La Nahuala. Relatos Ñähñu


Narrado por Marco Antonio Hernández Hernández, originario de Tlaxcoapan, Hidalgo.

Dicen que en el pueblo vivía una nahuala: una mujer bajita, morena, fuerte como el mezquite y sumamente sabia. Vivía sola, no estaba atada al yugo de ningún hombre; era independiente, ya que labraba y cosechaba sus tierras sin la ayuda de nadie más. Era de carácter recio, aunque sumamente noble; quienes la conocían la saludaban por respeto o miedo. 

Cuando era niño acompañé a mis padres rumbo al ejido de San Miguel para ir a trabajar en la milpa a levantar la cosecha. 

Recuerdo que aún no se asomaba el abuelito sol, sentía que ya estamos cerca de la milpa, de hecho, estábamos por llegar al río salado, entonces mi padre atemorizado me tomó de la mano fuertemente y le pidió a mamá que hiciera lo mismo, con la otra mano empuñó su machete. 

—¡Ay, esa cabrona! —exclamó—. Que no se meta conmigo, yo sí me la chingo. 

Con voz baja mamá le preguntó que en dónde estaba, el corazón de mamá se aceleró y el sudor de su mano aumentó. El miedo que sentía ella poco a poco me empezó a invadir como si se hubiera traspasado por el contacto de nuestra piel.

—En el mezquite grande que está a la derecha. No dejen de caminar —sentenció. 

Mi corazón se agitó como colibrí, levanté la mirada por curiosidad. Allí estaba con ojos rojos como carbón encendido; tenía la forma de una enorme guajolota con plumas negras. Pasamos frente a ella, nos siguió con la mirada; aun así seguimos avanzando, creo que me estaba orinando del miedo; cruzamos el río y cuál fue nuestra sorpresa cuando nos dimos cuenta que ya estaba sobre otro árbol. 

—¿Qué querrá esta cabrona? Mi hijo está todo ñango y lombriciento —decía mi papá. 

Me soltó la mano, tomó de su morral el itacate que llevaba y lo colocó bajo el árbol donde se encontraba la nahuala. 

—Toma, es todo lo que traigo. Déjanos seguir nuestro camino en paz. 

Y así fue, no nos siguió más. Ya no me atreví a voltear, sólo alcancé a escuchar el tronido del árbol y un fuerte aleteo. 

A partir de ese momento me entró la necesidad de saber quién era, mi curiosidad aumentó mientras crecía. En la comunidad, comenzaron a surgir rumores sobre la existencia de una nahuala, así que un día convencí a un amigo, quien no creía en eso, de que me acompañara a investigar un poco más. Yo quería descubrir la verdad, develar el misterio y acabar con los tantos disparates que se decían. 

Después de misa, la encontramos saliendo del mercado. La seguimos sin que se diera cuenta hasta su casita, que era de adobe y de carrizo con un corral lleno de varios animales y de muchos guajolotes. Vivía muy cerca de la falda del cerro; nos escondimos detrás de una magueyera, no sé por cuántas horas; la curiosidad comenzó a matarme, así que poco a poco, mientras caía la noche, nos acercamos a su casa. 

Por una pequeña ventanita cubierta con un trozo de penca alcanzamos a ver el interior: allí estaba, frente al fogón, de donde retiró una cazuela y con una gruesa vara también quitó algunas brasas de tronco encendidas. Luego, con una escobilla de popote extendió la ceniza en un gran círculo; bebió de un jarro una bebida lechosa, parecía pulque. Vertió un poco sobre su mano izquierda junto con un polvo muy negro, mezcló ambos ingredientes haciendo un lodo que untó en el rostro, manos y piernas.

Después de todo ese espectáculo comenzó a realizar una danza sobre el círculo de ceniza con cantos en una lengua que yo no conocía, se revolcó en la ceniza, para pintar todo su cuerpo; de repente, se detuvo, volteó a donde nos encontrábamos, sus ojos estaban en blanco. No nos podíamos mover, no creíamos lo que veíamos. 

Torció sus pies a la altura de las rodillas y se los desprendió; los ocultó en el fogón en forma de cruz y salió flotando hacia el pueblo. Salí corriendo, no quise saber más. ¡En verdad era una nahuala! De mi amigo, en ese momento, ni me acordé. 

Días después me enteré que mi compañero de aventura se fue pal’ norte y nunca más supe de él. Respecto a la nahuala, siguió viviendo en el pueblo y pastoreando a sus animalitos, si se observaba con detenimiento se podía ver cómo sus faldas se arrastraban al ras de suelo o se movían sin detenerse cuando caminaba por matorrales o linderos de piedra. Ahora ya soy viejo me doy cuenta que la nahuala no era alguien que hiciera daño, creo que nuestro miedo era a lo desconocido. Lo cierto es que son mujeres de conocimiento, que saben interpretar los signos y lo símbolos de la naturaleza.

Gracias a esa mujer ahora hay muchas nahualas que han tomado los libros y el estudio, que viven libres y sin miedo de conocer su lugar en este universo.

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