La Odisea. Homero

Preámbulo

Después de que los aqueos tomaron Troya emprendieron el regreso a sus hogares; pero el viento disperso las naves y separó a Odiseo y sus compañeros del resto del ejército. El relato de sus aventuras se conoce con el nombre de Odisea. Las que aquí siguen son algunas de ellas.

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1. Odiseo en la isla de los Cíclopes  

Llegamos a la isla de los soberbios Cíclopes, gentes sin ley, que no cultivan los campos ni labran las tierras, sino que todo les nace sin semilla y sin arada. Moran en las cumbres de empinados montes, en hondas grutas, y cada uno gobierna a su mujer y a sus hijos sin cuidarse de los otros. 

Ni muy próximo ni muy alejado, existe un islote delante del país de los Cíclopes. Está cubierto de floresta, donde se reproducen en cuantía considerable las cabras monteses, jamás asustadas por la presencia del hombre, porque allí no van nunca los cazadores, ni pastan los rebaños, ni se ara la tierra, pues carece de pobladores. Tal era la tierra a donde arribamos conducidos, sin duda, por un dios en noche obscura, pues nada podíamos ver nosotros. Apretada niebla envolvía las naves y Selene  no lucía en el anchuroso Uranos  cubierto de nubes. 

Apenas se mostró Eos  de rosados dedos, hija de la mañana, recorrimos el islote requiriendo los corvos arcos y los venablos de larga punta, y comenzamos el ojeo, otorgándonos un dios abundante caza. Pasamos así todo el día y en tanto veíamos el humo de la próxima tierra de los Cíclopes y nos llegaba su voz y el balar de sus ovejas. 

Convoqué a mis amigos, y les dije: "Permaneced aquí, bravos compañeros. Con mi nave y mi gente iré a enterarme de quiénes son esos hombres, si soberbios, salvajes e injustos, u hospitalarios y temerosos de los dioses." 

Apenas nos acercamos a esa tierra, se nos mostró en una extremidad frontera a las aguas, alta gruta a la sombra de unos laureles. Numerosos hatos de ovejas y cabras sesteaban en las inmediaciones. La ceñía alto muro de piedra y grandes pinos y encinas de elevada copa. Allí tenía su asiento un varón de gigantesca talla. Solo y apartado de todos, llevaba a pastar su grey, sin cuidarse de los demás. Era un monstruo horrible en nada semejante al hombre que come pan; pero sí a una umbrosa cumbre de montaña que descuella sola entre las cimas que la rodean. 

Encargué a mis fieles compañeros que se quedasen a guardar la nave; escogí a los doce mejores y echamos a andar llevando un odre rebosante de dulce vino. 

Pronto llegamos a la gruta; pero el Cíclope estaba apacentando las ovejas. Miramos lo que allí había: los zarzos gemían bajo la pesadumbre de los quesos; los establos rebosaban de corderos y cabritos. 

Mi gente pedía deseosa tomar algunos quesos y de llevarse del aprisco corderos y cabritos, para que regresáramos a la nave y huyéramos al punto a través del salobre mar. Pero yo no me dejé persuadir. Encendimos fuego, ofrecimos un sacrificio a los dioses y nos sentamos en espera del Cíclope. 

Al regresar el Cíclope traía un enorme haz de leña para preparar la comida y a la entrada de la gruta lo arrojó con gran estruendo. Presas de horrible temor huimos al fondo de la gruta. Hizo que entrasen las cabras y alzando grandísimo pedrusco, tan grande que veintidós carros de cuatro ruedas no lo habrían movido, lo acomodó a guisa de puerta. En seguida se sentó; ordeñó las ovejas y las cabras, encendió fuego y al vernos, nos hizo estas preguntas:

"Forasteros ¿quiénes sois? ¿De dónde venís por el ponto? ¿Os lleva algún negocio o vagáis a la ventura como los piratas que recorren los mares acarreando infortunios a los hombres?" 

Así nos dijo. Nos quebraba el corazón el temor que nos produjo su horrible voz y su aspecto monstruoso. Mas con todo eso le respondí de esta manera:

"Somos aqueos  a quienes extraviaron al salir de Troya vientos de todas clases; deseosos de arribar a nuestra patria llegamos aquí por otros caminos. Nos preciamos de pertenecer a las huestes de Agamenón  cuya gloria es inmensa. Suplicantes nos postramos a tus rodillas, varón excelente, para que nos acojas con bondad. Respeta a los dioses, que Zeus  hospitalario venga a los suplicantes." 

Así le hablé y me respondió con ánimo cruel: "Insensato eres, oh, forastero, al pedirme que tema a los dioses y los acate. Nada se nos importa a los Cíclopes de los dioses felices porque somos más fuertes que ellos y no te perdonaré a ti ni a tus compañeros por temor a Zeus si mi ánimo no me lo ordenase. Pero dime en qué lugar dejaste tu nave a fin de que yo lo sepa." 

Su intención no me pasó inadvertida, y de nuevo le hablé con engañosas palabras: "Poseidón  rompió mi nave estrellándola contra las rocas en los confines de vuestra tierra." 

Así le dije. El Cíclope no me dio respuesta; pero extendió las manos sobre mis camaradas, agarró a dos de ellos y, cual si fuesen cachorrillos, los arrojó en tierra con tamaña violencia que los sesos fluyeron al suelo y mojaron el piso. Seguidamente despedazó los miembros y se puso a comer cual montaraz león sin perdonar las entrañas ni los huesos. Ante tal horror alzamos las manos gimiendo en oración a Zeus. El cíclope, tan luego como hubo llenado su enorme vientre, se acostó en la gruta tendiéndose en medio de las ovejas. 

Entonces pensé acercarme a él y sacando la aguda espada hundírsela en el pecho; más todos hubiéramos perecido allí a causa de no poder apartar el pesadísimo pedrusco que colocara el monstruo a la entrada.

Y así aguardamos gimiendo.

Cuando se descubrió Eos, la hija de la mañana, encendió la lumbre el Cíclope y ya sentado comenzó a ordeñar su hato. Luego echó mano a otros dos de los míos y con ellos se preparó el almuerzo. Acabando de comer sacó de la cueva los ganados moviendo con facilidad la enorme peña que al instante tornó a colocar y se fue guiando sus animales. 

Allí quedamos, meditando horribles propósitos.

En el suelo del establo se veía una gran rama de olivo verde. Corté de ella un trozo que di a los compañeros mandándoles que lo puliesen. Una vez alisado agucé uno de sus cabos y lo oculté cuidadosamente. Elegí luego por suerte a los que, uniéndose conmigo. deberían atreverse a levantar la estaca y clavarla en el único ojo del Cíclope cuando de él se apoderase el sueño. 

Por la tarde volvió el Cíclope con el rebaño. Cerró la puerta acomodando la enorme piedra que llevó a pulso y comenzó a ordeñar sus cabras. Acabadas tales cosas agarró a dos de mis compañeros y se aparejó la cena. Entonces me acerqué a él y teniendo en la mano una copa de negro vino, le hablé de esta manera: 

"¡Cíclope! Toma y bebe de este vino. Para ti lo traía deseoso de ofrecértelo si apiadándote de mí disponías mi regreso a la Patria. ¡Pero nadie te iguala en la cólera! ¿Cómo se acercará a ti ningún nacido si careces de compasión?" 

Tomó el vino y le gustó tanto que me pidió más. "Dame de buen grado más vino y dime tu nombre para que te ofrezca un don hospitalario."

Tres veces se lo presenté y tres veces bebió incautamente. Y cuando los vapores del vino envolvieron su mente, le dije: "Cíclope ¿Preguntas cuál es mi nombre? Voy a decírtelo: Nadie es mi nombre y Nadie me llaman mi padre, mi madre y mis hermanos." 

En seguida me respondió: "A Nadie me lo comeré al último y a todos los demás antes que a él: tal será el don hospitalario que te ofrezca."

Se tiró hacia atrás y cayó de espaldas. Así echado le venció el sueño, domador de todo. Entonces metí la estaca en el abundante rescoldo para calentarla y animé con mis palabras a los compañeros, temeroso de que me abandonaran horrorizados. 

Cuando la estaca de olivo estaba a punto de arder y alumbraba intensamente, la saqué del fuego. Una deidad nos infundió audacia. Ellos, tomando la estaca, la hincaron por la aguzada punta en el único ojo del Cíclope, y yo, alzándome, la hacía girar por arriba y la sangre brotaba alrededor del caliente palo. El vapor le quemó párpados y cejas, la pupila estaba ardiendo, sus raíces crepitaban por la acción del fuego, y rechinaban como rechina el hierro en el agua fría. 

Dio el Cíclope un fuerte y horrendo gemido, retumbó la roca y nosotros, amedrentados, huimos prestamente; él se arrancó la estaca toda manchada de sangre, la arrojó furioso lejos de sí y se puso a llamar con grandes gritos a los Cíclopes que habitaban en los contornos. Al oír sus voces, acudieron muchos, unos por un lado y otros por otro, y parándose junto a la cueva le preguntaron qué le pasaba. 

"¿Por qué tan irritado, ¡oh, Polifemo! gritas de semejante modo en la divina noche despertándonos a todos? ¿Acaso algún hombre se lleva a tus ovejas? ¿O acaso te matan con engaño o fuerza?" 

Les respondió Polifemo desde la cueva: "¡Oh, amigos! ¡Nadie me mata con engaño!" Y ellos le contestaron: "Pues si nadie te hace nada, ya que estás solo, no es posible evitar la enfermedad que te manda el gran Zeus; ruega a tu padre, el soberano Poseidón." 

Se fueron todos y yo me reí en mi corazón viendo cómo mi fingido nombre les había engañado. El Cíclope gimiendo, anduvo a tientas, quitó el peñasco y se sentó a la entrada tendiendo los brazos por si lograba echar mano a alguien. 

Yo meditaba para librar de la muerte a mis compañeros y a mí mismo. Al fin me pareció la mejor resolución la que voy a decir: había unos carneros bien alimentados, hermosos, grandes y de lana espesa. Sin desplegar los labios, los até de tres en tres entrelazando miembros de aquellos sobre los que dormía el monstruoso Cíclope: así el carnero del centro cargaba a un hombre y los otros dos iban a los lados para salvarlo. Y viendo yo que había otro que sobresalía entre las reses, me colgué de él deslizándome al vientre y así me quedé agarrado de la abundantísima lana. 

Cuando se descubrió Eos, la hija de la mañana, los animales salieron presurosos a pacer. Su amo afligido por los dolores palpaba el lomo a todas las reses y no advirtió que mis compañeros iban atados al pecho de los animales. El último en tomar el camino de la puerta fue mi carnero, cargado con su lana y conmigo.

Polifemo lo palpó, y así dijo: "¡Carnero querido! ¿Por qué te quedaste detrás de las ovejas? Siempre llegabas el primero y ahora vienes el último de todos. Sin duda echarás de menos el ojo de tu señor a quien cegó un hombre malvado, perturbándole con el vino… Pero no se librará de una horrible muerte. Pronto su cabeza despedazada a golpes se esparcirá por el suelo de la gruta." 

Diciendo así dejó al carnero y lo echó fuera. Cuando estuvimos algo apartados me solté del carnero y desaté a mis compañeros. Al punto recogimos las reses y llegamos por fin a las naves. Nuestros compañeros se alegraron al vernos a nosotros y empezaron a gemir por los demás. Pero yo les prohibí el llanto. Se embarcaron en seguida y sentándose en los bancos tornaron a herir con los remos el espumoso mar. 

Y al estar tan lejos cuanto se puede oír a un hombre que grita, hablé al Cíclope: "¡Cíclope! No debías emplear tu gran fuerza en comerte a tus huéspedes en tu misma morada. Por eso Zeus y los demás inmortales te han castigado. Si alguno te pregunta la causa de tu ceguera diles que quien te privó del ojo fue Odiseo, hijo de Laertes, que tiene su casa en Ítaca." 

El Cíclope furioso arrancó la cumbre de una gran montaña y la arrojó, delante de nuestra embarcación. El mar se agitó, y las olas al refluir empujaron nuestra nave hacia la tierra firme; pero yo, asiendo con ambas manos un larguísimo botador, lo eché al mar y ordené a mis compañeros con silenciosa señal que apretaran con los remos a fin de librarnos de aquel peligro. Se encorvaron todos y empezaron a remar. 

El Cíclope oró a Poseidón, su padre, alzando las manos al estrellado cielo. "¡Óyeme, Poseidón, que ciñes la tierra! Concédeme que Odiseo no vuelva nunca a su palacio. Mas si le está destinado que ha de ver a los suyos, sea tarde y mal, y después de perder a todos sus compañeros y encuentre nuevas penas en su morada." 

Tomó en seguida un peñasco mucho mayor que el de antes y lo despidió lanzándolo con fuerza inmensa detrás de nuestra nave. El mar se agitó, pero las olas mismas nos llevaron esta vez hasta el islote. 

Así llegamos a donde estaban los restantes navíos y nuestros compañeros que nos aguardaban llorando. Saltamos a la orilla y sacamos la nave a la arena y yo sacrifiqué en la playa a Zeus, que amontona las nubes, el carnero más hermoso. Estuvimos todo el día en la isla desierta; pero apenas se descubrió Eos de rosados dedos, nos embarcamos y seguimos adelante con el corazón triste por la pérdida de nuestros compañeros.

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2. Eolo da a Odiseo los vientos prisioneros

Llegamos a la isla cercada de broncíneo e irrompible muro donde moraba Eolo . Eolo me trató como a un amigo por espacio de un mes, y me hizo muchas preguntas sobre Troya y sobre los Aqueos. 

Cuando quise partir me dio a los mugidores vientos, encerrados en un cuero de buey; ató el cuero en la nave con un reluciente hilo de plata de modo que no saliese el menor soplo, y me envió sólo a Céfiro  para que soplando llevara nuestras naves. 

Navegamos seguidamente nueve días con sus noches, y en el décimo se nos mostró la tierra patria y vimos a los que encendían fuegos cerca del mar. Había yo gobernado sin descanso el timón de la nave que no quise confiar a nadie, y me rindió el sueño. 

Los compañeros hablaban los unos con los otros de lo que yo llevaba a mi palacio, figurándose que en el cuero había oro y plata recibidos de Eolo. Y alguno de ellos dijo al que tenía más cercano: “¡Cuán querido y honrado es este varón!”

“Muchos y valiosos objetos trajo de Troya mientras que los demás volvemos con las manos vacías. Eolo acaba de darle estas cosas. Veamos lo que son y cuánto oro y plata hay en el cuero." 

Y desatando mis amigos el odre se escaparon con gran ímpetu todos los vientos. En seguida arrebató las naves una tempestad violenta y las llevó al ponto alejándolas de la orilla. Ellos lloraban al verse de nuevo lejos de la patria. Yo pensé si debía tirarme del bajel y morir en el ponto.

Las naves tornaron a la isla de Eolo; llegados allá saltamos en tierra encaminándonos al palacio. Eolo y sus hijos se pasmaron al verme, y nos hicieron estas preguntas: "¿Cómo aquí Odiseo? ¿Qué funesta deidad te persigue?" 

Yo, con el corazón afligido, les dije: "Mis imprudentes compañeros y un sueño pernicioso me causaron este daño. Remediadlo vosotros, amigos, ya que podéis hacerlo." 

El padre me respondió: "Sal de la isla, Odiseo, no me es permitido tomar a mi cuidado a un hombre que se ha hecho odioso a los dioses." 

Seguimos adelante con el corazón angustiado y navegamos seis días y seis noches. Al séptimo llegamos a la ciudad de los lestrigones . Dejé mi negra embarcación fuera del puerto lleno de naves e hice atar las amarras a un peñasco. Subí luego a una altura y desde allí vi el humo que se alzaba de la tierra. Designé entonces tres hombres para que averiguaran cuáles hombres comían el pan de esa comarca. 

Se fueron, y siguiendo el camino llano por donde las carretas llevaban la leña de los altos montes a la ciudad, encontraron una doncella, la hija de Antífates , que iba a proveerse de agua a una fuente. Se detuvieron, preguntándole quién era el rey y ella les mostró en seguida la casa de su padre. 

Cuando llegaron a la magnífica morada hallaron dentro a la reina que era alta como la cumbre de un monte. La mujer llamó a su marido y Antífates maquinó contra mis compañeros cruda muerte: agarrando prestamente a uno se lo comió, mientras los otros dos tornaban a los barcos en precipitada fuga. Antífates gritó por la ciudad y acudieron por todos lados los fuertes lestrigones que no parecían hombres sino gigantes, y desde las peñas tiraron pedruscos muy pesados. 

Pronto se alzó en las naves un deplorable estruendo causado a la vez por los gritos de los que morían y por la ruptura de los barcos. Mientras así mataban a los que estaban en el puerto, saqué la espada y corté las amarras de mi bajel, mandando a mis compañeros que batieran los remos para librarnos de aquel peligro.

De allí seguimos adelante con el corazón triste.

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3. Odiseo en las islas de Circe  

Llegamos a la isla donde moraba Circe, la de las lindas trenzas, deidad poderosa, hija de Helios . 

Silenciosamente acercamos la nave a la ribera haciéndola entrar en amplio puerto; permanecimos allí dos días con sus noches y nos roían el ánimo el cansancio y los pesares. 

Mas al punto que Eos nos trajo el día tercero, tomé mi lanza y subí a una altura muy escarpada. Desde allí vi el humo que se alzaba del palacio de Circe entre un espeso encinar. Emprendí la vuelta. Reuní a mis amigos, y les hablé de esta manera:

"¡Amigos! ya que ignoramos dónde está el poniente, ni el sitio en que aparece Eos, tomemos alguna determinación; desde la altura he contemplado esta isla, es baja y a su alrededor forma una corona el mar inmenso. Con mis propios ojos vi salir humo de en medio de los pinares." 

A todos se les quebraba el corazón acordándose de Antífates y del Cíclope que se comía a los hombres, y ninguno quería ir.

Formé dos secciones poniendo al frente de una a Euríloco y mandando yo la otra. Echamos suertes y Euríloco tuvo que partir con veintidós compañeros. 

Dentro de un valle y en lugar visible, descubrieron el palacio de Circe construido de piedra pulimentada. En torno suyo encontraron lobos y leones a los que Circe había encantado; pero esos animales no acometieron a mis hombres, sino que, levantándose, fueron a halagarlos con sus largas colas. Llegando a la mansión de la diosa, oyeron a Circe que cantaba. La llamaron. Circe se alzó en seguida, abrió la magnífica puerta, los llamó y la siguieron todos imprudentemente, menos Euríloco que se quedó afuera por temor de algún engaño. 

Cuando los tuvo dentro, los hizo sentar y preparó un potaje de quesos, harina y miel fresca con vino, echando en él drogas perniciosas para que los míos se olvidaran por completo de la tierra patria. Bebieron y en seguida los tocó con una varita y tuvieron la cabeza, la voz, las cerdas y el cuerpo como puercos, pero sus mentes quedaron tan enteras como antes. Así fueron encerrados en pocilgas y todos lloraban: Circe les echó de comer bellotas que es lo que comen los puercos. 

Sin dilación volvió Euríloco para enterarme de la suerte de nuestros compañeros.

Yo entonces, colgándome la grande espada y tomando el arco, le mandé que nos llevara por el camino que habían seguido; pero él comenzó a suplicarme, abrazando mis rodillas: "¡No me lleves allá! ¡déjame aquí! sé que no volverás tú ni traerás a ninguno de los compañeros. ¡Huyamos en seguida con los que quedan!" 

Así me habló, y yo le contesté: "Quédate tú; yo iré, porque la dura necesidad me lo pide." Me alejé de la nave; pero yendo por el valle salió a mi encuentro Hermes  en figura de un hermoso mancebo, y me habló diciendo:

"¿A dónde vas por aquí, solo y sin conocer la comarca? Tus amigos han sido encantados en el palacio de Circe. ¿Vienes acaso a libertarlos? Yo quiero salvarte. Toma este remedio (y me dio una planta que tenía la raíz negra y la flor blanca) que apartará de tu cabeza el mal, y ve a la morada de Circe. Te preparará un manjar y te echará drogas en él, mas no podrá encantarte. Cuando te toque con su vara, tira de la espada y acométela como si desearas matarla. Ella cobrando temor te invitará a permanecer con ella, no te niegues para que libres a tus amigos; pero hazle prestar juramento de que no te hará ningún daño." 

Cuando así hubo dicho, se fue, y yo seguí hasta la morada de Circe. Llegando, me detuve en el umbral y empecé a dar gritos. La diosa oyó mi voz y alzándose abrió la puerta y me llamó, y yo, con el corazón angustiado, me fui tras ella.

Me hizo sentar, y en una copa de oro me preparó la bebida. Me la dio y bebí sin que lograra encantarme. Me tocó entonces con su vara y yo desenvainé la espada y arremetí contra ella. Ella profirió agudos gritos, se echó al suelo, y abrazándome por las rodillas me dirigió estas palabras:

"¿Quién eres? Hay en tu pecho un ánimo indomable. Sin duda eres aquel Odiseo de quien me hablaba siempre Hermes, asegurándome que vendrías cuando volvieses de Troya. Ven y crezca entre nosotros la confianza."

Yo le repliqué, diciendo: "¡Oh, Circe! ¡Cómo me pides que tenga confianza después de que en este palacio convertiste a mis compañeros en cerdos? Presta juramento de que no maquinarás contra mí ningún daño."

Juró al instante e me invitó a comer; pero yo permanecí quieto sin echar mano a los manjares y abrumado por fuerte pesar. Entonces vino a mi lado y me dijo: "¿Por qué, Odiseo, permaneces mudo, sin tocar la comida ni la bebida? ¿Sospechas que haya algún daño?" 

Y le respondí diciendo: "Oh, Circe, si me invitas de buen grado, suelta a mis fieles amigos para que mis ojos puedan verlos."

Circe salió del palacio con la vara en la mano, abrió las puertas de la pocilga y sacó a mis compañeros en figura de puercos de nueve años. Se colocaron delante y ella anduvo por entre ellos untándolos con una nueva droga; en el acto cayeron de los miembros las cerdas, y mis amigos tornaron a ser hombres, pero más jóvenes y mucho más hermosos. Me reconocieron y uno a uno estrecharon mi mano. 

La diosa dijo entonces: "Odiseo, ve a donde tienes tu velera nave, sácala a tierra firme y trae en seguida a tus fieles compañeros." 

Tomé el camino de la orilla del mar y hallé a mis compañeros, que al verme me rodearon llorando y diciendo: "Tu vuelta, oh amado de Zeus, nos alegra tanto como si hubiéramos llegado a Ítaca, nuestra patria tierra. Mas cuéntanos la pérdida de nuestros compañeros."

Entonces, les dije con suaves palabras: "Saquemos primero la nave a tierra firme y después seguidme para que veáis cómo los amigos comen y beben en la mansión de Circe."

Y me obedecieron todos, aun Euríloco que estaba lleno de temor. Circe los lavó y los ungió con rico aceite y celebramos alegre banquete en el palacio.

Allí nos quedamos día tras día un año entero. 

Mas cuando acabó el año y volvieron a sucederse las estaciones, me llamaron mis fieles compañeros y me recordaron la tierra patria y mi casa.

Cuando el sol se puso, y sobrevino la noche, empecé a suplicar a la diosa: "Oh, Circe, cúmpleme tu promesa de mandarme a mi casa." 

Y la diosa me contestó en seguida: "No te quedes por más tiempo aquí mal de tu grado. Pero antes ve a la morada de Hades  para consultar al tebano Tiresias  el adivino ciego, que te dirá el camino que debes seguir, y cómo podrás volver a tu patria atravesando el mar."

Yo anduve por toda la casa llamando a los compañeros y cuando ya estuvieron reunidos, les dije: "Circe me ha dicho que debemos hacer un viaje a la morada de Hades para consultar el alma del tebano Tiresias." 

Nos embarcamos, y la nave nos llevó a los confines del Océano, de profunda consiente. Allí está el pueblo y la ciudad de los cimerios entre nieblas y nubes, sin que jamás Helios los ilumine con sus rayos. 

En seguida hice los sacrificios que me había dicho Circe. Corrió la negra sangre y al instante salieron las almas de los muertos: mujeres, jóvenes, niños, ancianos y doncellas. Se agitaban con gran ruido alrededor del hoyo lleno de sangre, y al verlas me dominó el terror. Desenvainando la espada me senté y no permití que los muertos se acercaran a la sangre antes de haber interrogado al adivino. 

Vino primero la sombra de un compañero muerto en la mansión de Circe; vino luego la sombra de mi madre, a la cual yo dejé viva cuando partí para Troya. Vino después el alma del tebano Tiresias.

Me reconoció, y habló así: "¡Odiseo, rey de Ítaca! ¿Por qué has dejado la luz de Helios  y vienes a ver a los muertos? Apártate, a fin de que bebiendo la sangre te revele lo que quieres."

Bebió, y dijo así: "Un dios hará difícil tu vuelta, Odiseo, pues Poseidón que sacude la tierra, te guarda rencor porque cegaste a su hijo el Cíclope. Llegarás, después de padecer trabajos, si respetas a las vacas de Helios cuando las halles paciendo en la isla Trinacria . Si les causas daño, desde ahora te anuncio la pérdida de tu nave y la de tus compañeros. Y si tú te libras llegarás tarde y mal a tu patria, y en extranjera nave, y hallarás en tu casa otra plaga: unos hombres soberbios que se comen tus bienes y pretenden a tu esposa. Te vendrá más adelante y lejos del mar, una suave muerte cuando ya estés abrumado de vejez y a tu alrededor los ciudadanos sean dichosos." 

Cuando así hubo dicho volvió a internarse en la sombra. Regresamos en seguida al bajel y ordené a mis compañeros que desataran las amarras. Se embarcaron y la honda corriente llevó nuestra nave nuevamente por el mar hasta la isla de Circe. 

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4. Circe aconseja a Odiseo 

Circe me tomó de la mano y me hizo sentar separadamente de los compañeros, y me preguntó cuanto me había ocurrido. Yo se lo conté.

Entonces me dijo: "Oye ahora lo que te voy a decir: llegarás primero a la isla de las Sirenas que encantan a los hombres. Aquel que imprudentemente se acerca a ellas no vuelve a ver a su esposa ni a sus hijos, porque las Sirenas, sentadas en una pradera donde tienen a su alrededor enorme montón de huesos de hombres, le hechizan con sus cantos. Pasa de largo y tapa las orejas de tus compañeros con blanda cera a fin de que ninguno las oiga; pero, si tú desearas oírlas, haz que te aten de pies y manos arrimado al mástil. Sólo así podrás deleitarte oyéndolas."

"Más allá de las islas de las Sirenas hay dos caminos : a un lado se alzan peñas enormes contra las cuales rugen las inmensas olas. Ninguna embarcación ha llegado allí salva, pues las olas y las tempestades se llevan las tablas de los barcos y los cuerpos de los hombres." 

"Al lado opuesto hay dos escollos, el uno alcanza el anchuroso Uranos  con su pico agudo coronado de pardo nubarrón que jamás le abandona. Ningún hombre, aunque tuviese veinte manos y veinte pies, podría subir al escollo, pues la roca es tan lisa que parece pulimentada. En medio del escollo hay un antro sombrío. Hacia él, Odiseo, lleva tu nave. En la profunda cueva mora Escila que aúlla terriblemente con voz semejante a la de una perra recién nacida. Es un monstruo perverso, tiene doce pies todos deformes, y seis cuellos larguísimos cada cual con una horrible cabeza en cuya boca hay tres filas de apretados dientes. Está sumida hasta la mitad del cuerpo en la honda gruta, saca las cabezas fuera y registrando alrededor pesca delfines, perros de mar y otros monstruos mayores. Por allí jamás pasó una embarcación cuyos marineros pudieran gloriarse de haber escapado sanos y salvos, pues Escila arrebata a los hombres con sus horribles cabezas." 

"El otro escollo es más bajo y lo verás cerca del primero. Hay allí una higuera frondosa y a su sombra Caribdis sorbe las turbias aguas. Tres veces al día las echa afuera y otras tantas vuelve a sorberlas de un modo horrible. No te encuentres allí, Odiseo, cuando las sorba, pues nadie podría salvarte. Debes acercarte mucho al escollo de Escila y pasar muy rápidamente, pues mejor es que pierdas seis compañeros que no a todos."

Así se expresó. Y le contesté diciendo: "Háblame sinceramente, oh diosa. Si por algún medio logro escapar de Caribdis ¿podré atacar a Escila cuando quiera apoderarse de mis compañeros?" 

"Escila no es mortal, contra ella no hay defensa posible. Huir de su lado es lo mejor. Si te demoras junto al peñasco por atacarla, se lanzará otra vez y te arrebatará otros seis compañeros."

"Llegarás más tarde a la isla Trinacria donde pacen las vacas de Helios que ni se reproducen ni mueren, porque son divinas. Si las respetas llegarás a Ítaca; pero si les causares daño, desde ahora te anuncio la perdición de la nave y la de tus compañeros. Y aunque tú te escapes llegarás tarde y mal y tristemente a tu patria."

Así dijo. Y yo ordené a mis compañeros que subieran a la nave y la diosa se internó en la isla.

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5. Caribdis y Escila 

Conducida por el próspero viento que henchía las velas, avanzó la nave. Entonces dirigí la palabra a mis compañeros, diciendo:

"¡Oh, amigos, no conviene que sólo uno conozca los consejos que me dio la diosa Circe! Nos ordena rehuir la voz de las Sirenas y el florido prado donde se hallan. Sólo yo debo oírlas; pero atado de pies y manos a la parte inferior del mástil. Y aunque os ruegue o mande que me soltéis, atadme con más lazos todavía." 

Mientras hablaba, llegamos a la isla de las Sirenas. En el instante se echó el viento, reinó sosegada calma y algún dios adormeció las olas. Mis compañeros amainaron las velas y habiéndose sentado en los bancos, emblanquecían el agua agitándola con los remos. Tomé un gran pan de cera y partiéndolo me puse a apretar con mis manos; pronto se emblandeció la cera y fui tapando con ella los oídos a todos los compañeros. Me ataron luego con fuertes lazos, y sentándose tornaron a herir con los remos el espumoso mar.

Las Sirenas empezaron a llamarme con sonoro canto. 

Ordené a mis compañeros que me desatasen; pero levantándose dos al punto me ataron más reciamente, y los demás siguieron remando. Cuando dejamos atrás las Sirenas, y ni su voz ni su canto se oía ya, se quitaron mis compañeros la cera y me desligaron. 

Al poco rato percibí humo, grandes olas y un. fuerte estruendo. Mis amigos amedrentados soltaron los remos y la nave se detuvo. 

Acercándome les dijo : "¡Amigos! La desgracia que se nos presenta no es mayor que las que hemos sufrido. No olvidéis que escapamos del Cíclope gracias a mis consejos. Batid, pues, los remos, y tú, piloto. apártate de ese humo y de esas olas y procura llevar la nave cerca del escollo." 

Obedecieron, y yo, poniéndome la armadura, tomé dos lanzas y subí a esperar a Escila; pero no la vi. Pasamos el estrecho llorando. De un lado estaba Escila y del otro Caribdis sorbía de manera horrible las turbias aguas del mar. Al vomitarlas dejaba oír un murmullo como el de una enorme caldera que está sobre el fuego y la espuma llegaba a las cumbres de los dos escollos. 

El temor se apoderó de los míos y mientras mirábamos a Caribdis, temerosos de la muerte, Escila me arrebató seis compañeros. Cuando volví los ojos vi en el aire los pies y las manos de los que eran arrebatados y me llamaban, y de todo cuanto padecía, peregrinando por el mar, fue éste el espectáculo más lastimoso que vieron mis ojos.

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6. Odiseo en la isla de Helios 

Llegamos muy pronto a la isla donde pacía el ganado divino de Helios. Desde la nave oí los mugidos y me acordé de las palabras de Tiresias y de los consejos de Circe que me encargó que huyese de la isla. 

Con el corazón afligido, dije a mis compañeros: "Amigos, encaminemos el bajel lejos de la isla, porque Tiresias y Circe me anunciaron que en ella nos aguarda el más terrible de los infortunios." 

A todos se les quebraba el corazón, y Euríloco me dijo: "¡Eres cruel, oh, Odiseo! Tus miembros no se cansan y debes de ser de hierro, ya que no permites a los tuyos, molidos de fatiga y de sueño, tomar tierra en esa isla, sino que los mandas que se alejen en la noche por el sombrío ponto. Obedezcamos a la noche, oh, Odiseo, y descansemos aquí. Al amanecer nos embarcaremos nuevamente." 

Los demás compañeros aprobaron y yo afligido, les dije: "Prometed, entonces, que si encontramos una manada de ovejas y de vacas, ninguno de vosotros matará ni una sola, y que comeréis sólo los manjares que nos dio Circe."

Juraron y detuvimos la nave. Aparejamos la cena y mientras lloraban mis compañeros acordándose de los amigos a quienes devoró Escila, les sobrevino el sueño. 

Cuando la noche llegó a su último tercio, Zeus suscitó una tempestad deshecha.

Al levantarse Eos de rosados dedos, pusimos la nave en seguridad llevándola a una profunda gruta, y yo, reuniendo nuevamente a mis amigos, repetí: "Puesto que hay en la nave alimentos y bebida, abstengámonos de tocar esas vacas porque son de un dios terrible, Helios, que todo lo ve."

Durante un mes, sopló el Noto. Y mientras no les faltó pan y vino, se abstuvieron mis compañeros de tocar las vacas por el deseo de conservar la vida. Pero tan luego como se agotaron los víveres, se vieron obligados a ir errantes tras peces y aves, porque el hambre nos atormentaba. Yo me interné en la isla, con el fin de orar a los dioses, y en tanto Euríloco dio a mis compañeros este pernicioso consejo:

"Oíd mis palabras, compañeros: todas las muertes son horribles; pero ninguna tan mísera como morir de hambre. Tomemos las más excelentes de las vacas de Helios; ofrezcamos sacrificios a los dioses, y si conseguimos tornar a Ítaca, levantaremos un templo al dios Helios; pero si irritado quiere Helios perder nuestra nave. prefiero morir de una vez en las olas que consumirme lentamente en una isla desierta."

Tales palabras profirió, y los demás las aprobaron.

Seguidamente echaron mano a las vacas. 

Al acercarme yo al bajel, llegó hasta mí el olor de la grasa quemada. Clamé a los dioses y reprendí a mis compañeros, pero ya no había ningún remedio porque las vacas estaban muertas.

Los dioses mostraron varios prodigios: los cueros se movían y las carnes asadas y crudas mugían en los asaderos. 

Durante seis días mis compañeros celebraron banquetes con las vacas sagradas. Al séptimo cesó el vendaval y nos embarcamos.

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7. Naufragio de Odiseo 

Cuando ya no se divisaba tierra alguna, Zeus colocó encima de la nave una parda nube debajo de la cual se obscureció el ponto. En seguida hubo una gran tempestad; un torbellino rompió los dos cables del mástil que al caer hirió al piloto. Zeus despidió un trueno y arrojó su rayo en nuestra nave, que se estremeció llenándose de olor de azufre, y mis hombres cayeron al agua. Los llevó el oleaje semejantes a cornejas marinas. Un dios los privó de la vuelta a la patria.

El mar separó los flancos de la quilla, y yo, atando con una soga de buey, mástil y quilla, y sentándome en ambos, me dejé llevar por los perniciosos vientos.

Toda la noche anduve a merced de las olas, y al salir el sol llegué al escollo de Escila. Caribdis estaba sorbiendo las turbias aguas del mar y yo me lancé a la higuera y me agarré como un murciélago sin que pudiera afirmar los pies en sitio alguno. Me mantuve reciamente esperando que Caribdis vomitara el mástil, y cuando éste apareció por fin me solté de pies y manos y caí con estrépito en medio de las aguas junto a los largos maderos, y sentándome encima me puse a remar con los brazos. No permitió el padre de los hombres y de los dioses que Escila me viera, pues no me hubiese librado de la muerte.

Errante fui durante nueve días y en la noche del décimo los dioses me llevaron a la isla de la ninfa Calipso, hija de Atlante , la cual me acogió amistosamente y me prodigó sus cuidados ofreciéndome que me haría inmortal y libre de la vejez si me quedaba para siempre con ella.

Largo tiempo permanecí allí contra mi voluntad porque no disponía de naves. Me sentaba en la playa, y allí me estaba, sin que mis ojos se secasen del continuo llorar y consumía mi existencia suspirando por el regreso; pues la ninfa ya no me era grata. Hasta que los dioses conmovidos ordenaron a Calipso que me despidiera. Llegándose entonces a mí, me dijo:

"Desdichado, no llores más ni consumas tu vida porque de buen grado te dejaré que partas. ¿Quieres abandonarme y regresar a tu casa? Bien ido seas. Si conocieses los males que te aguardan, te quedarías conmigo y yo te libraría de la vejez y la muerte. Pero estás deseoso de ver a tu esposa, de la que padeces nostalgia todos los días. Sabe que me vanaglorio de no serle inferior, que no pueden competir las mortales con las diosas."

Respondí al punto: "No te enojes conmigo, veneranda deidad. Conozco muy bien que la prudente Penélope no puede igualarte en hermosura. Con todo, quiero y ansío irme a mi casa y ver lucir el día de mi regreso. Y si alguno de los dioses quiere aniquilarme en el obscuro mar, lo sufriré. He padecido mucho así en el mar como en la guerra. Venga este mal tras de los otros."

No bien se mostró Eos, hija de la mañana, se vistió la ninfa y me condujo a un extremo de la isla donde crecían grandes árboles, y cuyos troncos secos desde muy antiguo eran muy duros y a propósito para mantenerse a flote sobre las aguas. Derribé veinte y ensamblándolos con bronce, construí con ellos fuerte balsa. Al cuarto día ya estaba terminada y al quinto me despidió de la isla la divina Calipso, dándome vestiduras, un odre de vino, otro mayor de agua, un zurrón de cuero con abundantes provisiones, y mandándome favorable y plácido viento. 

Gozoso desplegué las velas y sentándome comencé a regir el timón sin que el sueño rindiese mis párpados.

Diecisiete días navegué a través del ponto, y cuando alegre vi los montes del país de los Feacios, Poseidón que sacude la tierra, me miró. Se encendió de ira, y echando mano al tridente reunió las nubes y turbó el mar levantando olas inmensas. Zozobró la balsa y mucho tiempo permanecí sumergido. Salí por fin despidiendo de la boca el agua amarga y nadando vigorosamente pude asir la balsa y sentarme en ella para evitar la muerte.

Me vio la ninfa Ino, la de los bellos pies, y apiadándose de mí, dijo estas palabras: "¡Desdichado! ¿Por qué Poseidón que sacude la tierra, se irritó tan fuertemente contigo? Haz lo que voy a decirte: Quítate esos vestidos, deja la balsa, y a nado gana la tierra de los Feacios. Toma, extiende este velo bajo tu pecho y no temas morir. Así que toques tierra firme quítatelo y arrójalo al mar."

Yo gemía indeciso, y mientras meditaba le que debía hacer, Poseidón levantó una ola inmensa y fue contra mí desbaratando la balsa y dispersando como pajas los maderos. 

Sentado en un leño, me desnudé y tomé los vestidos que me diera Calipso; extendiendo el velo, me eché al agua. El poderoso dios me vio, y picando sus corceles se fue a su morada.

Dos días anduve errante; al tercero se aplacó el vendaval y pude ver que la tierra estaba muy cerca. El mar se rompía en las peñas, y bramaban contra los rocas las olas inmensas. Apartándome llegué hasta la desembocadura de un río de hermosa corriente. El río apaciguó sus olas y me acogió. Se doblaron mis rodillas y me quedé tendido en la ribera, sin fuerzas, porque el cansancio me abrumaba. Cuando respiré, desaté el velo y lo arrojé en el río que corría hacia el mar; una ola grande se lo llevó y pronto la ninfa lo tuvo en sus manos.

Entonces busqué un asilo y metiéndome debajo de unos arbustos donde había abundancia de hojas secas, Atenea derramó sobre mis ojos el dulce sueño.

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8. Odiseo en el país de los Feacios 

Mientras dormía Odiseo, Atenea se encaminó a la ciudad de los Feacios donde reinaba a la sazón Alcínoo. Penetró en la estancia del palacio en que dormía una doncella parecida a las diosas por su hermosura, Nausícaa, hija de Alcínoo, y tomando el aspecto de una joven muy querida de ella, le dijo: 

"¡Nausícaa! tienes descuidadas tus vestiduras y cercano está el día de tu casamiento, en el que necesitarás ataviarte con los más hermosos vestidos. Vayamos a lavarlos; yo te acompañaré. Pide a tu padre que mande prevenir al rayar el alba el carro en que llevarás tus mantos espléndidos." Dijo así, y cuando hubo aconsejado a la doncella, se fue al Olimpo.

Pronto vino Eos, y despertó a Nausícaa. La doncella, admirada del sueño, se fue por el palacio y dijo a su padre: "¡Padre querido! ¿Querrías ordenar que me aparejasen un carro para que fuese al río y lavase nuestras hermosas vestiduras?" 

El respondió: "Ve, hija. Mis esclavos te prepararán un carro alto y grande capaz de llevar toda tu carga." Prepararon fuera de la casa un carro, y mientras Nausícaa sacaba de la habitación los espléndidos vestidos, su madre le puso en una cesta toda clase de manjares. 

Nausícaa tomó el látigo y asiendo las riendas se fue acompañada de sus esclavas. 

Así que llegaron al río sacaron las ropas, las metieron en las profundas aguas y las pisotearon en las pilas rivalizando unas y otras en hacerlo con destreza. Después se bañaron y se pusieron a comer a la orilla del río, mientras Helios secaba las ropas. En seguida jugaron a la pelota y Nausícaa, la de los brazos de nieve, comenzó a cantar. Cuando ya estaba a punto de volver a su morada, la princesa arrojó la pelota errando el tiro, y todas gritaron fuertemente. 

Despertó Odiseo, y sentándose se dijo: "Ay de mí ¿qué gentes habitarán esta tierra a donde he llegado? A mí llegan voces de mujer… ¿Será la voz de las ninfas que viven en la cumbre de las montañas y en los manantiales de los ríos?

Hablando así salió de entre los arbustos cubriendo su desnudez con una frondosa rama, e igual que un montaraz león se apareció entre las doncellas que huyeron despavoridas. Sólo la hija de Alcínoo se mantuvo firme, y Odiseo le habló con blandas palabras: 

"¡Oh, reina! ¡Ya seas diosa, ya mortal, yo te imploro! Si eres una diosa de las que habitan el anchuroso Uranos, te hallo parecida a Artemisa  por tu hermosura y gracia, y si naciste de los hombres que moran en la tierra, ¡tres veces felices sean tu padre y tu venerable madre y tus hermanos! Te contemplo con admiración ¡oh, mujer! y me infunde temor abrazar tus rodillas, aunque estoy abrumado de un pesar muy grande. 

Ayer pude salir del ponto después de veinte días en que me vi a merced de las olas. Algún dios me ha echado aquí acaso para que padezca nuevas desgracias. Pero tú ¡oh, reina! apiádate de mí ya que eres la primera persona a quien me acerco después de soportar tantos males. Así los dioses te concedan cuanto tu corazón anhele." 

Nausícaa, la de los brazos de nieve, le respondió: —"¡Forastero! Sabe que el mismo Zeus distribuye la felicidad así a los buenos como a los malos, y si te dio esas penas justo es que las sufras. Pero ahora que has llegado a nuestra ciudad, no carecerás de ninguna de las cosas que debe tener un suplicante. Te mostraré la población y te diré el nombre de nuestro pueblo: Los Feacios poseen la ciudad y la comarca y yo soy la hija del magnánimo Alcínoo, cuyo imperio es este pueblo." 

Dijo y dio esta orden a las esclavas: —"¡Deteneos, esclavas! ¿A dónde huyen por haber visto un hombre? Este es un infeliz que viene perdido y es necesario socorrerle, pues todos los forasteros y mendigos vienen de Zeus. Así, pues, dadle de comer y de beber y lavadle en el río. 

Se detuvieron las esclavas, condujeron a Odiseo a un lugar abrigado para que se lavara, y le dejaron un manto y una túnica. 

Luego que se hubo lavado y ungido con aceite, se cubrió con las vestiduras que le diera la doncella y Atenea hizo que apareciese hermoso.

Las esclavas le ofrecieron manjares y bebidas y Odiseo bebió y comió con avidez porque desde hacía mucho tiempo estaba en ayunas. 

Entonces Nausícaa le dijo: "Levántate, forastero, y partamos para la ciudad. Yo te guiaré a la casa de mi padre."

Llegaron a la mansión de Alcínoo que resplandecía como Helios y Selene. En la casa halló a los caudillos y príncipes de los Feacios y tendiendo los brazos a las rodillas de la reina, comenzó su ruego de esta manera:

"Oh, reina, después de sufrir mucho, vengo a tu esposo y a ti, a quienes permitan los dioses vivir felizmente. Hace mucho que ando lejos y padeciendo infortunios, dadme hombres que me conduzcan para que pronto vuelva a la patria." 

Dicho esto se sentó junto al hogar en la ceniza. 

El rey Alcínoo hizo que se sentara en una silla espléndida; una esclava le dio aguamanos que trajo en magnífico jarro de oro y que vertió en fuente de plata. La despensera le trajo pan e innumerables manjares y Odiseo comenzó a comer y beber.

Alcínoo dijo: "¡Príncipes y capitanes Feacios! Acabada la cena idos a dormir a vuestras casas. Mañana ejerceremos en el palacio los deberes de la hospitalidad, y en seguida concertaremos lo más oportuno para que pueda nuestro huésped volver a la patria tierra por lejana que esté."

Los generosos Feacios condujeron en una de sus naves a Odiseo hasta el país de Ítaca, donde el héroe, ayudado por Atenea, pudo llegar a su morada. Durante su ausencia, que duró veinte años, su hijo Telémaco, al que dejara en la cuna, se había hecho hombre. Vivía en su palacio con la hermosa Penélope, su madre, y grandes calamidades habían caído sobre ellos porque los príncipes y señores de Ítaca, al ver que Odiseo no regresaba, instaron a Penélope para que escogiera marido de entre ellos. 

Penélope los engañó largo tiempo con mil argucias de las cuales la más famosa fue esta: se puso a labrar una gran tela que debía servir de mortaja a Laertes, padre de Odiseo, y dijo a los pretendientes que, al terminarla, escogería marido. Y cuatro años más los tuvo esperando, pues deshacía de noche lo hecho durante el día. Cuando los pretendientes se dieron cuenta, declararon que se instalaban en la casa hasta que ella se resolviera por alguno. Y empezaron a comerse entre todos la hacienda de Odiseo. Desesperado Telémaco resolvió, por consejo de Atenea, salir de Ítaca para ir en busca de su padre.

Cuando Odiseo hubo llegado a Ítaca, la diosa lo hizo regresar y les suscitó un encuentro en casa de uno de los esclavos del hijo de Laertes. Y juntos resolvieron acabar con los pretendientes, Disfrazado de mendigo llegó Odiseo a su propia casa: los pretendientes que comían y bebían en la sala, lo llenaron de injurias y él lo soportó todo con paciencia esperando el momento de la venganza.

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9. Odiseo en Ítaca 

Odiseo se acostó en el vestíbulo de la casa; tendió la piel de un buey y echó encima otras muchas pieles de ovejas sacrificadas, y tendido, discurría males contra los pretendientes.

Atenea le inspiró en el corazón a la discreta Penélope, que en la propia casa de Odiseo les sacara a los pretendientes el arco y el pulido hierro, a fin de celebrar un certamen. Subió Penélope la alta escalera de la casa, tomó en su hermosa mano la llave de bronce y se fue al aposento interior donde guardaba los objetos preciosos del rey—bronce, oro y labrado hierro— y también el arco y las flechas. Rechinaron las hojas como muge un toro que pasa en la pradera y se abrió inmediatamente la puerta. Penélope descolgó de un clavo el arco, y sentándose allí mismo lloró ruidosamente. Cuando ya estuvo harta de llorar y gemir, fue hacia la habitación donde se hallaban los pretendientes, se paró ante la columna que sostenía el techo, con las mejillas cubiertas por espléndido velo, y les habló de esta manera:

"Oídme, ilustres pretendientes, los que habéis caído sobre esta casa para comer y beber de continuo durante la prolongada ausencia de mi esposo, sin poder hallar otra excusa que la intención de casaros conmigo y tenerme por mujer. Os propongo este certamen: pondré aquí el gran arco de Odiseo, y aquél que más fácilmente lo maneje, lo tienda y haga pasar una flecha por el ojo de las doce segures, será con quien yo me vaya, dejando esta casa a la que vine casi niña y que es tan hermosa que me figuro que habré de acordarme de ella aun entre sueños." 

Tales fueron sus palabras, y mandó en seguida al porquerizo que ofreciera el arco a los pretendientes. 

Antínoo, el más audaz de los pretendientes, dijo: "Creo que nos será difícil armar ese pulido arco, porque no hay entre todos los que aquí nos encontramos, un hombre como fue Odiseo." Así les habló, pero allá dentro de su ánimo, tenía esperanzas de armar el arco y hacer pasar la flecha a través del hierro.

Telémaco les dijo : "Oh, dioses, me dice mi madre querida que se irá con otro y saldrá de esta casa; y yo creo que Zeus me ha vuelto el juicio. ¡Ea, pretendientes!, no difiráis la lucha con pretextos, y no tardéis en hacer la prueba de armar el arco, para que os veamos. También yo lo intentaré; y si logro armarlo y hacer pasar la flecha a través del hierro, mi madre no me dará el disgusto de irse con otro y abandonar el palacio." 

Dijo, y poniéndose en pie, se quitó el manto y descolgó de su hombro la espada. En seguida hincó las segures abriendo para todas un gran surco, alineándolas a cordel y poniendo tierra a ambos lados. Todos se quedaron sorprendidos al notar con qué buen orden las colocaba. De seguida, fue al umbral y probó a tender el arco. Tres veces lo movió, con el deseo de armarlo, y tres veces hubo de desistir de su propósito. Y lo hubiese armado acaso, tirando con gran fuerza por la cuarta vez, pero Odiseo se lo prohibió con una seña, y le contuvo en su deseo. Entonces, Telémaco habló de esta manera:

"¡Oh, dioses! O soy ruin y menguado o soy aún demasiado joven, y no puedo confiar en mis brazos para rechazar a quien me ultraja. Probad el arco vosotros que me superáis en fuerza, y acabemos el certamen."

Diciendo así, puso el arco en el suelo y volvió a su asiento, y Antínoo habló de esta manera: "Levantaos consecutivamente, compañeros, empezando por la derecha." 

Y a todos les agradó lo que dijo. Se levantó primero Liodes, que era el único que aborrecía las iniquidades que cometían los demás pretendientes, y probó el arco; mas no pudo tenderlo con sus manos blandas y no encallecidas, y al momento dijo así a los otros:

"¡Amigos! Yo no puedo armarlo; tómelo otro. Ahora cada cual espera en su alma que se le cumplirá el deseo de casarse con Penélope; pero, tan pronto como vea y pruebe el arco ya puede dedicarse a pretender a otra aquea, solicitándola con regalos de boda."

Antínoo ordenó a un cabrero que encendiera lumbre en la sala, y que trajera una gran bola de cebo para que los jóvenes calentando el arco y untándolo con grasa, pudieran armarlo; mas no consiguieron tenderlo porque les faltaba la fuerza. Quedaban sólo sin probarlo Antínoo y Eurímaco que eran los Príncipes entre los pretendientes y a todos superaban en fuerza.

Entonces salieron juntos de la casa el porquerizo, el boyero y Odiseo, quien les dijo: "Si Odiseo llegara de súbito porque alguna deidad os lo trajese ¿os pondríais de parte de los pretendientes o de parte suya? Contestad como vuestro corazón os lo dicte."

Dijo entonces el boyero: "¡Padre Zeus! ¡Qué vuelva aquel varón y tú verías cuál es mi fuerza para defenderlo!"

El héroe les dijo entonces: "Pues aquí lo tenéis, soy yo que después de muchos trabajos he vuelto tras veinte años de pesares a la patria tierra." 

Y les mostró la cicatriz que tenía en la pierna y que servía para reconocerle. Ambos la vieron y examinaron cuidadosamente y en seguida rompieron en llanto, echaron los brazos sobre Odiseo y le besaron la cabeza y los hombros. 

Odiseo los calmó, diciendo: "Cesad de llorar y de gemir, no sea que alguno lo vea. Entremos al palacio uno tras otro y acordaos de esto que os digo: los ilustres pretendientes no han de permitir que se me dé el arco; pero tú, porquerizo, tráelo, pónmelo en las manos y di a las mujeres que cierren las puertas y que si alguna oyere gemidos o estrépito de hombres, no se asome.

Hablando así, entró en el espléndido palacio, y fue a sentarse en el sitio que antes ocupaba. Luego penetraron también los dos esclavos. Ya Eurímaco manejaba el arco, dándole vueltas y calentándolo, mas no conseguía armarlo, y entonces Antínoo habló así:

"¡Eurímaco! Pon en tierra el arco y ofrezcamos un sacrificio a Apolo para ver si así podemos armarlo y terminar este certamen." 

El ingenioso Odiseo, les habló entonces de este modo: "Oídme, pretendientes: dejad el arco y mañana algún dios dará bríos a quien le plazca. Pero ahora entregádmelo a mí y probaré con vosotros mis brazos y mi fuerza." 

Todos sintieron gran indignación, y Antínoo lo increpó, diciendo : "¡Miserable mendigo! ¿No te basta estar sentado tranquilamente en el festín con nosotros, sin que se te prive de ninguna de las cosas del banquete? Sin duda te trastorna el vino que suele perjudicar a quien lo bebe. Si llegaras a tender el arco, te anuncio una gran desgracia, pues no habrá quien te defienda en este pueblo." 

Entonces Penélope habló a Antínoo, diciendo: "No es decoroso ni justo que se ultraje a los huéspedes de Telémaco. ¿Por ventura crees que si el huésped tendiese el arco de Odiseo, me llevaría a su casa para tenerme por mujer propia? Ni él mismo concibió en su pecho tal esperanza, ni eso se puede pensar razonablemente." 

Dijo entonces Telémaco: "¡Madre mía, ninguno de los aqueos tiene poder superior al mío para dar o rehusar el arco a quien me plazca. Vuelve a tu habitación y ocúpate en las labores que te son propias, que del arco nos cuidaremos los hombres, y principalmente yo, que mando en esta casa." 

Asombrada se fue Penélope a su habitación, y en tanto el porquerizo tomó el arco para llevárselo al huésped. Todos los pretendientes se enfurecieron; pero él atravesó la sala y lo puso en las manos de Odiseo. En seguida hizo cerrar sólidamente todas las puertas. 

Tomó el héroe una flecha que estaba encima de la mesa, armó el arco, apuntó al, blanco, despidió la saeta y no erró ni un solo tiro. Después, dijo a Telémaco : "¡Telémaco! ¡No te afrente el huésped que está en tu palacio! Ni erré el blanco ni me costó gran fatiga armar el arco. ¡Mis fuerzas están íntegras todavía!" 

Saltó entonces al umbral con el arco y la aljaba repleta de flechas, y habló así a los pretendientes: "El certamen fatigoso está acabado; ahora apuntaré a otro blanco." Y enderezó la saeta hacia Antínoo. Levantaba éste una copa de oro entre sus manos, cuando la flecha, hiriéndole en la garganta, asomó por la cerviz. Se desplomó Antínoo y brotó de sus narices un espeso chorro de sangre. En la caída empujó la mesa dándole con el pie y esparció las viandas por el suelo. Al verle caído, los pretendientes levantaron gran tumulto dentro del palacio; dejaron las sillas y moviéndose por la sala recorrieron con los ojos las bien labradas paredes, pero no había ni un escudo ni una lanza de qué echar mano, y con airadas voces dijeron a Odiseo: 

"¡Oh, forastero, mal haces en disparar el arco contra los hombres! Ahora te aguarda una terrible muerte, porque quitaste la vida a un varón que era el más notable de los jóvenes de Ítaca, y por ello te comerán a ti los buitres." 

Así hablaban figurándose que había muerto a aquel hombre involuntariamente. 

Dijo con torva faz Odiseo: "¡Ah, perros! ¡No creíais que volviese a mi morada y arruinabas mi casa, y estando yo vivo cortejabas a mi esposa sin temer a los dioses! Ahora pende la ruina sobre vosotros todos." 

Los pretendientes desenvainaron las espadas para combatir, pero en el mismo instante Odiseo empezó a disparar sus flechas. Mientras tuvo flechas para defenderse fue apuntando e hiriendo sin interrupción a los pretendientes, los cuales caían uno en pos de otro. Mas en el momento en que se le acabaron dejó el arco, se echó al hombro un escudo de cuatro pieles, cubrió la robusta cabeza con un yelmo, y asió dos fuertes lanzas y junto con Telémaco atacó a los pretendientes. 

Cuando los vio a todos, tantos como eran, caídos entre la sangre y el polvo, dijo a Telémaco que llamara a las esclavas para que limpiaran la sangre. 

Atenea llegó a la estancia superior donde descansaba Penélope, y le dijo estas palabras: "Despierta, Penélope, para ver con tus ojos lo que anhelabas todos los días. Ya llegó Odiseo, ya volvió a su casa, y ha dado muerte a todos los pretendientes." 

Penélope se alegró y saltando de la cama comenzó a destilar lágrimas y bajó de la estancia superior. 

El héroe se hallaba sentado de espaldas y Penélope permaneció mucho 'tiempo sin desplegar los labios por tener el corazón indeciso: unas veces mirándole fijamente veía que aquel era realmente su aspecto; y otras no le reconocía a causa de las miserables vestiduras que llevaba. 

Telémaco habló así entonces: "¡Madre mía! ¿Por qué estás tan apartada de mi padre, en vez de sentarte a su lado y hacerle preguntas y enterarte de todo? Ninguna mujer se quedaría así con el ánimo firme, cuando su esposo vuelve después de veinte años a la patria tierra." 

Le respondió Penélope: "Hijo mío, atónito está mi ánimo y no podría decirle ni una palabra, ni hacerle preguntas, ni mirarlo frente a frente." 

Se adelantó y desfallecieron sus rodillas. El corrió a su encuentro derramando lágrimas y ella se echó en sus brazos y le besó en la cabeza.

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FUENTE: Homero [Adaptación de Bernardo J. Gastélum] (1924). La Odisea. México: SEP-CONALITEG


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