: "¡Oh, amigos! ¡Mostrad que tenéis un corazón pundonoroso! ¡Resistid firmemente!"
Pero se hubiera dicho que, sin estar cansados, comenzaban entonces a pelear ¡con tal denuedo combatían!
Héctor alcanzó por fin la popa de una nave y muchas dagas y hachas y picas cayeron al suelo, ya de las manos, ya de los hombros de los combatientes. Héctor, asido a la nave, gritaba: "¡Traed fuego! ¡Zeus nos concede un día que lo compensa todo, pues vamos a tomar las naves que nos han ocasionado tantos males!"
Acometieron con mayor ímpetu y Áyax, abrumado a tiros, dejó la cubierta y desde un banco apartaba con la pica a cuantos llevaban el fuego, y a todos les dio muerte.
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11. Muerte de Patroclo
Mientras peleaban así por la nave, Patroclo se presentó a Aquiles, derramando ardientes lágrimas. Le vio Aquiles, y dijo: "¿Por qué lloras, Patroclo? ¿Vienes a participarnos algo a los mirmidones y a mí mismo? ¿O lloras acaso porque los aqueos perecen cerca de las naves?"
Dando profundos suspiros, respondió así Patroclo: "¡Oh, Aquiles, hijo de Peleo! No te enfades, porque es muy grande el pesar que los abruma. ¡Los más fuertes, heridos unos de cerca y otros de lejos, yacen en los bajeles! ¡Tú, Aquiles, eres implacable! ¡Que jamás se apodere de mí un rencor como el que guardas! ¡Oh, tú, que tan mal empleas el valor! ¿A quién podrás ser útil más tarde, si ahora no salvas a los aqueos de una muerte indigna? Si te abstienes de combatir por algo que te haya dicho Tetis, envíame a mí y permite que cubra mis hombros con tu armadura para que los troyanos me confundan contigo y cesen de pelear y los aqueos se reanimen."
Así le suplicó; y con ello llamaba a la terrible muerte.
Aquiles le contestó: "¡Ay de mí, Patroclo! Se me oprime el corazón cuando pienso que un hombre porque tiene más poder, quiere privar a su igual de lo que le corresponde; pero no es posible guardar siempre la ira en el corazón. Cubre tus hombros con mi armadura, ponte al frente de los mirmidones y llévalos a la pelea, pues una nube de troyanos cerca las naves, y los aqueos sólo disponen de un corto espacio. Sobre ellos cargan confiadamente porque no ven mi casco. Pero tú, Patroclo, échate impetuosamente sobre ellos y apártalos de las naves y tan luego como los alejes vuelve atrás y deja que peleen en la llanura."
Mientras ellos hablaban, Áyax ya no resistía; su refulgente casco resonaba de un modo horrible contra sus sienes y ya no podía sostener con firmeza el escudo. Copioso sudor corría de todos sus miembros y apenas podía respirar. Héctor, que se hallaba cerca de él, le dio con la espada un golpe en la pica y se la quebró. Los troyanos arrojaron entonces el fuego, y una llama inextinguible envolvió la nave.
Así que el fuego rodeó la popa, Aquiles, golpeándose el muslo, dijo a Patroclo: "¡Ya veo en las naves la llama! ¡Apresúrate a vestir las armas y yo en tanto reuniré la gente!"
Patroclo se puso la armadura y la coraza, embrazó el escudo, cubrió la cabeza con el hermoso casco cuyo terrible penacho de crines de caballo ondeaba en la cimera, y asió dos lanzas fuertes. Sólo dejó la lanza de Aquiles porque el hijo de Peleo era el único capaz de manejarla.
Aquiles, recorriendo las tiendas, hacía tomar las armas a todos los mirmidones, y les decía: "¡Mirmidones! ¡A la vista tenéis la gran empresa de combate que habéis anhelado! Que cada uno pelee con valeroso corazón contra los troyanos."
Cuando los troyanos vieron a Patroclo, se les conturbó el ánimo. Se figuraban que el Pelida había vuelto a ser amigo de Agamenón, y cada uno miraba adónde podía huir para librarse de la muerte. Patroclo tiró la reluciente lanza, echó a los asaltantes de los bajeles y apagó el fuego. El navío quedó medio quemado, y los troyanos huyeron retirándose de las naves, y ya no fue en orden como repasaron el foso. A Héctor le sacaron de allí, con sus armas, sus ligeros corceles; y el héroe desamparó la turba de troyanos a quienes detenía el profundo foso. Patroclo excitaba con ardor a los aqueos, y los contrarios, puestos en desorden, llenaban todos los caminos. Patroclo se encaminaba a donde veía a los enemigos más desordenados. Los guerreros caían de bruces debajo de los carros y éstos se volcaban con estruendo.
Patroclo mató en combate a Sarpedón. Quisieron arrebatar el cadáver y empezaron a pelear sobre él, y los aqueos hubieran tomado Ilión por las manos de Patroclo si Apolo no se hubiera colocado en la bien construida torre. Tres veces acudió Patroclo a la muralla y tres veces lo rechazó Apolo.
Héctor, que se hallaba cerca de las puertas, volvió a la batalla, y Zeus permitió que Apolo hiriera a Patroclo por la espalda y que rodara por tierra el casco de Aquiles. Cuando Héctor notó que Patroclo estaba herido, fue en su seguimiento, causando gran aflicción al ejército aqueo. Advirtió Menelao que Patroclo había sucumbido y dando agudos gritos, se abrió paso entre los combatientes para ver si lograba arrastrar el cadáver y entregarlo a Aquiles. Áyax fue quien cubriéndolo con su escudo, se lo quitó a Héctor que quería entregarlo a los perros de Troya. Los combatientes, blandiendo afiladas lanzas, luchaban por él.
Menelao llamó a Antíloco, y le dijo: "Corre a las naves y anuncia a Aquiles que ha muerto Patroclo, su amigo más amado: por si dándose prisa puede llevar al navío el cadáver desnudo, pues las armas las tiene ya Héctor."
Antíloco salió del combate, llorando, para dar al Pelida la triste noticia.
Lo halló junto a las naves (ya el héroe presentía lo ocurrido al ver a los aqueos correr aturdidos por la llanura en dirección a las naves), y le dio la triste nueva.
Negra nube de pesar envolvió a Aquiles. Cogió ceniza con ambas manos y derramándola en su cabeza, afeó su rostro y manchó su túnica; después se tendió en el suelo, gimiendo. Le oyó su madre que se hallaba en el fondo del mar, y salió de su gruta. Las nereidas la acompañaban llorosas, y cuando llegaron a Troya, la madre se acercó al héroe, le abrazó la cabeza y dijo: "¡Hijo! ¿Por qué lloras? ¿Qué pesar te ha llegado al alma? Zeus ha cumplido lo que tú le pediste alzando las manos: los aqueos acorralados sufrieron vergonzosos desastres."
Exhalando profundos suspiros contestó Aquiles: "¡Madre mía! El Olímpico ha cumplido; pero ¿qué placer puedo tener habiendo muerto Patroclo? Lo he perdido; y Héctor después de matarlo le despojó de mis armas. Yo no quiero permanecer entre los hombres si Héctor no pierde la vida atravesado por mi lanza."
Tetis le respondió, derramando lágrimas: "Breve será entonces tu existencia, pues la muerte te aguarda, así que Héctor perezca."
Y contestó muy afligido Aquiles: "Muera yo en el acto ya que no pude socorrer al amigo cuando lo mataron."
Dijo Tetis: "Sí, hijo. Pero tu magnifica armadura la tiene Héctor. No entres en combate hasta que me veas volver; mañana al romper el alba vendré a traerte una hermosa armadura fabricada por Hefestos." Mientras la diosa se encaminaba al Olimpo, los aqueos huyendo, llegaron a las naves.
Héctor parecía una llama. Tres veces asió a Patroclo por los pies e intentó arrastrarlo y tres veces Áyax lo rechazó con impetuoso valor; pero se lo hubiera llevado al fin si Hera, colocándose cerca de Aquiles, no le dice: "¡Oh, Peleida, el más portentoso de los hombres! ¡Ve a defender a Patroclo por cuyo cuerpo se combate cerca de las naves! Muéstrate a los troyanos a la orilla del foso para que temiéndote dejen de pelear."
Aquiles se levantó, y Atenea le circundó la cabeza con ardiente nube, y él, acercándose a la orilla del foso, dio recias voces. Atenea gritó también y los troyanos se turbaron, y doce de sus más valientes guerreros murieron atropellados por sus carros, y heridos por sus propias lanzas. Y los aqueos, muy alegres, sacaron a Patroclo fuera del alcance de las armas y lo colocaron en un lecho.
Los aqueos pasaron la noche llorando a Patroclo. Y Aquiles gimió sobre el cadáver: "Ya que he de morir, ¡oh, Patroclo! no te haré las honras fúnebres hasta que traiga la cabeza de Héctor, tu matador."
Cuando Tetis llevó a las naves la armadura que Hefestos le entregara, halló al hijo querido reclinado sobre el cadáver y llorando copiosamente. La diosa le infundió fortaleza y audacia, y echó unas gotas de ambrosía en la nariz de Patroclo para que el cuerpo se hiciera incorruptible. Luego Aquiles convocó a los héroes aqueos. Los guerreros afluyeron y el brillo de sus corazas y sus escudos llegaba hasta el cielo. Toda la tierra se mostraba risueña por los rayos que el bronce despedía. Se armó Aquiles, sacó su lanza y dando voces dirigió sus caballos por las primeras filas.
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12. Muerte de Héctor
Mientras los aqueos se armaban alrededor de Aquiles, los troyanos se preparaban también en una colina.
Zeus llamó a todos los dioses, y les dijo: "Id hacia los troyanos y los aqueos y cada uno auxilie a los que quiera, pues si Aquiles combatiese solo contra los troyanos, éstos no resistirían ni un instante la acometida del hijo de Peleo."
Los dioses fueron al combate divididos en dos bandos: se encaminaron a las naves Hera, Atenea, Poseidón, Hermes y Hefestos, y fueron hacia los troyanos Ares, Apolo, Artemisa, Lato, el río Janto y Afrodita.
Atenea daba fuertes gritos, unas veces junto al foso cavado al pie del muro y otras en los altos promontorios, y Ares, que parecía negro torbellino, animaba vivamente a los guerreros de Héctor. El Padre de los hombres y de los dioses tronó horriblemente en las alturas; Poseidón sacudió la inmensa tierra y las cumbres de los montes, y retemblaron las cimas del Ida, cuando los dioses entraron al combate. Al soberano Poseidón le hizo frente Apolo; a Ares, Minerva; a Hera, Artemisa, hermana del Flechador; a Latona, Hermes y al Hefesto, el gran río Janto que los hombres llaman Escamandro.
Apolo, que enardece a los guerreros, movió a Eneas a oponerse al Peleida. Y Eneas dijo: "Ningún hombre puede combatir con Aquiles porque a su lado está siempre una deidad que lo libra de la muerte. Si un dios igualara el combate, Aquiles no me vencería fácilmente, aunque se gloriase de ser de bronce."
Tan pronto como se hallaron frente a frente empezaron a combatir y cuando ya Aquiles lo vencía, Poseidón lo arrebató, pasándolo por encima de muchas filas de héroes.
Aquiles se revolvía furioso con la lanza persiguiendo cual un dios a los que debían de morir, la negra tierra manaba sangre, y sus corceles hollaban a un mismo tiempo cadáveres y escudos; el eje del carro tenía la parte inferior cubierta de sangre, y los barandales estaban salpicados de gotas que los cascos de los caballos y las ruedas despedían.
Cuando los troyanos, perseguidos por el de los pies ligeros, llegaron al vado del voraginoso Janto, Aquiles los dividió en dos grupos. Al primero lo echó por la llanura hacia la ciudad. Los otros rodaron al río y cayeron en él con estrépito: resonaban las aguas y los teucros nadaban gritando y los torbellinos los arrastraban. La corriente, de profundos vórtices, se llenó de hombres y de caballos que caían confundidos. Aquiles saltó al río con sólo la espada y comenzó a herir a diestra y siniestra y el agua bermejeó de sangre. Los troyanos se refugiaban temblando debajo de las rocas. El río, con el corazón irritado, presenciaba el estrago, hasta que transfigurándose en hombre, le dijo desde uno de los vórtices: "¡Oh, Aquiles! Mi hermosa corriente está llena de cadáveres que obstruyen el cauce y no me dejan verter el agua en la mar y tú sigues matando de un modo atroz. ¡Cesa ya, príncipe de hombres!"
Aquiles respondió: "No me abstendré de matar a los troyanos ¡oh, Escamandro! hasta que, peleando con Héctor, él me mate o yo acabe con él." Dijo, y saltó al centro del río. Pero éste le atacó enfurecido: hinchó sus aguas, revolvió la corriente y las olas rodearon a Aquiles que ya no podía tenerse en pie. Se agarró entonces con ambas manos a un olmo corpulento; pero el río lo arrancó de raíz. Aquiles, amedrentado, dio un salto, salió del agua y corrió por la llanura. Mas el río lanzó tras él sus olas con gran ruido y lo alcanzaba azotándole los hombros.
El Peleida, levantando los brazos al cielo, gimió: "¡Padre Zeus! ¿Cómo no viene ningún dios a salvarme? ¡Ojalá me hubiese muerto Héctor! Ahora quiere el destino que yo perezca cercado por un gran río como un niño a quien arrastran las aguas."
El Escamandro no cedía en su furor, sino que levantando a lo alto sus olas llamaba a gritos al Simois para que le ayudara a matar a Aquiles y se revolvía, mugiendo, con la sangre, la espuma y los cadáveres.
Hera llamó a Hefestos su hijo, para que llevara su llama al Janto, y Hefestos incendió primeramente la llanura, quemó los cadáveres y, dirigiéndose al río, hizo arder los lomos y los sauces así como el loto y el junco.
Anguilas y peces padecían saltando en la corriente, y el río, quemándose también, así hablaba : "¡Hefestos! Ninguno de los dioses te iguala y no quiero luchar contigo. Cesa ya de perseguirme y que Aquiles arroje a los troyanos de la ciudad."
El agua hervía, y no podía seguir adelante oprimida por el vapor, y el río seguía diciendo: "¡Oh, Hera! ¿Por qué tu hijo maltrata mi corriente?" Hefestos apagó la abrasadora llama y Aquiles volvió al campo a perseguir impetuosamente a los troyanos, que se refugiaron en la ciudad. El destino hizo que sólo Héctor quedara fuera de la muralla, junto a las puertas.
Aquiles llegó, tan veloz como el corcel vencedor en la carrera, y el anciano Príamo fue el primero que lo vio venir por la llanura. Gimió el viejo en la muralla golpeándose la cabeza con las manos levantadas y profirió grandes voces y lamentos dirigiendo súplicas a su hijo para que no aguardara a Aquiles, solo e inmóvil junto a las puertas. Y le decía: "Ven adentro del muro, hijo querido, para que salves a los troyanos y a las troyanas. Compadécete de mí, de este infeliz que aún conserva la razón y no quieras proporcionar gloria inmensa al Peleida y perder tú mismo la existencia."
Así se expresó el anciano y con las manos se arrancaba de la cabeza muchas canas; pero no logró persuadir a Héctor. La madre de éste, Hécuba, que en otro sitio se lamentaba llorosa, le suplicaba también; y Héctor seguía aguardando a Aquiles que se acercaba; pero cuando éste llegó, Héctor se echó a temblar y ya no pudo permanecer allí sino que dejó las puertas y huyó espantado. Aquiles corrió detrás de él y tres veces dieron la vuelta a la ciudad de Príamo por fuera del muro. A la cuarta, Atenea fue a encontrar a Héctor tomando la figura de Deífobo, su hermano, y lo engañó para que combatiera. Ambos guerreros se hallaron frente a frente. Se enfrentaron y Aquiles mató a Héctor y le quitó de los hombros las ensangrentadas armas. Acudieron entonces los demás aqueos y ninguno dejó de herirle. Aquiles horadó los tendones de detrás de ambos pies desde el tobillo hasta el talón; introdujo correas de piel de buey y le ató al carro de modo que la cabeza fuera arrastrando; subió y picó a los caballos para que corrieran. La madre al verlo se arrancaba los cabellos, y arrojando de sí el blanco velo, prorrumpió en tristísimos sollozos.
El padre suspiraba lastimeramente y alrededor de él y por la ciudad, el pueblo gemía y se lamentaba. El anciano quería salir por las puertas Dardanias y, revolcándose en el lodo, decía: "Dejadme salir, amigos, para que vaya a las naves y ruegue a ese hombre que me entregue el cadáver de mi hijo."
Y Hécuba comenzó entre las troyanas el funeral lamento: "¡Oh, hijo! ¡Ay de mí, desgraciada! ¿Por qué viviré después de haber muerto tú? Día y noche eras en la ciudad motivo de orgullo y el baluarte de los troyanos que te saludaban como a un dios."
La esposa de Héctor, Andrómaca, nada sabía, pues ningún mensajero le llevó la noticia y en lo más hondo del palacio tejía una tela purpúrea. Pero oyó gemidos y lamentaciones que venían de la torre y al instante salió del palacio como una loca y llegó a la muralla. Palpitándole el corazón registró el campo, y en seguida vio que los caballos arrastraban el cadáver de Héctor fuera de la ciudad hacia las naves. Las tinieblas de la noche velaron sus ojos y cayó de espaldas.
Llegando a las naves, Aquiles arrojó el cadáver del troyano a los pies del lecho de Patroclo. Gimió, y dijo: ¡Alégrate, oh, Patroclo, aunque estés en el Hades! Ya te cumplo cuanto te prometiera. El fuego devorará contigo a doce hijos de troyanos ilustres y a Héctor lo entregaré a los perros para que lo despedacen."
Pero Afrodita apartó a los canes día y noche y ungió el cadáver con divino aceite para que no se maltratara.
Se realizaron los funerales de Patroclo; pero los dioses inspiraron al anciano Príamo, quien sin ser visto llegó hasta Aquiles y abrazándole las rodillas besó sus manos homicidas, diciéndole: "¡Acuérdate de tu padre, oh Aquiles, que tiene la misma edad que yo! Quizá los vecinos circundantes lo oprimen y no hay quien le salve del infortunio y la ruina; pero al menos tú vives y en espera de tu vuelta se alegra su corazón. Mas yo, desdichadísimo, no tengo ya ningún hijo. Cincuenta tenía cuando vinieron los aqueos y todos han muerto. Y el que era único para mí, Héctor, a ese tú le mataste. Respeta a los dioses, Aquiles, y apiádate de mí; te ofrezco cuantioso rescate si me lo entregas. Soy el mortal más digno de compasión, puesto que me atreví a llevar a mis labios la mano del matador de mis hijos."
A Aquiles le vino deseo de llorar, y cogiendo la mano de Príamo la apartó suavemente y accedió a sus súplicas.
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13. La toma de Troya
Finalizaba el año décimo y Troya no se entregaba. Cansados los griegos de sostener un sitio tan largo, construyeron, auxiliados por el arte divino de Atenea, un caballo grande como un monte, cuyos costados estaban formados con tablas de abeto bien ajustadas. Dentro se ocultaron con gran sigilo los mejores guerreros —Diomedes, Odiseo, Áyax, Idomeneo— y mucha más gente armada. Después levantaron el campamento y llevaron las naves a una isla cercana, dejando abandonado en la playa el enorme caballo que, decían, era un voto para alcanzar feliz regreso.
Volvió la tranquilidad a Troya después de tan largo duelo y se abrieron las puertas. Los troyanos se maravillaban de ver la extraña ofrenda y uno de ellos aconsejó que se llevase el caballo a la ciudad. Hubo con motivo de esto encontrados pareceres, y la mayoría era de opinión de que así se hiciera. Casandra, hija de Príamo, comenzó a recorrer la ciudad, prediciendo a gritos la ruina de la patria; pero los troyanos no dieron valor alguno a sus palabras, y la máquina funesta entró, por una brecha abierta en la muralla, hasta el centro de la ciudad.
En aquella lúgubre noche, mientras estaban entregados al sueño los troyanos, salieron del vientre del caballo los guerreros escondidos, abrieron las puertas de la población al resto del ejército y unidos con los que estaban afuera, se entregaron al incendio y la matanza. La mayor parte de los habitantes fue pasada a cuchillo, los supervivientes fueron reducidos a esclavitud, y la ciudad, convertida en hoguera, fue en poco tiempo, un montón de cenizas.
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FUENTE: Homero [Adaptación de Bernardo J. Gastélum] (1924). La Ilíada. México: SEP-CONALITEG
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